RASTREADORA DE TRENES...


RASTREADORA DE TRENES...
 
Apuro el paso, hasta escuchar el ruido del hoy, porque el mañana es un secreto apenas vislumbrado. Fui rastreadora de trenes. Capaz de adivinar su procedencia y destino con escuchar el retumbo que producían sus vaivenes. Pero me resultan extraños ahora, mientras se perfuman tiempos pasados y mis articulaciones se quejan a gritos. Sereno mi respiración y miro alrededor. Nadie me ha seguido esta vez. La estación ha menguado mucho, apreciación que me sobresalta, pues por acción impía del tiempo, soy consciente de que yo también he disminuido. Ni mi vista, ni el oído, ni otras sensoriales percepciones se conservaron en el ámbar de mi persona. Los trenes viejos también viven agonías; pocos llegan a tiempo en el horario de la eternidad presente. El conjunto de apeadero, raíles y estrechez, que a tanta gente le despierta un flanco romántico, fraterniza con la inquietud del objetivo que cumplir.

    El andén es lúgubre, poseído por luces y sombras, geriátrico paralelo a mis carencias. Hace tiempo que se desvencija, igual que el propósito con que fue construido.  Alcanzar ayer el final de los raíles con la vista, era una muestra de la impotencia que empequeñece hoy la visión de los cristales de mis gafas de lejos. Sus paredes de ladrillo fluctúan entre antiguas, gastadas y sucias. Análogo pegamento que diluye traicioneros adioses, huidas mentirosas y terminales besos, fallecidos por aviesas intenciones, que una paleta obrera recubriera el mundo que allí enflaquece con antiestético color hocico de perro. Un desolado humo aglutina a los viajeros, creando ópticas de misterio, escondido bajo una sempiterna trinchera. Cruzo las piernas con descarado gesto, vegetando en sobrevividos pasados.

Retomo recuerdos; se alborotan para mostrarse mientras se esconden.

Me he sentado en el banco de siempre, lugar atemporal que se desdibujará en mi memoria, agazapado hasta que, seguro de sorprender el presente, dará coronarios pellizcos para reclamar mi atención. Entre estas maderas, ahora pintadas y repintadas de diversos colores, hasta alcanzar el diseño actual, bajo capas añejas de intensos camuflajes, reposan dos nombres. Los nuestros. El de Fran y el mío.

Fran fue el horizonte de mis metamorfosis. Dieciséis líneas paisajísticas. Conocerlo fue trepar nubes o aprisionarme entre páginas ingenuas de los cuentos. Dentro de mi recién apartada infancia, subyacía la inexperiencia, verdugo de mis ilusiones. La vida me ha empujado tanto y tan lejos, que no sé dónde duerme el camino inicial. Algo se torció, no sé en qué momento. Hoy es el día en que me considero un hilván suelto de labor inacabada.
Era Fran entonces, poseedor de fama de chico conflictivo, o al menos lo parecía; su sólida figura, andar de perdonavidas o negrísimo cabello, acompañaba un taciturno semblante de hombre desengañado con el futuro. Trabajoso era para él adquirir un aspecto relajado y tranquilo. Tan ardua era la tarea que una sonrisa necesitaba de considerable azar ganador, para esquivar los músculos destinados a impedirlo. Creí en un dios griego esculpido en alabastro. Sus ojos formaban sendas rendijas bajo sus pestañas, lo que otorgaba carácter a la perfecta delineación de sus labios. Allí vivía yo, dónde comenzaba su pelo, donde alcanzaba la largura de sus pestañas, dónde naufragaba su costosa sonrisa. Pero era en su voz, fuerte, sólida y grave, dónde ansiaba mudarme sin equipaje, desposeída de mí.
Qué cercano parece todo y sin embargo, que lejano en mi cuerpo. Desde que venció la edad, recorro cada noche mi vientre, obviando la piel sobrante y la tersura que evoco si cierro los párpados. Qué triste saberme joven por dentro y que el espejo te despierte a una imagen con la que no te identificas. Podría ser mi cruel tatarabuela, mi fértil bisabuela, mi longeva abuela o mi prematura madre. Cualquiera de ellas, menos yo. Es peor que envejecer, contemplarme. Una agonía de materia orgánica que se desliza hacia el suelo queriendo descansar sobre él. No hay manera de convencerla de que se inmovilice.
En este banco, en el cual reposo la madeja rebelde de mis semblanzas, bajo capas epidérmicas en brochazos anárquicos, dos nombres habían sido escritos por la mano de Fran. Desconocía que tuviera el talento, el arranque y la sensibilidad para regalarme un guiño semejante, eso sí; con el filo cadavérico cortante de una navaja.
En nuestro punto de encuentro, tren procedente del norte, destino sur, inicia su entrada por la vía dos, rogamos a los Sres. viajeros no desciendan hasta que haya detenido totalmente su marcha, gracias. Atentos estábamos del jefe de la estación, que con su uniforme azul, agitaba su bandera para marcar la entrada y la salida del hermoso, a ojos de quién espera, transporte que yo aguardaba. Fran, desde la ventanilla más próxima a mi impaciencia, se fraguaba hacia delante, al calor del encuentro, con su rostro moreno casi pálido en el momento en que nuestros ojos se encontraban. Guardo todos y cada uno de los billetes amarillos que el revisor “picaba” en un ángulo perfecto que siempre me recordaba a las huellas de pequeños pájaros.
De ellos, estaba mi cabeza llena. Dieciséis. Y alma sin sobar, corazón todavía vivo, tropel para apurar varias vidas. Desconozco la clase de animal que habitaba aquella esfinge que me acompañaba sin mirarme apenas. Podíamos pasar horas sin conversar, yo dibujando en mi mente su contorno perfileño, el abultamiento justo de sus labios, aquellos en los que yo me colgaba para besarlo con la mirada, diez, cien, mil veces infinitas.
He venido para recordar, pues temo haber olvidado lo que realmente ocurrió, amparándome en el relleno de alguna laguna mental, que mi médico se empeña en llamar “paréntesis de la edad” y mi hijo, “las cosas de mi madre” sin donar misericordia a la frase que imparable escupe su boca, “ya chochea”. Continúa siendo un proyecto de hombre que se malogró, ejerciendo la necesidad de pisar a su progenitora para sentirse adulto y poderoso. Ninguneos que son cobardes brillanteces. Desconoce que hace tiempo que yo no le presto atención. Ha trasmutado la maternidad hacia el niño que fue y que por desgracia, jamás volverá. Desde que me diagnosticaron la enfermedad de “adquisición de olvidos”, eufemismo que trato de no entender, y que a veces incluso alcanzo, he sentido la necesidad de venir a la estación de mi juventud. Necesito recordar lo que sucedió, para poder olvidarlo para siempre.

Nos encontramos cien, doscientas, cuatrocientas veces. Paseos al comienzo sin tocamientos indecorosos, pero tan latentes que nos traspasaban el iris cada vez que coincidían las miradas y la respiración se entrecortaba. Rendirse a otras manos tenía toda la redención de una enajenación mental. Temíamos morir de un mal latido galopante que se desbocara sin indulto al retorno.
Ahora, observo cómo frena el tren venido del sur, gente que desciende con monstruosos bultos, suplementos anatómicos en forma de bolsos infectados de inutilidades, con cejas fruncidas o desabrochadas. Un laberinto interior ocupa, guía hilvanada en invisibilidades, mi agotado cerebro. Fue aquella vez, cuando, tras escapar de los barrotes caseros, apareció mi padre, ramificado en un manojo de nervios. La firmeza neurasténica de éste hombre nunca le llevó a mal destino, ahora lo entiendo. No fue capaz de soltarme algo inteligible. Adiviné que saliera de su oficina a propósito, alertado por mi madre, en su posición de espía anti alcahueta. Tartamudo mi progenitor por un día, fuera de su territorio de poderío, creí entenderle que traía algo para Fran. Dada su oposición radical a que nos viéramos, paliza mediante y déspota mandato, obligué sumisión a la desconfianza. Dejé que hablase sin moverme, con cara de nada, cruzada de piernas, con medias recién estrenadas y sin una carrera que pudiera estropear algún minuto de observación furtiva. Comencé a escucharlo cuando su voz se convirtió en lacerantes agujas.
Decía que yo, mujercita que no había tocado aún nadie (el tono preñado de “nadie” era en infamantes mayúsculas) podía conseguir un mejor partido. Tal vez, pienso yo ahora, era el llamado “buen partido” el que lograría mala compra. Seguía, convenciendo a alguien que no vestía unas transparentes medias sin roturas, pero con esperanzas, que sería bueno que la dote fuera menor, siempre bajo contrato ante el altar, abaratando la mercancía, por el bien de mis hermanos menores. Antes de entregar gratis lo que él podría negociar, antes de convertirme sin remedio en una “de ésas” mujeres perdidas. Sería una inversión a plazo medio, pues me veía en edad y disposición. Lo dijo de esta manera. Disposición. Seguía su hija sin acertar con el plan de tal alimaña, cuando sacó con nervioso gesto, un talonario del bolsillo.

Oída la oferta del día: una virginidad en subasta.

Quedé tan aturdida como estoy ahora mismo, decidida a revivirlo. Lo disuadí de que no era necesario derrochar su dinero: alejaría al indeseable aspirante de mi lado, bajo promesa sin chantaje y todos contentos. Vendría alguna oferta mejor, alegrando mi y su nivel de exigencia, que se encumbrara tras la relación con el “muerto de hambre ése”. Hay que darse a valer, me dijera mi madre. Repetí lo que tantas veces escuchara en las sobremesas, sobrecenas e intermedios noticieros. Darme a valer. Supongo que no me creyó, pero su cobardía y sus ganas de escapar de un enfrentamiento en el que tendría bonos sobrantes para perder, le hicieron aceptar la solución propuesta. Se fue. Ante mi vista, su espalda, imagen de buitre carroñero que se alejaba con un trozo de carne en el pico. Se alejó como padre, dejando impronta de proxeneta. Desapasionado, pero ambicioso.
Tras unos minutos, apareció Fran ante mí, más callado y ausente que nunca. Esa tarde recorrimos silenciosos escalones hacia ninguna parte, con la torturante conmoción del tiempo perdido, cada uno en un extremo del universo en el que mal orbitaban desconcertados pensamientos.
Aquí se disipan las certezas. Llega un tren y mientras suceden abrazos, lágrimas y sonrisas entre la multitud, reparo en una faz conocida, mas no sé identificarla. Asaltando con angustia. las ruinas del escaso sentido que huye a cada segundo, vuelvo a revivir la fría despedida, de un hombre que, sobre la movible superficie metálica, a punto de cerrarse las compuertas, es preguntado por una chiquilla: ¿Me quieres? El universo sentimental sintetizado en una frase de dos palabras, el destino, la súplica ingenua. “No”, responde.
Mientras aquel rostro conocido, me iza suavemente, puro teatral, con caballerosidad de hijo solícito, pero con la rabia clavada en sus manos, disimulada en el escenario, se revuelca la tristeza ciñendo mis desmemorias blanquecinas. Vayamos a casa, mamá. Me lo repite varias veces, con agitación sumada y caridad restada. ¡Volvemos a casa, mamá! ¡No entiendo a qué has venido aquí…! Me revuelvo con todo el nervio que inspiro en el aire, soltándome de sus manos, deshaciendo su mirada. Lo encaro: no es mi hijo, su rostro transmutado, ¡es mi padre, el miserable vendedor! Contesta, digo: Le pagaste para que se fuera ¿verdad? Cogió el dinero que le ofrecías…
“Si”, dice. Tampoco tiene simpleza la afirmación que me despoja la facultad de seguir viva. Si, mamá. El hombre que dices fue mi padre, aceptó el dinero. ¡Nunca volviste a verlo, vieja chiflada! ¡Basta ya de tonterías!
Y el universo de mi memoria, se desdibuja para siempre. Se decolora y se quiebra, ahíto de lloviznantes sequías. Bienvenido sea mi mal,  antídoto que robe mi dolor. Estoy preparada para olvidar. Me dejo conducir, avejentada y rota hacia el hondo morir de las posibilidades.

 

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Pues insisto, muy buenas narraciones, y también buenas ideas.

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