COCHES ATRAÍDOS POR CASAS
Coches atraídos por casas
Adolfo habita una zona húmeda
donde las casas atraen los vehículos que circulan por la carretera. Los muros
llaman a los coches desde las ubicaciones acuosas, igual que las cantarinas
sirenas atrajeron alguna vez a cien navegantes hacia las rocosas costas. Adolfo
es un hombre que soñaba con mujeres desnudas, cuando un turismo de matrícula
extranjera asomó un rostro mecánico dentro de su cuarto: luces, guardabarros, rejilla,
entre grabados baratos colgados sin clavos, en una pared sin crucifijo.
Quedó el ingenio veloz a dos
palmos de la cama. Adolfo no es diligente; por un momento pensó en desechar el
ruido y la visión, cambiando de postura para continuar durmiendo, aprovechando
lo que tenía entre manos, piel rasurada, entre otras cosas. Tenía que
levantarse temprano, dar por acabada la orgía, emplazarla para otro sueño,
dudando que el despertador hubiera entendido sus táctiles indicaciones. Los
aparatos sin cuerda son bastante tontos.
Adolfo no le daba lástima a
nadie, salvo en el primer minuto, pero siempre conseguía lo básico y algo más.
Su estrategia era dejarse llevar con victimismo, huyendo de quedar expuesto a
juicios ajenos. No le había ido mal, entre la cabecera con almohada incluida y
el armario ropero, contaba con fetiches que recordaban los que atesoraba un
asesino visceral en serie. No conocía a la mujer que iba en el asiento del
copiloto, pero tampoco al hombre que se agarraba al redondo volante en la búsqueda
de un milagro que cesara la acción que estaba sucediendo. Una mujer morena no
constituía su tipo incesante de búsqueda. Él creía que las castañas eran
sumisas, las rubias infieles y las pelirrojas proclives al exhibicionismo. Ignoraba
la estadística de aquellas que bien fingían deshacerse bajo su cuerpo, pero
estaba en ello con tesón. Aunque su apetito haría un hueco para tomarse un banquete
de fluidos, sin ni siquiera molestarse en cambiar las sábanas de uno a otro
encuentro; echaba hacia abajo la ropa y daba por finiquitado el anterior por un
siguiente.
Otros aspiraban a eso, pero, así
como desconfiamos que los videntes sean unos patrañeros de temer, no hayamos explicación
posible a las rendiciones. Por no tener, Adolfo abúlico, ni siquiera aquél
punto canalla que toda mujer respeta y ama convertir en mágica pasión.
Una morena infiel, con la duda de
ser diestra en la cama, sin traspasar con fusta el compromiso de ama, constituía
un descoloque en sus parámetros. Además, era guapa lo justo; bien mirada,
defectos mil la adornaban. Hubiera pasado desapercibida en cualquier espera del
supermercado, cine, estanco, ferretería,
no, pensó, entre llaves inglesas, sierras primitivas y tosquedad diamantada,
arrancaría su ropa con sólo verla. Tan lúbrica ella, rodeada en distintos codos
de caño, recorriendo sobre losetas de muestra, con paredes de césped artificial
en oferta. Las revistas pornográficas viajaran en tal cantidad desde sus
inicios lúbricos, que la memoria visual constituía el resorte del tensiómetro
masculino. No podía resistirlo. Ayudaba a la fantasía, el verla con la boca
abierta, el pelo revuelto y dando unos gemidos entre el dolor y lo que Adolfo
quería escuchar. La morena que entró en el coche hasta su habitación, a través
de la pared, el colmo de la originalidad, tenía dos botones desabrochados en la
zona pectoral, señal del inicio y no de la finalización. Dedujo que el
conductor era un hombre casado que se iniciaba en lides amenazantes, con la
expectación que conlleva. Adolfo, envidioso pensó, con indiscutible malhumor
por la ocasión perdida, que quizás no hubiesen coincidido jamás pues la ciudad
quedaba un poco apartada, aunque es posible que el azar jugase de extraño
farol.
Por lo pronto, la casa heredada
de sus padres estaba herida en brecha de muerte.
Algo se le encendió en su ajada
bombilla. Para eso estaban los seguros. ¿No?
La pared desplomada levantó el
ánimo deprimido de aquella vecina que no cesaba de cotillear. Ya tenía
suficiente carnaza para hablar en el presente siglo, incluso en el próximo. Lo
que le diera la vida. Ella sí que conocía, no a la pareja; juntos no integraban
deshilachado de ninguna alfombra, aunque por separado tenían nombre y
apellidos. Que le preguntaran y manifestaría toda la información igual que
vierte agua la mayor catarata.
Adolfo en ausencia de
caballerosidad, nada extraña por cierto, le tenía sin cuidado que su vecina, la
entrometida saliera a la calle en aquella noche fría, envuelto su camisón en
una manta a cuadros. Trató de volver a apresar de nuevo el huidizo sueño, no se
lo permitió el ruido de los escombros que seguían cayendo, los gritos
histéricos de la gente que se arremolinaba con el objetivo de sacar la foto
móvil de rigor, las alarmas que constituyeron la música de aquél concierto
desconcertado. Se desveló gruñendo. A
media distancia, pudiera parecer rumor
de sorpresa e incluso miedo.
Pero la condecoración de pasivo, en
lo relativo al mundo no genital, era un logro clavado por nuestro sujeto. Sin
embargo a veces todo cambia. No sabemos si para mejor.
No soy de marujear, pero
yo les cuento.
Un trozo del techo, empujado por
la inercia, física o vibración, le cayó sobre la cabeza partiéndose en trozos, dejándolo
inconsciente en pensamientos, fueran los que fuesen. No eran elevados, creo
haberlo dejado claro, por lo cual, cuando resopló sacudiéndose el escaso
flequillo nada parecía distinto a los minutos anteriores al hecho.
Su semblante permaneció con susto
y grito contenido. Se consideró un héroe merecedor de un reconocimiento en
forma de los caprichos más locos, pues había sobrevivido por partida doble. Deseó
todo y todo le valía, desde riquezas, fiestas y fastos, hasta humedades no
caseras, pero sí despeinadas. Se le convirtió en una bola cerebral que se
lesionó sin remedio, fruto del colapso y la excitación. El tambaleo siguiente
casi lo hace caer de bruces. Tal vez necesitaba ayuda para ser tan feliz. Quiso
decirlo en voz alta, pero solamente le salió alguna palabra sin conexión. La
vecina no le prestó atención, dándole la espalda con desfachatez, mientras se
erigía en relaciones públicas. No dejó de permanecer atenta a cualquier aspecto
periodístico, televisivo o eso que su sobrina llamaba el mundo virtual, que
asomara por aquél radio de acción. Existen divas que nacen y otras que se
hacen: llevaba esta señora muchos años, desde su más tierna carne, pugnando por
su momento de gloria.
Así que agarrándose a uno de los
micrófonos que brotaron en el aire, comenzó advirtiendo que estaba nerviosa,
qué susto, madre mía, qué ruido más aterrador, que estaba llorando, hipando y
sobresaltada de que aquello sucediera con frecuencia, que podía haberle llevado
su propia casa, dijo señalando a otra un poco más delante de la calle. Se
enjuagó el moqueo con la manta cuadriculada y al ver que el periodista quería
huir de su monopolio, fingió un oportuno desmayo.
Entretanto Adolfito se paseó entre los escombros igual
que un zombie, con la expresión bobalicona de los que saben que tienen algo
dentro de la cabeza pero ignoran su utilidad.
Llevados los intrusos, ella y el
otro, que también valdría decir que él y la otra: digo, hacia un hospital con
jardín y sin opción de futuros encuentros por lo que les toca; el hombre
comenzó a extrañarse de ver los ruidos en colores. Sacudió la cabeza para
alejar el efecto: malditos sean los que perturban los sueños de otros. De nada
sirvió el ademán, los colores se transformaron en notas musicales y éstas en
videncias de pulsaciones de un teclado imaginario. Cabe asegurar que el
antihéroe rezongón contenía en sí mismo escasa formación musical, ni oída y
mucho menos que pulsada. Su oído nunca había escuchado, si, de escuchar con
atención, ninguna melodía ni clásica ni moderna, a la moda, se entiende, que le
impulsara a elevar su espíritu hacia parte alguna. Incógnita que muestro, ya
saben, si el espíritu habita todos los cuerpos o es cosa de una clase humana
diferente. Me pararía a reflexionar, pero continúo.
Mientras la vecina, que ya
encontrara acomodo en sus lágrimas, apretando una mano solícita de alguien
anónimo, por supuesto, manteniendo su caudal a ritmo constante, desgranó al
esponjoso micrófono que la chica morena,
bueno, media chica, media señora, por cierto, era una infeliz que se acostaba
con hombres alejados de su sentir con el objetivo de comprenderlos mejor. El
cámara bajó la lente y resopló interrogante, que es lo menos que se puede hacer
cuando otro ser nos descoloca.
Mientras, prosigo, Adolfo el imaginativo, descubriera por fin
una cualidad en su persona: era capaz de imaginar composiciones musicales desde el porrazo del techo. Su
cortedad adquirió largura y se arriesgó a contabilizar en su mente, la cantidad
de personas aledañas que poseían un piano.
Por saber. Por probar.
Su aspecto bobo no dejó ni
rastro, desapareciendo mientras se encaminaba hacia el lugar más razonable; la
sala de música de la escuela.
Quiso la suerte, que viste de
corto, empezando por los pies, que sus ojos reparasen en una de las revistas
gráficas, de su colección de revistas tan gráficas. Movióse en pos de ella,
apropiándose de las figuras femeninas que le mostraban todo sin palpar nada.
Ni decir tengo que, llevado por
el afán de atrapar todas las hojas, impresas y sin imprimir, se olvidó del lugar al que se dirigía. Ni supo ni probó.
Así se pierden los valientes…
Comentarios
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