Motas de Suciedad
Retiro las motas de suciedad, residencias de ácaros en las
puntiagudas hilachas de la escoba. La de raíces de Magdalena, que insistía en
usarla con viejos harapos que apenas sobresalían desde el suelo, parquet nuevo
y brillante, repletísimo de papeles de periódicos viejos. Amarillentos y
destintados no ocultaban mi pregunta sobre su fecha de impresión, contestándome
al momento (tal vez muchos más… cien, mil, infinitos momentos) que sucedieran
exactamente:
TRES
AÑOS, CUATRO MESES, SIETE DIAS
Cifra aproximada al tiempo transcurrido sin llover tras el asesinato.
Cifra aproximada al encuentro, registro, identificación y
autopsia del cadáver.
Números que aún no contaban con la seguridad de un nombre
culpable.
La primera vez que me contó la historia, la señora Magdalena
había quedado en suspenso, igual que una de las innumerables frases de vieja
mujer, ignorante de las cuatro reglas, pero sabia en las infinitas restantes
que componían su mundo. Vi en su pequeña figura, tan posible ser la mía en un
futuro, la valentía poderosa de quién acepta la vida desde un rincón poco
amable.
Un lugar que hubo un tiempo se dilatara para empequeñecerse
sin remedio hacia el diámetro de un botón camisero. La caja dónde lo guardaba, cual tesoro,
estaba cubierta de un polvo húmedo que no salía con ningún limpiador permitido
en la Cruz Roja. No era posible, aunque daba igual, pues ella no me permitía
jamás cogerlo en alto ni dejaba de vigilarme con hundidos y arrugados ojos de
anciana hada.
Magdalena no quiso abrir su puerta el primer día que acerté
con su dirección. Pulsé varias veces el timbre, oyéndola acercarse al envés de
la puerta. Me senté en el descansillo, resignada a ser la meta de habladurías
vecinales en horas contiguas. También en siglos venideros. Para completar
el cuadro y distraer mi frustración, saqué del bolso medio bocadillo y un café
“transportable” de los que se hacen sin fuego ni calcetín. Aquellos que se
reproducían en lineales de supermercado. Los más filosóficos de los cafés, por
su antinaturalidad. Ellos si que se cuestionan la existencia.
No podía ser de otra manera, Magdalena tenía fama de huraña.
Aparté mi cuerpo para permitir el paso a dos vecinas con carritos de compra.
Dos señoras disfrazadas de señoras, con todos sus complementos directos requeridos:
pañuelo al cuello, faja a la cintura, cardado al cabello y gran anillo en el
dedo anular. Sus vehículos eran de lo más cuadriculado con bolsa nevera. La
curiosidad de su mirada se sentó dispuesta a darme compañía. Intenté obviar su
interrogatorio disfrazado de amabilidad, tan ensayado. Decidí la opción
“verdad”.
En un segundo, un cerrojo descorrido gritó al ser despertado y
las señoras sintieron muchas ganas de irse. Fue el olor nauseabundo al
acercarme lo que la identificó con las palabras de la trabajadora social. Uno
de mis objetivos a corto plazo era conseguir llevármela hacia una pastilla
húmeda de jabón. A cortísimo plazo.
La lluvia tampoco vivía dentro de las paredes de vieja
pintura, pero sí licuaba la inmensidad del fondo de sus ojos. La sequía impía
reinaba fuera. Los cheques asistenciales incluían un bono por una participación
de agua corriente, por lo que la gente acogida por el organismo asistencial
contaba con un baño semanal o duchas alternas, más tres comidas hervidas a
escoger entre días laborables. Mucho hablaran los adivinos y magos de la
atmósfera seca y de su terminación, sin dar nada de lo propuesto resultado ni
solución.
Magdalena, la señora, guardaba un líquido reponedor de algún
recuerdo agradable y cauterizador de todos los hirientes bajo la cama. Cinco
botellas reinaban sin almohada, con distancia de un brazo descolgado. “Hace
demasiado frío” explicó achicando sus hombros.
Pero la noche del crimen recordaba que llovía a cántaros.
Como acostumbraba a suceder en estas tierras, que ahítas, se esforzaban por no
erosionarse, exponiendo al viento la roca que cubrían. Cuestión de timidez. El
cielo también ocultara el brillo lunar para no entorpecer la enorme vergüenza
que sentía aquella noche. A partir de entonces, fue normal que la luna no se
escondiera tras las nubes. Era un pacto.
Acumulaba todos los papeles que encontraba. Los coloridos
folletos tomaban el oficio de manteles sin peso bajo la inexistencia de
cubertería. Los lastraba también trozos roídos de pan duro, que ablandaba entre
saliva y leche cada mañana. Su vista no era buena; era mucho peor, por lo que
el miedo a tropezar, quemar o estropear lo que nadie repararía, me hizo ser
partícipe de sus devaneos con la oratoria, apenas descifrable por la carencia de
dentadura postiza. Mi tiempo era limitado, apenas dos horas para buscarle un
poco de comodidad en su espacio, vigilar que se peinara con decencia y que
adquiriese unos hábitos adecuados a la higiene y sociabilidad. Los objetivos de
la ayuda iban cumpliéndose y entre nosotras parecía existir una buena
comunicación. Fue confiándome cada vez más pasado y menos futuro. Su edad era
determinante para contar los latidos que menguaban. Sentía gastado el corazón. A
lo largo de los siguientes días, descubrí resortes en Magdalena que eran
altamente útiles para conocer el interior de aquella bata guateada color apenas
un desvaído rosado (la ropa “buena” estaba bajo llave en un armario con pinta
de no haberse abierto en lustros).
Ante mi observación sobre una muñeca de las antiguas, a
tamaño de niña, “qué bonita”, comenzó a hablar sobre su marido, muerto hacía
años, que la abandonaba en plena noche para ir a junto “las gitanas”, robándole
el dinero ganado por el día. Guardaba la muñeca por el parecido con la más
frecuentada por el traidor. Después me mostró las partes que le derritiera con
el fuego de la cocina. Una especie de vudú casero. Terminó la historia con una
frase: “él volvió a mi cama, como debe ser”.
Idéntica expresión
adoptaron los pozos de sus mejillas cuando me advirtió, (fue el tono) que
vendría su nieta a saludarla. “Ha salido de la cárcel”
Entonces, tras seguirla hacia el salón esperé a que la
cerrazón de su pecho se aflojara.
“Era linda, con aquellos ojos enormes y almendrados. Se reía
y chupaba la fruta con jugosos labios de infancia feliz. Yo la vi aquél día,
vestía un jubón rosa de señorita, lana de la fina. Qué desgracia más grande…”
Un grito sonó en aquella atmósfera de revelación convirtiéndola añicos. “¡Abuelaaaaa!”
fue repetida maleducadas mil veces, insistente voz egocéntrica. Apareció en el
rellano de la escalera mirándome con maldad.
Aquella mujer-niña de frágil apariencia y voz de camionero me dio un
empujón para dejar claro quién de las dos, tenía el mejor papel en la escena. Fue
entonces cuando me di cuenta. Era la autora del asesinato.
Su madre.
Recordé sus palabras en el noticiero de aquél día, de aquél
año, de aquella lluvia que nunca más osó volver, de puro espanto.
“¡Estaba preciosa! Tenía una chaqueta nueva, de color rosa. Calceta
apretadita. ¡Pobre mi niña! ¡Me quiero morir!” La autopsia reveló que estaba
todavía con vida, cuando la enterró en el monte. Tierra en sus pulmones,
aspirada desde su pequeño cuerpecito, bajo la frialdad de lo inhumano. Llovía.
La lluvia empañó los cabellos, los ojos, las manos, el terreno removido. Cesó
de llover y desenterraron el cadáver de la pequeña. Arrestaron a su madre, que
no cesaba de repetir que era inocente. Lloraba demasiado. Ni su propio abogado,
simplón pero justo, quiso, pudo o debió empeñarse en defenderla. Nada cae peor
a la opinión pública que una madre que renuncia a serlo tras haber parido. Los
años de condena no parecían suficientes, pero quedaron en menos tras las
bonificaciones, apelando a juventud, impulsividad, y no sé qué ánimo de
libertades individuales mal entendidas. Ahora, frente a mí, la odié. Su abuela
pareció encogerse y ser apenas un hilván en una solapa invisible. Floja, laxa,
escuchó las palabras de su nieta como quién oye un apocalipsis inevitable.
Aquella impresentable y prescindible muchacha vomitaba
razones para que su abuela hiciera testamento a su favor, aún en vida. Le
prometía lo imprometible mientras yo escuchaba indignada desde la cocina, donde
me replegara con precaución. Escuché el balbucear de la anciana. Deduje que
tenía miedo de la chica que tenía enfrente; me quedé acechando la siguiente
parrafada. Cada vez más alterada, iba izando el tono y deduje, las
maneras. Mentó a su madre, alegando el
poco tiempo que duraría ella viviendo independiente sin sus ayudas. Yo conocí a
aquella hija una vez, en que llegó con dos cartones de leche, tan orgullosa
como si un periodista la entrevistara por su buena acción. La chica no dejaba
de vociferar, cada vez menos humana y más animal. Cuando levantaba la mano en
alto y la gastada Magdalena se encogía, medié entre ellas. Ni decir tiene que
el golpe descargó sobre mí con gran fuerza. Se hizo un silencio inexistente,
pues la salvaje comenzó a gritar, Magdalena intentó gritar y yo misma grité.
Lo siguiente fue verme despachada en volandas, desconozco si por dos o cuatro
manos hacia a puerta de entrada, que para mí fue de salida. Un portazo fue la
palabra fin. Nada sucedió ya: me apartaron de aquella señora. Me dolió pensar
que con mi presencia le había causado algún mal, además de no poder ir a
visitarla por normas internas de la institución. Tampoco quería buscarle
problemas con el resto de su familia.
Fue mucho después, hojeando el acostumbrado periódico del
domingo, que pude reconocer su nombre y leer la noticia. La encontraron en el
monte, bajo hojas. Cubierta de hierba y ramas. Sus pozos acuosos llenos de
tierra, horror y musgo. Alguien aseguró que era una demenciada vieja, que se
construyera un refugio, al verse en la noche. No hubo más menciones.
Vestía de rosa
desvaído.
El periódico comenzó a llorar entre mis manos.
Seguidamente… comenzó a llover…
Comentarios
Excelente visión al retratar a tan miserable personaje. Así como, la sombría vida de una pobre y desheredada anciana.
es de los que te llevan hasta el final sin apenas darte cuenta.
Vidas que por desgracia se dan
con más frecuencia de lo que
creemos.
Te mandé un correo esta mañana.
Biquiños
Me encanta que me hagas participe de tus trucos innatos, de tu maravilloso DON.
Sigue creando relatos llenos de magia , que nos encojan al "leerte" .
PINCHO ME GUSTA ...........Mil veces
Un besote
Decirte que me ha encantado es caer en la repetición. Ya sabes lo que siento cuando me pongo a disfrutarte, letra mediante. Tus personajes, tus descripciones, esos diálogos que no son conversaciones pues se mantienen con uno mismo, esas conversaciones con la soledad, bendita compañera, bendita fidelidad…
Es increíble tu manera de adiestrar a la muerte, de hablar de ella sin mentarla, de la quietud de algunas de tus frases, de la solitud que se respira, del ataúd en el que se entierra el tiempo sobrante. Magistral tu estilo. Y tener estilo, ya lo sabes, hoy en día, es un lujo, algo necesario si se quiere escribir para llegar a alguien, a algunos, a todos.
Me gusta leer aquí, sumergirme en tu atmósfera; agobiarme, asustarme, sorprenderme, excitar mis emociones mientras repto por tus letras buscando, comparando y no encontrando nada mejor que hacer cuando lo que hago es disfrutar de tu cuerpo versado, escrito de manera inconmensurable.
Voy a sentarme en el descansillo y escuchar como tus verbos se acercan y me observan desde la mirilla mientras sorbo un café y de fondo se escucha “una canción para la Magdalena”.
Felicidades por lo leído.
Un abrazo, limpio.
Mario
tus relatos son magníficos voy leyendo con la inquietud del final,
mis felicitaciones guapa.
que disfrutes el fin de semana.
un abrazo.
Saludos y un abrazo.
Un gustazo volver a leerte