SAJANDO
Hace tiempo que vivo en pedazos. Soy un lío y un caos tremendo. Me dicen que debo dormir más (para qué si pierdo vida mientras lo hago), comer mejor (qué será eso), pensar bien (acaso se puede cambiar las sinapsis aprendidas) y olvidarme de arrojar mi vida al basurero al que soy tan aficionado.
Tengo
ya una tarjeta vip, que uso con frecuencia.
Hace
tiempo que no me ubico, sabes. Todo me parece irreal y estoy convencido que en
realidad no estoy. Que todo es una proyección de la mente, que flota en alguna
clase de líquido viscoso, adueñándose de la papilla fluida que tomaba de crío
tras cruzar los dedos para que mi hermana la desdeñara, ahíta ya.
Si
tuviese que explicarlo por detalles, narraría la lividez del tono de mi
respiración, el retroceso de mis intestinos, el encogimiento de mi pene, el
declive de mis latidos, abultamientos interiores de mis tímpanos. El mutar de
olor corporal cuando algún ser ajeno me acecha, el apretar dientes y crujir
tendones por alcanzar la mínima expresión de mi animalidad.
Encuentro
a veces recuerdos que no valen la pena. Nunca debieran haberse anclado ahí. Que
son tachaduras que, de gruesas, obligan a trabajar duro sobre ellas para
alcanzar la carne viva. De ahí se extrae mucho material que estorba, pero que fue
necesario en algún momento. Igual que la costra en una herida.
Soy
un cirujano a tiempo completo. Pienso en la postilla, manto seco pero
humedecido por hacerse notar. La recreo, la acaricio, sueño con extraerla con
el máximo dolor pero sin dañar a la siguiente capa dérmica.
Siempre
existe otra, y más allá, otra más. Muchas, demasiadas. He comenzado a
señalarlas en un folio del mapa anatómico de mi persona. No soy gran dibujante,
pero sé en qué lugar tengo las piernas, las rodillas, los tobillos. Los codos,
los ojos, las orejas. Los ojos. LOS OJOS.
He
elegido un cúter color rojo. Era a ti a quién gustaba ese tono apenas irisado. Ya
decía tanto de tu marea interna, que tomé la decisión de rasgarlo con el negro
de mis lutos personales. Con el filo he señalado las partes a cortar, bajo la
postilla antigua.
Las
anestesias son sustancias que adormecen, que sedan, que dan una paz ficticia. Basta
envolverlas en vómitos alimenticios, transpirarlas entre semáforos heteroagresividad
o alcanzar cierto nivel acumulativo y rebosante, para que la fragilidad se
desnude. No usaré adormilamientos falsos. La mente recrea lo que se vacía, a
saber que espantos inundará la mía si le otorgo cancha libre.
En
las rodillas he encontrado mucha cantidad. Maldita religión que obliga a
usarlas igual que a los pies, con la superficie presta a limarse contra el
suelo. Tan gruesa que no duele, solamente alivia su carencia. Los recuerdos
surgidos de aquí son feos, abusadores, sumisos y oscuros. Sobrepasan la triada
oscura; cuatro jinetes con capas que solo conocen destrucción.
Podré
volver a bailar. Una vez desprendida, la introduzco en una bolsa para que dé a
comer a algún animal hambriento de visceralidades ajenas.
Existen
varios ejemplares, crecen; se reproducen. Y no les va nada mal. Con mi bolsa
llena, harán un carroñero festín.
Me
rebajo los tobillos, llevaban días tan abultados que no me permitían calzarme.
Lastraban el pasear bajo los árboles que he pintado en la pared más amplia del
salón. Para ello, he tenido que cegar la ventana. No importa, de verdad, tenía
demasiadas.
No
había manera de decorarla sin gusto. Todo le quedaba bien, entre los impíos
rayos de sol.
Adoro
las sombras.
Los
tobillos sangran poco. Curioso, porque son la parte más arraigada al suelo, la
que los dioses siempre escogen con la finura semejante al tallo de una copa.
Será eso, que estaban deseando ser podados. Su aspecto es desagradable. Quizás
he estado demasiado tiempo usándolos sin control.
Girando
en medio de las encrucijadas mientras los viajeros, cargados de maletas de
arena y con las cejas pobladas, solicitaban informaciones sobre caminos que yo
sabía intransitables. Intentaba acompañarles hasta que las silvas espinosas me
rayaban la continuidad de la piel. Ellos continuaban mientras lamentaba no
poseer unas fuertes botas de caminante. El extraño poco apropiado era yo.
Me
trajo el cartero, vamos, supongo que sería él, (hombre constante de días
casuales, con bolsón incierto de cuero indomable) un folleto explicativo con el
estimulante título de “TRATAMIENTO DE VIDA SIN DOLOR”: una cantidad ingente de
patrañas. Cumplí cada una de ellas a rajatabla. Exhaustivamente una a una con
todas las anotaciones en letra pequeña. Todas son falsas. Una conclusión
triste.
El
dolor cuando llega, viene cargado de maletas, de vivencias, de trozos recreados
y de dibujos esquizofrénicos. Se instala para largo, para no volver a mudarse.
Para siempre.
Ahora
camino con más lentitud, debido al prodigio del “síndrome fantasma”. Añoran sus
tobilleras carnívoras.
Al
final, tendré que hacerles TERAPIA.
Con
la mano derecha me dispongo a seccionar el codo izquierdo. No pierdo de vista
el objetivo, que es deshacerme de recuerdos para adquirir un poco de calma y
menos ruido emocional. Entonces me asalta la imagen de un pelo rubio claro,
durmiendo sobre los brazos flexionados, en la arena. Tenía la dueña tanto
sueño, que el bocadillo de la merienda descansaba a su lado, relleno de
caracolas minúsculas y trozos de roca molida. Se aposentaran en el alimento
igual que los dobles empanados en los filetes de pollo. Nunca serviría ya para
hincarle el diente con avidez descuidada.
El
lado izquierdo del cuerpo es el sitio de los escondites eternos. Todo lo
ocultable va a parar a sus recovecos. Es como el bolsillo del vagabundo o del
trapichero. Si robamos en un supermercado, lo taparemos con los miembros del
lado del corazón. Nadie que sea diestro piensa en guardar sisas mercantiles en
la derecha, pues con ella trabajamos, iniciamos los bailes, chutamos los goles
y acariciamos rostros que nos miran con más fuerza desde una pupila de
lateralidad.
Es
la pendiente roñosa de los besos; jamás se suceden desde allí. Incluso los
pertenecientes al club hemisferoidal contrario, se inician con la torpeza de
los diestros comunes.
La
limpieza carnicera me alivia, por fin consigo levantar el brazo por encima de
mi cabeza. Caigo en un estado de felicidad, casi euforia. En el suelo queda lo
execrable: en un tamaño de puño, un amasijo de sangre con su soporte natural.
Inicio
la recuperación de mi articulación derecha.
En
zonas de escucha activa, la del soporte del mentón mientras fiamos al orador,
ya sea desde el púlpito o en segundo primerísimo plano de café, observo que el
diámetro a sajar es pequeño e insignificante. Hubiera jurado que utilizo el
codo derecho para algo más que para recostarme en la superficie de la cama para
leer, o por mirar a alguien del sexo contrario desde el POST-COITO tierno o la
decepción discursiva.
Me
sorprende la escasa consistencia del puntal, aquí mi mandíbula cuadrada sobre
los nudillos que no ceso de limar contra el cemento, cuando creía que se me
juzgaría en años venideros con la satisfactoria etiqueta de ser un promiscuo
reincidente.
Sin
considerar más, aprieto, clavo, redondeo y obtengo un codo nuevo y brillante,
ensangrentado todavía. Pero libre. Ahora sí puedo solicitar la vez desde la
lejanía, adquirir una carísima e inútil figura en la subasta, oficiar de guía
turístico. También, sosteniendo a lo alto, luces nostálgicas en acompañamiento
a alguna triste canción.
Una
baraja de posibilidades.
Tal
vez pueda retomar la pintura; abandonada por la euforia insoportable de
alabanzas ajenas. Para eso es necesario alzar la mano hábil y trazar curvaturas
firmes. Antes mi brazo no pasaba de agarrar con torpeza el pincel
reglamentario; los otros, pinceles rebeldes, se remojaban y frotaban a su
antojo. Tengo un lienzo pintado en blanco desde hace demasiado tiempo. Sabes:
fue por tapar lo anterior.
Cuando
la opción derrocada es la anarquía, hay que imponer una cal nívea dentro de la
bóveda craneal. El mayor silencio y la menor estimulación.
El
infierno se aviva por una causa idiopática, dicen los expertos. Y se quedan tan
anchos.
No
pienso en las yemas de mis dedos. Quedarían de fábula, pulidas y sensibles,
prestas a sabios aprendizajes interactivos con la realidad. Pero es la ficción
la que me gustaría conservar, comprendes, tu cuerpo, tus arqueos orgásmicos.
También tendré que darles un recorte, me hacen mal.
Las
orejas son fáciles de limpiar. Basta con hacer a la inversa el lavado manual de
oídos. Introduzco un gran bostezo de eterno aburrimiento y soledad. En la
cavidad agrandada sitúo los muebles de mi habitación infantil, incluida la
puerta de espejo que mi padre pegara con patata cocida, por ahorrar unas
pesetas. También hallo el sitio suficiente para una cometa de colores, tres
helados que mancharon mi ropa y las literas donde aprendí espeleología inversa
estival.
La
mía era la de abajo, bien pegada al suelo en que reptaban los monstruos de mis
pupilas miopes y la luz de vela del enchufe. Aunque nunca los frenó el molestarme
con su imagen terrorífica el saberme tan a mano.
En
la cama de arriba, vivía una bruja sobre su escoba. Ni con la luz de la mañana
desaparecía. Yo, abajo. Pese a saber que la mole que me cegaba la visión del
techo de la habitación, podía caer a plomo en cualquier momento, aplastándome.
HE
SIDO MUY VALIENTE. Muy valiente. Nadie sabrá jamás de mi valentía.
Empujo
los labios, cerrando la boca. Todo su contenido es empujado hacia los conductos
auditivos, que se dilatan asombrados por darles cabida. Se rompen
necesariamente los tímpanos. Otra tarea rematada con éxito.
Los
ojos me imponen más. Enemistados entre sí. Su limpieza debe ser meticulosa y
frágil. Realizada con etérea cuchillada. Los coloco ante el espejo de la sala.
Son pequeños y redondos, de aspecto cansado. He abusado demasiado de ellos. Mil
parpadeos, infinitas frotaciones. Increíbles lecturas, poco sueño, mal
descanso, infinitos llorares. A la vista, jamás tuvieron su forma original.
Mintieron todas las veces que miraron de frente. Rieron cada vez que lloraban
ante la brisa de la ciudad. Son mentirosos y vampíricos, absorbiendo con
fruición la alta densidad de lo proyectado. Mi realidad era tan intensa que
espesaba el vivir, el pensar.
No
quiero que haya una posibilidad de volverme atrás.
ME
DAN GANAS DE CEGARME. De liberarme de la hiperrealidad que me extiende por
emociones que no deseo.
Suerte
tengo de hallarme ahora mismo, ante el cúter rojo, con los ojos prestos para la
operación quirúrgica y el resto de un cuerpo inútil metido dentro de una bolsa.
Es la única solución real a esta intervención, pues si arreglo uno de ellos, continuará
ambicionado por la cuenca del otro, ya declarado eterno dominante.
Quedo
mirándome en el reflejo. Soy un hombre con una cuchilla en la mano, sobre un
codo sangrante, rodillas rebajadas, tobillos óseos rasurados y oídos
estallados. Soy un hombre en pedazos. Dudo de ser esto que veo. Quizás debiera
ser otra cosa, sin dar la oportunidad al reciclado. Lo pensaré un momento más.
Se hace el silencio en mi cabeza. Si cierro los ojos puedo atraer las imágenes
que la voluntad no desea. Las que el odio cubre para continuar camino.
Bueno,
una persona sin recuerdos, pústula mediante, merece visiones distintas que se
acumulen entre la carne roja y visceral. Partir de cero para desgarrarse en un
futuro seguro.
Lo
he pensado. Tú me entiendes. Con gesto amplio y largo, paralelo al lineal de
las cejas, COMIENZO A CORTAR.
Comentarios
Estupendo relato.
Un fuerte abrazo
También brillante.
MIS FELICITACIONES.
¡Saludos!
Keep up the good writing.
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