Muñeca estropeada.
“Las muñecas cierran los ojos al ser tumbadas, como debe ser”
El cuadro de mandos me indica cuál es el instante exacto para
disparar. Qué feliz soy, la expectación ante la posibilidad de no fallar es
inmensa, adrenalítica y superior. Me encanta ponerme a tiro para demostrar mi
valía como piloto. Cuando estallan, es genial, manchan todo el cristal
delantero del avión con sangre y vísceras, no sin antes mostrar en sus
caras, enteras, perfectas, el pánico
ante lo inevitable. El ruido es como canto para mis oídos, suena igual que un “choff”
sobre un charco invernal con botas de goma, o tal vez como un pisotón a una
cucaracha, con crepitado de fin de vida. Ahora, cuando escucho un crujido, las
manos me tiemblan de placer. Incluso los cerebros escindidos son hedonistas. Automatismos perversos que me
distraen en la vida inventada que todos llevamos afuera.
Escucho el llorar de mi hermana. Ya está bien. Es una mocosa blancuzca
con la que juega a las muñecas mi vieja. Le repite mil veces lo bonita que es
para después, obligarla a sentirse culpable por no serlo más. Tengo antipatía a
mi hermana. Se deja querer con los halagos empalagosos de su titiritera, no
comprendiendo que sea ésta misma, la que le pega por no llegar a ser perfecta.
Ella consiente ser zarandeada, anulada, mientras la visten, la peinan, le
clavan punzantes horquillas, se las quitan con violencia. El resultado nunca es
pulcro y cuidado. Odio su actitud
estocolmista amplificándose por
las inmediaciones de su habitación, hasta alcanzar mis dominios. La visión
clarividente enerva la ira. Su pelo amarillo siempre enredado es insufrible,
sus trapos desvaídos me ponen frenético. Sus orejas merecen algo más que un
agujero sin pendientes, pues lo que es revendido, vendido queda y aquellos
trozos de oro, regalo de otros tiempos, mejor están en el recuerdo a cambio del
trueque por una barra de chocolate y dos paquetes de arroz.
¿Qué si pasamos carestía? Pues no. Yo me he acostumbrado a no
comer. Era incómodo ver salir por fuera de mi estómago, tan mermado por la
misma hambre, la asquerosa papilla de pan reseso que cocía mi padre antes de largarse.
Él sí que tuvo suerte.
Una fiera, mi padre. Nos estuvo sisando durante meses la
escasa comida que pedía a gritos entrar en casa. He aprendido a distraerme
pensando en cómo debería morir en castigo por dejar que las mejillas de mi
madre se deslucieran y el cabello de mi hermana perdiera longitud, fuerza y
brillo, siendo sustituida por unos cuantos pelos mal clavados en el cráneo. Me
da igual que haya sido un buen hombre hace años, no le exime de su error ni de
su mala fe.
¡Cuidado! Requiebro, virando la nave hacia un mejor ángulo de
visión. Exactamente colocados mi dedo índice sobre el botón adecuado,
espachurro la carne sobrante, logrando un disparo certero. Soy el mejor de los
zombis del escuadrón. Me reclino hacia atrás en el asiento con satisfacción.
Otras cosas no me valorarán, pero sobre puntería, estrategia, planificación y
ejecución, no tengo competencia.
Otra vez llora la pesada de mi hermana. Su llanto taladra mis
huesos hasta el tuétano. No la han enseñado a callarse, es lo que tiene no haber
tenido una madre que cumpliera su cometido con acierto. Me dan ganas de cortar
un trozo de su bata rosa de guatiné y ahogar los sollozos. Supongo que llora
por algo, quizás debiera ir y preguntarle. Aunque su madre está para algo, digo
yo. Que no todo es embarazarse, parir y dar por supuesto que aquella pequeña
cosa crecerá sin molestar. Pero no quiero que se note el interés, eh.
Hago un esfuerzo y tomo conciencia de la ubicación del suelo,
del techo y color infame de las paredes. Camino con desolación obligada, estoy
descalzo y no viajo tras las líneas enemigas para hacer doble espionaje. Una
lástima pues mi físico anodino me camuflaría; un hombre normal más, entre miles
de hombres similares en casi todos los
países del mundo.
Golpeo suavemente en el marco de la puerta. Se vuelve y me
mira con ojos rojos. Tal vez lleva mucho tiempo llorando. Mi hermana tiene las
pestañas tan rubias que parece albina. Su flequillo, corte travieso por ella
misma, le hace ladear un ojo para que no le moleste la visión diurna, porque de
noche se cubre con la melena para ahuyentar la luz. No es miedosa, pero tampoco
adivino una adolescente precavida. Ya no solloza al mirarme. En su mano, una
muñeca casi rota, su preferida. Tampoco está entera, ni sus ropas floreadas, ni
el número adecuado de brazos y piernas. Sus ojos, dos, sí que están, bordeados
por unas pestañas ennegrecidas con restos del rimen de mi madre. Al estar mal
aplicado por una niña de seis años, parecen más ojeras amoratadas que unos ojos
que quisieran lucir bonitos.
Mi madre tiene los ojos negros, negrísimos igual que un
futuro familiar. Algo que es un presagio horrible lleva siempre colgando de sus
puntas, aunque se las rice con un artilugio raro que parece un instrumento de
tortura. Si algún día… no quiero que se apueste
por ésas cosas; acomodo fobias muy
rápido.
La pequeña baja la cabeza. Intuyo que despisto el cariño que
dicen que se tienen los hermanos entre sí. De adultos, todo se acepta, siendo
saludable incluso, pero ahora es una rareza que no me vea como a un héroe, pese
a estar tan lejos del perfil. Toma aire, lo sé porque observo su pecho y su
gesto de apartar los pelos de la cara. Muestra su muñeca con resignación. Tiene
un lado de la cara mutilado, con lo que parece ser un manchurrón de rojo mercromina.
Un trozo sanguinolento que provoca rechazo. Me recuerda que estaba en medio de
una tarea sublime, matar a seres terminados.
Solo fue un acto reflejo, tomo interés por la muestra. Entro
en su cuarto, forrado de flores rosas y me siento sobre su edredón, también
rosáceo. Igual que una casa de muñecas gigante. Qué hortera es mi vieja.
Me ofrece el mutilado deshecho y se queda a mi lado, muy
pegada a mí, tanto que la convección de calor sin fluidos, podría complicarnos
a los dos. Por una vez, no me molesta la proximidad de alguien. Será que la
vida me llama poco.
Espero a que hable, soy un tipo de costumbres, de malas, muy
malas. No recordaba su voz suave, casi melosa, tan suplicante. Ella, una
víctima, la otra la sostengo yo entre mis manos.
-
Me
dice mamá que es fea. Está estropeada, no cierra los ojos al dormir.
Le doy una mirada larga a su juguete cercenado. Pobre muñeca,
otra paria. Asiento con la cabeza y permito que su voz siga desmenuzándose.
-
Es
muy fea. No la quiero. Mamá no la quiere. Ya no la quiero.
Me encanta la actitud resuelta de
quién toma decisiones. Demuestra un espíritu práctico, sin hacer curvas para
sortear problemas, sino rectar hacia soluciones directas. Voy a tener que
hacerle un seguimiento a esta nenita despeluchada.
-
¿Qué
quieres hacer con ella?
Le pregunto con curiosidad, de veras
que me interesa lo que pueda decir.
Baja la voz, se acerca más hacia mí y
sin mostrar rechazo alguno, hace un momento yo era un asqueroso zombi, me
susurra.
-
Sé
lo que les sucede a las niñas feas que no quieren dormir. Lo que le ocurrió a
Delia.
Ahora sí que me sobresalto. Pensé que
no se acordaría, debía tener tres años o algo menos. No tiene importancia al
igual que no la tuvo Delia. Su huella fue algo leve que se borró en pocos días.
Solo recuerdo que era fea. Bueno, yo no la llegué a ver pese a ser otra
hermana, pero la frase me sonaba mucho. Era un lamento más repetido que la
falta de comida, insensatez o acariño. Luego dicen que la belleza no es
importante, que se lo digan a los que asesino todos los días. Son exterminados
por igual motivo. En casa hace mucho tiempo que no se habla de Delia. Desde su
nacimiento no se la mencionó ninguna vez. Ni siquiera llegó a tener un nombre
oficial. Era “eso” para mi padre y para mi madre era un levantar de hombros sin
más importancia merecida. Por suerte para ellos duró poco. Me dijeron que
tuvieron que llevarla al hospital, repitiendo mi madre “de dónde nunca debió
salir”
No juzguéis a su madre, no sería justo
sobrevalorarla tanto como para poder hacerlo.
Digo lo obvio. Soy un adicto a
dejarme llevar por las conversaciones con deslizante flojedad. Total, las
palabras necesarias son muy limitadas, con decir la adecuada en algún momento,
el interlocutor se cree escuchado. Cuánto pánfilo.
-
¿Qué
les pasa a las niñas feas?
Odio las paranoias de la vieja.
-
Sé
lo que hay que hacer con las feas. Ven.
De esta manera vamos hacia el jardín
tras la casa. No practico nada el deporte de tomar el sol, la naturaleza
frecuentada y demás chorradas salutíferas. Yo paso de morirme de un ataque de
salud, prefiero escuchar como estallan mis enemigos humanos.
Mira con precaución inútil hacia los
lados. La imito contagiado por su cómica gestualidad. Tiene algo esta chiquilla,
tal vez sirva para explotar burbujas de personas. Pensaré en alguna prueba a la
que someterla; mis cosas son muy mías.
Las casas vecinas están muy lejos, ni con prismáticos lograrían vernos. Tengo
la cabeza llena de teorías conspiratorias, la publicidad engañosa me nutre con
mi permiso; no quiero ser perfecto.
Llegamos al límite del jardín,
algunos árboles dan sombra en verano a esta zona. Recuerdo hace tiempo que
sirvió para que mi padre se sentara a terminar de emborracharse al sol. Decía
que le subía antes el alcohol y que luego se evaporaba bajo el calor, hasta
formar parte de las nubes, su pequeña contribución al espectáculo del cielo.
La muñeca rosa se gira y con aire
misterioso toma el juguete de mi mano. Maternal y dulce (tal vez el color rosa
le vaya bien después de todo) le retira el pelo sintético de la cara estropeada
por el cromer. La sacude un par de veces y sus dedos le bajan los párpados una
vez. Luego prueba de nuevo, verificando que el mecanismo no funciona. Está
claro, necesita dormirse sola, aquella cosa plástica en forma de muñeca zombi.
-
Era
una niña fea. Y se estropeó. Igual que Dalia.
Me cuesta respirar, pero debo hacerlo. De mano de mi hermana
pequeña, la única que tengo, vuelvo a desandar lo andado. A casa, a mi cuarto,
a mi juego de matar humanos, a creerme el mejor e invicto de los zombis que
pasean por el más alto nivel.
Era una niña fea.
Comentarios
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La verdad es que este relato me gustó mucho.
Me alegro que te haya agradado más, el tono del narrador y el estilo. Necesariamente pensé en adecuar la edad y vida del protagonista, al lenguaje.
Un gran abrazo!