APOCALIPSIS (CON PELUCA)
Dolores entró por urgencias agarrándose la peluca. Sus dedos casi se
partían de la fuerza que ejercía su deteriorada mente sobre el pelo sintético,
de un color desvaído de tanto usar un champú de perro, más barato en el supermercado
que los publicitados en la TV.
La obsesión de encasquetarse la cápsula de hebras sobre su clarísimo
cráneo venía de una edad de Dolores indeterminada. Debió ser una niña con los
brazos levantados en la escuela, proponiendo a su flequillo directrices más
complejas que las desarrolladas en la pizarra por su profesora, la misma que se
cardaba su cabello natural, pero tintado por parecer más alta y estilosa. Le
prohibía esta profesora, en aras de un capricho vanidoso, que la niña Dolores
mantuviera el gorro de lana puesto en clase, así que la martirizaba bajo la
obligación de vigilar que no se le torciera su prótesis capilar.
Dolores no se fijó, por razones obvias en la pequeña enfermera que
sugirió liberarla de todas sus ropas y enseres, muchos más de los imaginados en
el primer momento del ingreso. Eran las tres de la mañana y el café de primera
hora del turno de noche, ya había sido digerido y acunado por el calor del
silencio, mediante pacientes con adecuada medicación. Aunque el montón
acumulado por el despoje de la enferma, acabó por barrer a todos los
sanitarios, logrando que ya no se hablara de nada más hasta las ocho de la
mañana, y más allá, en sus casas, en sus círculos, con sus gentes y consigo
mismos.
Dolores había entrado en sus vidas igual que un ente inaudito, tal era
su fealdad. La excusa de que estuviese calva, no valdría de atenuante y el
sentimiento de piedad o lástima quedó fuera de aquellas níveas paredes. Era la
protagonista con el mejor papel. Un coro de pijamas blanco la rodeó comiéndosela
con los ojos para vomitarla de inmediato. Dio la orden la enfermera jefe de
proceder a su desnudez, lo que provocó que alguno desertara y otras miraran con
más ímpetu y fijeza. De todo existe en este valle de fracaso al que expulsaron
a nuestros ancestros alguien llamado dios (se comenta).
El inventario fue el siguiente: Unas pestañas postizas, de buen
pegamento, tras dos tirones; un escapulario que a juzgar por lo tiñoso, debía
tener mil años; dos anillos enormes de color verde esmeralda, una dentadura
postiza con diente de oro incluida; dos paquetes de clínex entre la tela del
sujetador beige de los “sufriditos” y una peluca, claro.
Las cejas no se pudieron extraer, por lo que se esperó al aseo de la
mañana, obligatorio para ideólogos con estetoscopio, dirigentes políticos y
ejecutores del fregoteo humano; quizás salieran con agua y jabón. Aquello fue
un acontecimiento social a gran escala en el hospital, por otra parte, pequeño
en número de camas, escaso en quirófanos y nulo en investigación.
Dolores, la nuit, tuvo también un gran debut. Las pastillas necesarias
para hacerla dormir parecían no relajar sus falanges terminales, pues la
peluca, torcida sin remedio, no aflojaba su ubicación. Lo curioso de un peinado
torcido es que otorga un aspecto picassiano criminal o de demente abstracto a
su dueña. Dolores atravesó la noche siendo una obra de arte con la duda de los
espectadores sobre su condición humana, bajo los focos del cabecero; un cuadro
de exposición iluminado sin marco ni paspartú.
Leído el historial, las cábalas sobre su vida, alcanzaron la simetría
perfecta para deducir que había sido cosa de los pecados cometidos por sus
padres: un alcohólico quizás con rasgos autistas y una quizás epiléptica nacida
sin folículos pilosos. Las certezas se pierden si no se concretan y por mucho
que digan, un historial médico no es muy definido. Afirmación que sostengo pues
es un escrito altamente subjetivo, escrito por varios autores en momentos tan
distantes que llaman al error en su pretendida homogeneidad. Algo así como un
evangelio según San psiquiatra, que llegó tarde como siempre, bobalicón y
comulgando con ruedas de molino, un Todopoderoso neurólogo, que ejerció de
mandamás y se le cruzaron las dendritas, una Linda internista, que aconsejaba
mucho deporte y buenos alimentos; junto con su Reverendo dermatólogo que untaba
sin cesar al laboratorio que más y mejor regalos le obsequiaba.
Cuando llegó el Apocalipsis, Dolores no escuchara a sus familiares predecir
su futuro. Saltó la joven sobrina que ya que la tía no tenía hijos, pues ella
sería su heredera Universal. Alabó su vida y obras, que pocas eran, cinco mil
asistencias a la iglesia, la ocupación de varias generaciones de gallinas
ponedoras y tres limoneros necesitados, por lo visto, de buenas palizas en sus
troncos para enfrutarse. También, llevada por la emoción, su pelucón siniestro,
su bondad para con ella, que se reconocía su preferida y su mano para la
repostería de meriendas.
La sala de espera, dejó de esperar y se alzó en revolución; primos,
sobrinos, hermanos y vecinos, además de un novio de la sobrina, que le cogió de
paso, quién sabe a dónde. Todos comenzaron a dejar de posar sus traseros en los
incómodos bancos y a oscilar sus dedos índices para taladrar con ellos al
vecino.
(Existen herencias que merecemos y otras que la evolución natural
debería seleccionar con misericordia; aunque yo, mejor guardo mi opinión, no
vaya a ser que alguien con impresionables espinas se moleste…)
Debo decir como narrador, que al margen de que pareciera un demonio o
incubo de los suburbios de un infierno agonizante, la Dolores fea sostuvo su
hálito de vida más allá de lo que deseaban los que llegaron a los insultos en
la sala contigua. Circunstancia ésta para que el novio fuera distraídamente
hacia la enferma, constatando la deformidad posible de su futura progenie
(posible, también). Fue el chico volando hacia lo desconocido, más rápido que
el más veloz de cuántos animales rápidos y veloces poblaron la Tierra y el más
Allá.
Pensó la sobrina, al verse sin su maromo, que mejor, así tocaría a más.
Encima, sin ataduras, que menuda vidorra que me voy a dar, lo primero, cirugía “rinoplástica”
que me saque el pico de loro… ¡y después mil viajes en pareo!
El gerente, alertado por el vigilante responsable de la seguridad, tomó
la medida futura de adecuar una sala insonorizada y cerrada, para ocultar
aquellos desmadres que pudieran producirse. La fecha de la reubicación, que
coincidió con la muerte de la finada, quedó reflejada en el reciclado fichero
marrón patata de la oficina de Archivos.
Puntearé: sufriendo la estela que dejaba el ingreso y fallecimiento de
nuestra nunca Lola, impregnando paredes, techos, lámparas y personal, el
gerente era un impostor. Ella destapó sin querer las intenciones maliciosas del
doble agente, sí, un espía al estilo de novela negra, sueldazo a base de
cargarse el hospital, que buenas promesas adquiera de la empresa que le
prometió el oro y el moro, que en lenguaje coloquial se dice. Actuar de
tapadillo es un síntoma de la enfermedad que porta lo falso por bandera. Y la
agita con furia, con ánimo imbatible de degollar a los contrarios. Pues
Dolores, sí, la nuestra, murió, es un secreto entre ustedes y yo… exactamente
setenta y dos horas antes de que el otro dedo, me pregunto si no sería el gastado para las peinetas, de un dios que no sabe si lo es
o no, la señalara; gracias a la pócima mágica de un cóctel de sueros apropiados
al caso. Se ahorraron una pasta, no digo más.
Hay personas que despeinan circunstancias hibernadas que a todos, nos
ha congelado la vida. Dolores fue una de ellas.
Para ella, mi homenaje.
Comentarios
Un abrazo!