La balanza de Oudewater (BRUJA)








La gran balanza del pueblo será mi salvación. Dicen que es inapelable su veredicto. Famosa es, desde los gloriosos tiempos de la Inquisición. Todos, desde el emperador a la plebe aseguran su irrebatible eficacia. La clara justicia divina, pronunciándose contra la oscuridad hereje. Mi reclamo de libertad es humana, su divina condena, mi recompensa. Medirá su carne y sangre, al igual que se pesa el ganado tras su descuartizamiento. El agua tan fresca que inunda sus movimientos, será evaluada, junto a su levedad del ser. A ésa mujer maldita, la odio hasta el infinito. Es un sentimiento inevitable que intento ahogar aunque jamas muere, renaciendo hasta tiranizame el pensamiento. Rezuma ponzoña mi estómago ¿sabes? Me engarfia las manos y me arruga la piel. Me afila las uñas y la nariz. Me envenena el vientre. La veo y me comparo sin poder evitarlo.
¿Qué tiene ella que yo no posea? ¡¡Tantas cosas castigables!! Ella es libre, al contrario que mi mente, que sufre anclada, prisionera en su figura, impidiéndome ver alguna cualidad estimable dentro de mí. Es libre, al contrario que mi cuerpo, que no recibe amor desde nunca. A ésa hembra se lo regalan. ¡A ella, si!
No resisto su sonrisa bajo ése rostro pálido y aterciopelado que nunca ocupó mi propia faz. Balancea su pelo azabache al caminar, agita sus largas pestañas al mirar, contonea fácil su cadera. Me hierven las venas mientras frunzo los labios. Maldita mujer. Mi Dios no desearia colocarme tal infierno en la tierra. Será juzgada en la balanza del agua y espero que su peso sea tan ínfimo, que la justificación de ser creada por el demonio para ser voladora ¡le condene a la hoguera! Destrenzarán su bonita melena, por si acaso oculta pesas de hierro entre sus hebras. Desnuda y vulnerable, la vestirán con una simple túnica blanca y descalza, se verá acurrucada en el frío bronce. Una bandeja fría acojerá su humillación. El último acto de hermosura pública a contraluz. Sus lágrimas ya transparentarán el horror venidero. ¡Si! Entonces se sabrá la verdad. ¡Impía! ¡Que muera abrasada! ¡Por Dios! ¡Alabado sea su infinita sabiduría! ¡Que muera por lo bien que danza, lo mucho que sonríe, la amabilidad que porta, lo vecina hacendosa que se muestra y lo mal que me hace sentir! Por ser capaz de dar su cuerpo a algún dios demasiado joven para lo que le corresponde. ¡Seguro que hasta sueña cada día con ser más y más hermosa! Qué yerma estoy. Qué acabada me siento. Ella es un diabólico vergel. Deseo hacerla incendiaria zarza. ¡Qué sus amantes se averguencen! Yo no poseo nadie que de mí reniegue. ¡Oh! Seré capaz de trabar el engranaje, falsear su peso real y rogar que sea carnaza. Le negarán el certificado de inocencia. No soy mala persona, quizá sólo temerosa de Dios. Recta y creyente. Me excusa. Me conviene. Me inteligencia. Sin duda, esa mujer no puede ser devota, tan ligera y adecuadamente perfecta, tan llena de cosas extrañas por agruparse todas. ¡Es perversa!
¡Qué alguien me saque éste dolor! Está sostenida por un diablo, por un continuo aquelarre, ella misma es un sucubo para los hombres, que son abducidos por su alzado pecho. Ésa balanza impondrá justicia. Sí. Pesará tan poco que se conocerá su afición a volar por las
noches y a levitar camas no aptas para otras. Para mí. ¡Le escupiré mientras me río en su cara por dentro! Y por fuera lloraré. Caerán desde mis ojeras, fingidos sollozos por su muerte, gritaré con carcajadas de gente de bien. Los otros no me habitan lo suficiente para sentenciarme. Al fin seré libre de pensarla.
¡Nunca habrá existido! 
¡¡Bruja... Bruja... Bruja!!
¡Una menos!

 (Oudewater. 1645, Holanda)
 

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