ACECHANDO...

 


De repente, llega la hora del fin. Tras los aplausos y sabiendo, por fin que la trapecista vive. Le dejan hacerlo. También llega la hora en que el cansancio viste con una capa gruesa e incómoda la piel, impidiendo su transpiración de las mujeres, que notan atorados los poros, glutinosos los cabellos, sudorosas las axilas y las ingles. Incomoda la ropa, por mucho que la aligeren sus moradoras.

Para el aseo, Neleca y las demás hembras, se apiñaban en un cubículo destinado, por medio de una maquinaria transportable, a verter el agua despacio y en continuo. El cuerpo de aquellas atletas, musculadas y curtidas, se esponja para recibir el frescor del verano, junto con la calidez invernal. La temperatura es un misterio, igual que todo de lo que se ocupa Jhoseba, ésta otra tarea más. Hace el efecto de revivir sensualidades por partida doble, entre hombres y mujeres, machos y hembras, especies que se quieren, odiándose cómo nunca antes la naturaleza viera en los animales.

El agua fluye y es vida. La vida es lo contrario a cualquier otro estado, por eso las ellas dejan que el batir del collar de gotas, les alise los cabellos. Permiten que les dibuje los pezones, que caliente el pecho. Resbala entre valles humanos y se precipitan hacia el vientre, alguno más terso que otro, pero siempre fértil en sensitiva mimosa. Surcan los muslos por su zona interior, creando cosquilleos nada incómodos si no suman calores. Charcos en el suelo hierven en templado todo el recorrido. La mayoría no se recatan en adormecer asonancias de satisfacción que les provoca el bienestar destinado a la limpieza. Cada gemido, suspiro, respiración, va unido, ligado, encintado y atado a un revolotear hacia oídos activos y sensibles a su eco.

Los hombres remueven los pasos, volviendo a ser pisados, con la clara intención de no avanzar, sino de permanecer. Olisquean el sudor inicial, relevado por una creciente sensualidad, que ensordece la pituitaria masculina. Les provoca colocarse en un disimulo que es tímido en mostrarse, sin lograr por un momento aferrarlo. No engañan a nadie, ni tampoco a ellas, las desnudas, que alborozadas las más jóvenes y serenas las mayores, azuzan sabiamente. Completan el aseo, una jofaina astillada, guerrillera al soportar el llenado y posterior vacío del agua con un poco de jabón desleído, mutando en un puñado de arena en tiempos difíciles.

Odanea se suelta el pelo, formando una capa ya grisácea por el tiempo. La longitud alcanza sus rodillas, al igual que la melena espesa de Neleca, que tras un cepillado, recogerá en un ahuecado alto. Cada mujer acomoda el manto capilar de forma personal, siendo vigilada por las demás ante cualquier variación. Son muy suyas con las extrañezas físicas. Por lo que se braman ésos regalos. Un hombre sorprendido, es un animal transformado por el instinto cazador. No consienten ellas ninguna concesión.

Enseñan los dientes, pero nunca para sonreír.


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