HÉROES DE ANDAR POR CASA
La cabeza del niño, pelirrojo y
su nariz puntiaguda asomaron bajo el edredón, llenas de preocupado semblante. Temí que
me preguntara algo que no sabría contestar. Algo que incluso yo me preguntaba,
sin saber, como él, a quién hacerlo.
Me hice el dormido, cerrado los
párpados con fuerza, pero no hubo manera de engañar a mi hermano pequeño.
Siempre fue el más agudo. Menos mal que el destino no invirtiera los papeles,
dotándole de la primera bocanada de aire, convirtiéndole en mi pesadilla
comparativa eterna, sobre la que perder. De nada me valió girarme, simulando un
movimiento inherente del sueño.
Adrián llamó con susurros que ya
no lo eran. Quería que le hiciera caso y al fin, lo consiguió. Me rendí a su
inevitable inquisición.
-
Vale, qué quieres.
-
A ver - dijo con voz de juez alzado sobre un
estrado, que las formas las tenía; sería cosa del abuelo - Si lo he entendido
bien, los mayores se enamoran y se desenamoran, ¿no?
-
Si…
-
Vale, entonces papá se ha desenamorado y mamá…
se ha enamorado. ¿Es eso?
Debí contar con la edad de este
futuro letrado; tan simple en su planteamiento inicial del caso, que nos ocuparía
quién sabe cuánto tiempo. Pero si con diez años no tienes el objetivo bien
planteado, no podrás esquematizar lo más importante. Le miré, bajando el edredón.
-
Pues estamos en un buen lío, ¿verdad? Pues papá
se ha ido con otra y mamá quiere ir a conocer a ése… cómo es… Guerrero48… Pero bueno, ¿ésas cosas no las regula nadie?
Me miró con
desconcierto rebosando sus ojos. Sonreí por inercia, por no saber que sería lo
adecuado para decirle. Ya me ganaba por goleada. Era un sabio, seguro que sí.
Todos sobresalientes en el último curso y prometía más; mi envidia era rabia
porque yo arrastraba suficientes junto con algún otro cate, demostrándome que
era injusto que le deseara que suspendiese alguna vez. Mis dieciséis años
tampoco dan para más, intuyendo pero sin tener la seguridad de lo intuído.
Continuaba sonriendo pero se me pasaran las ganas.
_ Parece que no,
Juan. Y si mamá quiere ir a conocer al Guerrero ése, pues no quedará más
remedio que ir con ella.
Ante su
resoplido y su gesto de inconformidad, proseguí:
_ No tenemos más
opción.
_ ¡Pues vaya
rollo! ¿Dónde está ése lugar? ¿Lejos? ¿Tiene mar? ¿Colegios? ¿Cines? ¿Bolera?
Reluce Adrián y
sus diez años. El mundo es una caja de galletas. Todas sabrosas, pero algunas
aparecen misteriosamente rotas, por mal almacenaje.
Aquello era ir a
la aventura. Empezaba a pensar que los mayores no tenían ni idea de por qué hacían
las cosas, aunque eso no resguardara las
quejas por lo provocado. Si se enamorasen por orden, igual que hacemos los
equipos de fútbol en el colegio, pues estaría todo resuelto. Debe ser lo
natural, supongo. A mí me gustan las filas para entrar en la clase, el alfabeto que comienza por la a y termina
por la z, la hora de arroparse para dormir, tener mi propio cepillo de dientes.
Saber que al día siguiente estará todo de nuevo para disfrutarlo. Ellos
deberían querer mullida la cocina por si se caen accidentalmente, por
levantarse de nuevo de un brinco con la vanidad intacta. Sin dramas. Sin
descalabros. Aunque recuerdo las telenovelas que todos los días, a la misma
hora, se cuelan por la rendija de la puerta de la vecina Pepa y que la hacen
llorar, de amores y desamores que hasta entonces, no me llamaran la atención.
Por mí, podía estar moqueando su delantal de flores todo el resto de la tarde,
mientras me dejara la merienda en un lugar visible. Formaba parte del juego,
aparecer ante los amigos con una gran tostada de pan en la mano, rebosante de
Nocilla. Resistía que me revolviera el pelo con torpezas casi caricias. Una
extraña mujer que luego supe tenía a su hijo viviendo bajo la tierra del
cementerio. Sin merienda. Sin montañas de nocilla. Así parece que son las cosas
para los mayores. Telenovelas. Tristes.
Me estaba
haciendo adulto, llegué a pensar, ¡pues vaya rollo! Estaba ya en la misma línea
de salida que mi hermano, lo que indicaba que, dado que no había retrocedido en
mi edad cronológica, él sí alcanzara mi edad mental. Es el mejor, tuve que reconocerlo
y mirarlo con otros ojos para vislumbrar el poderoso hombre que se escondía
dentro del infantil pijama de los superhéroes: Iron man, El Capitán América,
Superman y demás pegotes de cómic.
Bajó de un salto
desde la litera y ocupó la alfombra en un tercio de media pausa, indicando que
me sentara junto a él. Lo sospechaba desde el primer momento; quería una
conversación seria.
_ Dime de “ésas
cosas”_ me apremió.
_ No sé qué
decirte, Adrián. Que nos vamos mañana y ya está. Mamá lo dijo. Llegaremos en
dos horas o tres a casa de la tía Chuca, que vive por allí cerca.
_ Pero ¡yo no
quiero ir! ¿Acaso quieres ir tú? Podemos quedarnos con los abuelos.
Los abuelos. Los
padres de mamá. Aquellos seres inquietantes que desconocían el euro y cualquier
precio lo veían caro, llenos de olor a berzas cocidas y abrigados los pies con
cuadros deshilachados. Continuaban tirándome de los mofletes para comprobar el
grado de obesidad infantil próxima a extinguirse. Sus bocatas eran de un raro
color marrón, con mil semillas como de alpiste de canario. Tal vez era para que
cantáramos, pues la abuela nos llamaba “mis queridos querubines”. Cuando
volvíamos a casa, Adrián lucía fiebre y yo… preocupación por el futuro de mi
madre, a la que veía claramente abocada al desastre si lograba envejecer como
la abuela.
_ No me quiero
quedar con los abuelos.
_ Pues entonces,
no hay solución posible… _ Me recosté cuan largo soy, digo, cuan largo era…
La vida me
pareció a lo ancho, largo y profundidad, una gran papilla de avena caliente, ésas que toman los belgas para desayunar. Café
sin aroma con leche fría y avena a hervir. Es la vida, una forma inconexa,
difícil de comprender si se viste un pijama de superhéroes o, igual al mío, con
estampado nulo, todo verde. Odio el color verde.
Una nueva
ciudad, un nuevo país. Un nuevo cuerpo para mi madre, que se fuera a un local
de belleza, traspasando el umbral de su profesión maternal, hacia otra mutación
horrorosa al mejor tipo alien, con pelo más rubio, más largo, junto con uñas de
colores verdaderamente de féminas que antes criticaba en voz alta. Mira a “ésa”,
menuda pinta de busca algo. Quién sería y que habría pasado con la progenitora
que al sentarse estiraba con decoro la falda sobre sus rodillas.
Mi padre
exiliado lejos, fantasma rebasado y ausente. Era un viento incierto el
horizonte que se dibujaba intentando seguir las huellas de aquella mujer, que
dándonos la espalda, no dejaba de apremiarnos para no perder a ninguno, sin sujetar
nuestra mano. Mi consuelo consistía en apoyarme sobre el hombro de mi hermano,
fingiendo que algo del camino me llamaba la atención. Así quedó establecida la
relación para los siguientes años.
Adrián delante,
aventurero, indecoroso, grandilocuente, enorme. Yo, Juan, detrás, reduciendo
pasos para no rebasarlo, tímido, empequeñecido.
La ventura y el
desventurado.
En algún momento
nos dormimos. Con inquietud.
La mañana
siguiente amaneció porque no le quedó más remedio. Desperté porque no tenía
alternativa. Esconderme bajo la cama no era fácil, no cogía. Además, me daba
miedo. Era el reloj el que hacía oposición manifiesta hacia las agujas que
pugnaban por hacer su footing diario. El tiempo, cuyo objetivo era dar vueltas
hasta que la luna le relevase por la inconsciencia humana, venía cargado con
mochila de piedras. En nada se parecía aquel amanecer a los que viviera antes.
Una pesadez ocre vistió las pupilas haciendo que la ventana se desdibujara al
pensar en las despedidas.
Maletas entre
Adrián y yo. Zumos en la guantera, caramelos blandos para chupar y alejar los
mareos, pero aun así; dos bolsas anti-vómitos. Dormid, ordenara la conductora,
que era anteriormente mi madre. Nos miramos con seriedad, con telepatía
manifiesta al mejor estilo de Superman. ¡Venga, a fingir que dormimos!
Fue un
larguísimo viaje.
Ahí nos alcanzó
la edad de la razón plena, consciente y dolorosa, mientras el fingimiento nos
retaba a no parpadear en demasía. Una angustia en el estómago, que se
pronunciaba bajo la entrada de los túneles, tras el stop, entre los ceda el paso,
que forzaba a tratar de pensar en otra cosa. Por suerte, mi madre era buena
conductora, sin tirones ni brusquedades. Fluidez en las curvas, liquidez en las
rectas. Adelantaba tan segura como pensaba que manejaba su vida. Conservadora y
leal en la carretera y en todo lo demás…
Deseé regalarle
de mayor un descapotable rojo brillante, que convirtiera a sus estrafalarias uñas
en accesorio imprescindible. Adrián dejó de fingir, rindiéndose a la verdad, su
respiración me sumió también en un dulce sopor.
También la
solución que la capa voladora diera la noche anterior, abrigándome el alma con
su calidez.
_ ¡Pues algo hay
que hacer! Soy un superhéroe, lleno de ideas e.co.plás.ti.cas y
fan.ta.bu.lo.sas!
Se puso de pie y
comenzó a dar patadas al aire, con puñetazos más o menos ridículos, pero seguro
que efectivos contra su rival.
_ ¿Me sigues,
eh, me sigues? ¡Tienes la misma sangre llena de constelaciones líquidas que nos
dan... ¡El Poder Supremo! Venga, ¡¡di que sí!!
-
¡Claro que sí, Adrián, déjalo ya! - Qué niño más
niño…
-
¡Noooo! ¡Así no vale! ¡Junta conmigo las fuerzas
y venceremos a ése Guerrero cómosellame! ¡Mamá no querrá quedarse con un tonto
que se llama…!¡cómo se llame! ¡Haremos que todo vuelva a su lugar de nuevo! ¡Resistiremos
en la sombra, igual que los espías! Y cuándo menos se lo esperen… ¡¡Zass!!
Me eché a reir y
comencé a patear al aire, con todo el poder de la infancia, una piel que sabía
perdida al día siguiente. Pero ya no me daba miedo.
Teníamos un plan…
¡Y era muuuuyyyy bueno!
Comentarios
Un saludo!
;)
Hacía tiempo que no te leía, lo siento.
un abrazo escritora
Otra sonrisa y un gran abrazo!
Me ha encantado tu doble sonrisa y tus palabras!
Otro abrazo para ti!