CAPEANDO



CAPEANDO


Para mí es solo un niño de ocho años. Uno de los mocosos de mujer ajena. Pero atrae moscas igual que si fuera miel. El carcelero, hombre rudo y grotesco, tampoco entiende el revuelo de voces, desde su encarcelamiento. Su físico infantil es un poco incómodo, o mejor dicho, lo era. Demasiado refinado, pálido, con lunar identificador en la pierna izquierda y pelo pajizo que, por acción del llanto y las palizas, parece desgastado en gris. Ante mis ojos se ha cubierto del óleo que dona vejez cruda, tan fuera de sitio en su edad, doliente en la entraña de madre que le visita. Desde luego, mis hijos son de otra condición y otro abono; morenos, caminando hacia un necesario embrutecimiento, en edad de perder sus primeros dientes. Sonríen entre los huecos que asoman, causándoles un gran contento. Se meten los dedos los unos a los otros en la boca, ganándose algún coscorrón de su padre, que desea un poco menos de algarabía. Es difícil, pues tengo cuatro pequeños, que no sobrepasan en edad al condenado. Serán hombres fuertes y buenos ciudadanos, para eso hemos luchado.


Si antes recubierto de blanco enfermizo, ahora asediado por la enfermedad, rompe el pecho sucio y gorgoteante, con toses que recuerdan los sermones del cura. Todos somos mortales, preparaos para arder en el infierno, gritaba desde el púlpito, todos florecíamos en el pecado, encogiendo nuestra savia. Eran otros tiempos. Ahora ya no alza los brazos intentando intimidarnos; alguien le ha asestado bayonetazos para constatar su pecaminosa mortalidad.

Todavía desconfío de que su mensaje no tuviera verdades. Me han criado así y me cuesta renunciar a algo que ha formado parte de mi vida. Esto me lo callo.

Soy ignorante en el arte de los sacamuelas y charlatanes vendedores de remedios; ausente de nociones de brujería herbolaria y miedosa de la ira de Dios, pero sé que una buena cama caliente, ropas secas sin piojos y una escudilla de sopa, lo protegería durante una temporada. Llego todos los días con el bajo de la falda cepillado para que no se note la humildad con que recorro el fango que rodea la prisión. No llamar la atención para evitar un registro es mi objetivo. Ahora que todos somos iguales, me debo a la causa. Pelo recogido en cofia blanca, tez sin refinamiento y manos duras de obrera. Soy una más de las mujeres que caminan hacia la igualdad. La misión de vigilar al niño fue un honor bien remunerado en su momento y un trabajo excesivo en el presente. En el bajo del ropaje oculto mendrugos de pan junto con algún resto de comida. Hiere ver como se apaga, explico cuando doy el parte al comité, con gran júbilo de sus componentes. Hay algo inhumano en desear la muerte de un niño, sea o no un “asqueroso cerdo” y eso me hace desacordar de sus opiniones. Existen hechos que no debieran suceder a propósito. Pero mi opinión es sometida ante todos ellos, vecinos y simpatizantes del nuevo orden creado. Lo que comienza bien, no encaja destrozarse por la muerte de un chiquillo, al que nombraron rey sin saber serlo. Ni leer ni escribir. No podría reinar pues los que lo aúpan defienden su trono para interés propio. Ni siquiera parece vivo, de puro enflaquecimiento. Se rumoreó en su tiempo que fue un bastardo que parió la reina. Qué se podía esperar de una madre disoluta y un supuesto padre con derecho a tiranizar al pueblo. Dicen que le incitaba a prácticas insanas y lujuriosas. Nada peor que una mala hierba criando brotes. Traté de acariciarlo movida por el hedor, la miseria y la pena que lo rodea; se asustó muchísimo, alejándome con gritos inhumanos. Lejanos los abrazos de su aya, que mil veces lo meció más que su madre. Lo que recibe un niño pobre, él lo desconoce. Ahora acoge palos en nombre de la justicia social. Pobre niño rico. No merece la descortesía nominativa del animal; los hijos no son culpables de los pecados de sus padres. Quizás con los reyes es distinto, lo de la sangre azul y eso. Aunque yo he visto sangrar al prisionero y la tiene roja, lo que me ha confundido mucho; no me he atrevido a rebatir.
Cuando llegué por primera vez, el carcelero, verdugo por ocio, olvidado ya su oficio artesano, me revisó de arriba hasta abajo, desnudándome igual que los hombres acostumbrados a sopesar la jarra que van a ingerir, para atajar posibles trampas y robos. Se burló del paño que me cubre el escote, decidiendo tomarlo como trueque por darme paso. Peor podía haber sido. La palabra libertad contamina mientras libera. Así traspasé yo en aquellas piedras, colocadas de tal modo que ni puerta había, todo lo más, una oquedad. Una cárcel formada alrededor de un chiquillo lleno de mocos y lágrimas. Nadie tuviera piedad con él, muy al contrario, las palizas a su cuerpecillo eran una de las ocupaciones diarias, hasta que la fiebre y las pústulas lo rindieron en el duro suelo. Perdió toda diversión para los salvajes que gritaban desde cualquier acumulación que les diera altitud, izando proclamas y manifiestos. Ahora, los ciudadanos se creen dioses, con derecho a juzgar, decidir y castigar. La muerte impuesta es el lugar más frecuentado, una fiesta que rompe con lo antiguo y revive lo nuevo. También los que pierden la cabeza en la cesta tienen la sangre roja. 

¡Nos han mentido desde hace tanto tiempo!


Las últimas órdenes que me han llegado, han sido la de intentar que muera deprisa. Movida por un sentimiento de humanidad, pensé en varias opciones, aunque al imaginar a mis propios hijos sufriendo muertes anunciadas, decidí arriesgar. Todavía continúo sintiendo mi alma devota de algún dios o creyente en la bondad perpetua. Será que soy una analfabeta y maldita mujer, como escupe mi esposo, su madre y los hombres que me aprisionan contra la pared del callejón. La ciudad está demasiado enervada, salvaje y brutal.

Algunos quieren levantar a este pellejo joven, dicen que tienen un trono para él. No llegará a verlo ni ellos a sentarlo. Quisiera salvarlo de una muerte que le ronda el aire, consumiendo su existencia en la insensatez asesina de otros. He pensado en un plan para burlar su destino. Mi capa será el protagonista, tapando un muerto de su edad, nadie, ni siquiera el carcelero, empeñado en sobarme salvajemente en cada visita, recibiendo lo que ansía, notará después lo que sujeto con trapos a mi cuerpo. Los huesos no pesan, amoldándose a la calidez de mi vientre. Llevaré un corazón parado, de los que conservan en alcohol los alquimistas, saliendo con otro hermoso, pujante de vida. Huyendo del ronquido de bestia satisfecha, con cuidado me dirigiré al callejón dónde vivo. Mentiré y diré que es uno de los pequeños criados de Palacio, descubierto entre cadáveres que estaban a punto de enterrar. Pero que ha tenido suerte. Un ciudadano que representará la victoria de los hombres justos, equitativos y por fin, libres. 

No habrá objeciones, pues nada inflama más a las guerras que las causas comunes. Los que más crímenes realizan por las doctrinas, son enardecidos luchadores por las víctimas de sus causas. En ello me baso.
No puedo pensar en otra cosa.

Será mi contribución a la historia y a la libertad.


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
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