APRETANDO DIENTES
El pueblo ha sido tomado por intrusión. Verano para
unos arietes imparables, mejunjes de canícula. Las zonas picudas de los
edificios parecen encogerse ante el avance, terremoto de roncos sonidos. Sus
tejados se pelean por replegarse hacia las chimeneas, replegando primitivas y
rudas cañerías que desconocen su nombre y ocupación asignada, puesto que de repente,
han encogido lo máximo para no perder la dignidad de lo que son. Espesa el
aire, inservible para un cirujano, rota en vapores concéntricos. Unos maderos
que formaban añadidos sobre otros, resultan desmayados antes de desplegar las
banderas blancas de la rendición. Las veletas fundidas con perfil animal se
doblan con misterio herrero. Los ratones han huido, patitas al aire y rabo
largo agitado con la velocidad máxima que le permiten unas al otro; al igual
que los gatos, dejando sus múltiples ocupaciones divididas entre aseo y cazador, reuniéndose
incluso bajo huecos comunes. Se quedan mirando el jaleo que se forma entre los
frenazos de las riendas de los caballos, agobiados por sus amos, llenos de
ansiosas golpeteadas en los cuerpos animales. Hasta que el ruido desborda su
percepción felina, esparciéndose más hondo en el cobijo de sus miradores.
Los gatos se alegran de no ser caballos.
Los ratones, únicos espectadores también se contentan
no siendo gatos.
Pero los hombres tampoco desean ser ratones, ni
gatos, ni por supuesto, sus propias y castigadas cabalgaduras.
Los hombres se bastan con ser lo que aparentan; ser
testosterona furiosa.
Entraron,
sí, cual arietes despiadados, con los rostros pintados con la determinación a
romper los silencios posibles, los gritos de la madre todavía resonando en sus
oídos, sintiendo que la misión encomendada era la más alta misión adquirida
para alcanzar la heroicidad… encogiendo las lenguaraces viviendas, pronosticando
luchas intestinas y dérmicas.
Comenzó
el juego al atravesar las barreras del respeto, derribadas las fronteras del
buen gusto y la urbanidad. El fin lo justificaba y eran dos niños los buscados,
comprendes, dos niños, que podían tratarse de tus hijos, de tus futuros
amantes, de tus padres o abuelos de pequeños, del tendero que te servía o de
una amistad, todavía sin descubrir. Pues por ellos, la excusa perfecta. Por
ellos, violentaron los restos dejados de los mercaderes, huidos al verlos
irrumpir con tanta virulencia, azuzando a los caballos, a los mulos, a las
ruedas. Apretando los dientes, mascullando insensateces sin pensarlas, sintiéndolas desde el corazón y las vísceras.
Por ellos, los niños eclipsados, descabalgaron de sus alturas y cachetearon los
pies en la tierra, estrepitosos y
levantando polvareda, augurando ninguna razonada dialéctica posterior. Las
telas de los expositores de madera, se derrotaron cubriendo las escasas zonas
empedradas, creando unos caminos con textura forrada, por dónde avanzaron con
rápida marcha los hombres justicieros, haciendo su feudo cada palmo
conquistado. Las frutas, las verduras, los maderos sustentados, los barriles,
las torres apiladas de alimentos, las jarras de bebida; los racimos de flores,
los tejidos de lana, objetos de latón, cobre o barro, patatas, cebollas, nabizas y animales
pequeños enjaulados, nadie se libró, es un decir, de esparcirse por acción del
rodamiento, de la caída o estamparse contra, para, a través del terreno y de
los callejones adyacentes. Un desconcierto bajo un aire embolsado en
perplejidad.
La
primera puerta, se abrió con un golpe. Siguieron bastantes más.
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