DESPRECIABLE

 
 
DESPRECIABLE
Eres una mujer despreciable.

Se teje el silencio, se detiene el aire; ninguna de ellas piensa en terminar la conversación. No es masoquismo ni placer, tampoco venganza, solo necesidad.

Eres un deshecho humano....

Dejan de respirar a la vez, alarmados los pulmones se colapsan y piden ayuda al cerebro. El centro de operaciones se lava de culpabilidades, derivándolas hacia el corazón.
Los oídos que escuchan transmiten el sonido con mucho cuidado, no precisan daños internos ni por el tono de la frase, ni por los vacíos que están tan llenos.
Toma volumen su pecho y pregunta (qué osadía, qué fantástica manera de regenerarse):

Y tú eres… ella.

Exacto. Tú lo has dicho, soy la otra, aunque para mí, tú eres ésa. Ironías de la vida.

Respiran, una bajo el delantal blanco y la contraria aferrando su piel a una blusa roja. Miran al mismo tiempo hacia abajo, lenguaje gestual y primitivo que adoptan los momentos de torpeza.
Se altera la recién llegada, tras llamar a la puerta con tanta determinación, poder que atestigua en forma de alianza no religiosa. Contempla sus zapatos también rojos, ayudando a sostener en quietud ficticia las rodillas que de repente, se han puesto a temblar.
La otra, delantal con volante, se refugia en el quicio vertical de la puerta. Tal vez también mira hacia sus pies, calzados con sencillas bailarinas. El color no es apreciable, quizás mimético.
Las vemos quietas, aparentemente, pero el agua interior hierve y su temperatura promete no menguar en el próximo futuro. Se presiente el mareo, la caída, el desmayo. El tiempo de los porqués no estaba en la agenda de esta mañana, que la niebla almacena con desgajado reflejo.
Si el pensamiento de abandonar el marco de la puerta¸ nació en algún momento en la bella y esbelta dueña legítima de la casa abordada, consistió en la fugacidad con que viajan las ideas peligrosas que las mentes prudentes desechan, sin plantearlas con seriedad. La visitante, llena de pinceladas rojas, labios, zapatos, blusa, el resto de su vestuario negro; lo mantiene un poco más, adecuado a la conveniencia de no hacer almohada en las ventanas del resto de mujeres.
Nadie gusta de ser cotilleada, sino de hacerlo, colocar los pechos bien asentados sobre un alféizar guateado, para que las horas y las lenguas paseen con la misma rapidez.

Es aquí cuando la el hilo de la hembra logra su conexión. El delantal resplandeciente se aparta del hueco arquitectónico y su mirada se fija en los pies de la recién llegada, adivinando el color que barniza sus uñas. Adelanta su cuerpo negro y rojo la mujer, no cualquiera, la otra.
El zaguán tiene estilo. No de prefabricación en cadena, tampoco usa el diseño torpe con metal y espejo, sino madera y lana. Calidez que dilata la pupila y contornea la palabra “acogedora” igual que si fuera un verbo digno de conjugar. No sabemos si las letras de hogar, duelen. Si lo hacen, conocemos a su víctima, que pisa con cuidado la moqueta, también cuidada. Se cierra la puerta despacio.
Expectación en las ventanas, las terrazas y patios de tendal. Están dentro. Solas. Llenas de rabia o de miedo, valentía o cobardía. Solas cada una y alrededor.

Desconozco el motivo que le trae a mi casa. O debería de ofrecerle un café y asiento, usted que haría en mi lugar…

Me tratas con ofensiva distancia.

Cierto. Estoy haciendo grandes esfuerzos por no perder las buenas formas y la educación.

Crees que eres mejor que yo.

También cierto. Yo puedo mostrarme con la cabeza alta y tú… tú…

Ya entiendo.

Saca un cigarrillo de su bolso, que no hemos visto hasta ahora, uno pequeño, desgastado por las esquinas. No diré su color. Le ofrece uno a la mujer que se ha sentado rígida en el sofá tapizado de verde, que duda un segundo. No, responde su razón.

Bien, quiero hablar contigo sobre él. Creo que ya es necesario.

La mirada es dolorida y azul. Que todo lo tiene la legítima para serlo, en la selección natural. Cristalinos sus ojos, a los que asoma el tul de alianza, el bordado del visillo, la calentura del revés de las zapatillas, la bufanda de cachemir rosa colgada en la entrada.

No veo la necesidad de hablar de él.

Frunce los labios con mohín encantador, casi puchero infantil.

Pues lo vamos a hacer. Para eso he venido.

Se resigna y su rigidez cede un poco. Solamente un toque apenas imperceptible. Pero lo notamos.
Cruza las piernas la otra, dispuesta a decir lo que acarreaba, junto con el bolso usado y el perfume que exhala.

Bien. Verás: tenemos un factor común. Un hombre que compartimos. Eso ya lo sabes, no es algo que te caiga de sorpresa. Seguro que no he sido la única.

Algo que parece una herida recién abierta, sangra en el fondo de una de las almas. Quizás de las dos, una supurante y otra contenida. Dolorosas ambas.

No lo has sido, lo sigues siendo. Hueles igual que él cuándo vuelve a casa. Ese… olor que desprecio hasta el límite.

La rabia hace su aparición entre las cejas perfectas en su rostro perfecto. Cubre de manchas invisibles sus mejillas. Deja de ser una máscara bien maquillada para mutar en una mueca cercana a alguna locura.

Conoces mi perfume.

Sé mucho más de ti de lo que sospechas.

Bien. Ahora te ruego que te serenes. Si decides fumar, pese a haberlo dejado hace un año, te ofrezco mi tabaco. Ten.

No quiero nada que provenga de ti.

El humo unipersonal difumina por un momento la imagen. El salón de techo alto, con sofás verdes, con tapete y rosas de adorno, colorea de sepia todo rastro de modernidad. Pueden ser figuras estáticas, dibujo de hadas, de tiempos remotos, de cuentos sin contar, de teatro de preguerra. Son lo que siempre se ha producido entre mujeres que comparten algo más que una respiración entre sus noches.

Me mostraré lo más civilizada que puedo ante ti, aunque, permite que dude, puede ser que no conozcas la palabra “educación”.

Un silencio se bate en retirada, hacia la trinchera alambrada que presagia tormenta. Con el espesor de un cabello, aparece un viento apaciguado.

No responderé a tu provocación. He venido para hablar, no para verte perder los estribos, ni por supuesto perderlos.

Espera, necesito unos minutos para digerirte aquí. Mi propia casa. Me perdonas y aceptas un café. Sé que te gusta.

Un consentimiento con un atisbo de, sonrisa o algo parecido. Burda imitación con tinte amargo, piensa la bella mientras camina hacia la cocina, azul y blanco, con botes de mermelada ocupando toda la superficie útil de la mesa de comedor, a juego con el mantel, la manopla de horno, el saco para el pan. Desvelado queda el origen de su delantal, junto con el iris. Sus pasos han sucedido tan quedos, como las muñecas andarinas a cuerda, con la elegancia de ser mortificada en el pasado, con el peso de un libro sobre lo alto de su cabeza. Pese a que hoy, en el camino entre salón y cocina, sus hombros se han encorvado ligeramente, nada perceptible hasta que su dignidad, apuntalando la obra de tanto esfuerzo, la envara de nuevo. Barbilla alta, espalda recta, que no decaiga el ánimo, sé fuerte, soporta, camina, que no reluzca la conmoción que te hace temblar la mano que sustenta la cafetera, coloca las tazas, recoloca dos cucharitas, dos azucarillos con envoltorio azul, prepara la bandeja y otorga un nuevo significado a la loza que porta con paso firme, barbilla alta, espalda recta, un tú y yo. Que hace tiempo que son tú, yo y ella.
Toma asiento, tras colocar la trinchera frente a la rival. Porque lo es.

Espero que no se te atragante. Desconozco los primeros auxilios que se prestan a las amantes.

Huele muy bien. Tendré cuidado, no te preocupes.

Si él estuviera contemplando la escena, nos preguntamos qué pensaría. Aquí sonreiría un poco, con ego de macho inflado. En un futuro sería interesante rebobinar su reacción ante sus mujeres, bueno, se continúa…

Habla.

He venido para tranquilizarte. Para que tú no sufras más de lo necesario, porque nada es lo que parece si tu mente acomete premisas falsas. Claro, no sabes por dónde voy. Me explicaré mejor. Tú crees que él me quiere. Temes que te abandone un día, por seguirme adónde vaya, que decida dormir cada noche en mi cama, que desee alimentarse con mi nevera, prepare los fines de semana a mi lado, me agarre de la mano cuando un mal día nubla su ánimo. Tienes miedo de estar fuera de su armario, que no te permita plancharle las camisas, registrar sus bolsillos en busca de algo que no deseas encontrar jamás, que desaparezca de tu vida igual que llegó. No te crees una vida sin esperarle cada tarde, lo orbitas y te haces dependiente de su voz, de cada deseo, orden o desorden.

Resta respirar. Cuesta respirar. Se vacía el oxígeno de la habitación.

Te olvidaste de que conozco cada detalle vivencial que te sitúa a su lado. A nuestro lado, entiendes, porque tú y él sois un “nada”, mientras que él y yo, constituimos un “nosotros”.
No te tapes la cara, no necesitas agazaparte tras tu anillo, que relampaguea y no hiere mi vista, lo digo por si tu intención quiere ser ésa… Déjate de dramas, como dice él. Tengo bien claro cuál es mi lugar en esta historia, pero he venido a tu casa, para ponerte en claro cuál es la tuya.

Qué dices, qué es lo que quieres, que buscas con toda esta pantomima. Me harta escucharte.

Unas piernas se cruzan, protección. Se descruzan ¿aceptación?, no, transición hacia un nuevo cruce.

Atiende. Tú no te das cuenta: soy tu mejor amiga.

Cállate. Eres patética. No entiendo por qué estás aquí. Por amargarme, sin duda.

Espera. Recuerdas la última vez que estuvo enfermo, insistió que fueras a visitar a tu familia, pues sabía que llevabas años sin viajar para ver a los tuyos, asegurándote que todo iría bien. Y así sucedió. Ahí intervino mi mano. Me interesaba por ti. Accioné sus resortes. Tú volviste tan feliz. Ni preguntaste quién le había tomado la fiebre, puesto el despertador, acompañando sus mareos, aireado la habitación. Encontraste un hombre sereno, repuesto, digno entre medicinas y sábanas con naturaleza de sol. Su mal humor, su miedo delirante, el sudor que tapizó su piel, estuvieron entre los dos. No tú, ni contigo. Nosotros, él y yo. También te recuerdo que he ayudado a suavizar los baches que habéis tenido; comenzaste a tomar la píldora y tu deseo sexual desapareció; acaso creías en serio que él se conformaría. Pobre, claro que no. Estuve a su lado como desahogo, al igual que en la enfermedad de tu padre, en tu depresión de los treinta, del post-parto, de los cuarenta, en la de sus cincuenta. Sosteniendo el estrés que colocaba un grito en su boca, las escapadas para beber lejos de ti y de tu correaje no consciente. Cuenta conmigo, entiendes, él cuenta conmigo.

La saliva se almacena en la boca y ahoga. Acaso son lágrimas de ira.

No te atrevas a decir eso. Al revés. Mientras apagaba las luces de la habitación, surgías en la oscuridad ante su deseo, ocupabas mi lugar bajo su cuerpo. Descubrí tu pelo a través de sus manos; me lo estiraba y se lamentaba de su color. Opté por cambiarlo así, a tu manera. Eligió ropa realmente frívola para vestirme, empeñado en cambiar a su esposa por un sucedáneo de amante. Me luce en las reuniones, en los viajes, en los domingos lluviosos, en el momento amargo de decepcionarse ante sí mismo. Entonces me mira sin hacerlo, transparente me vuelve, insensible a mis requerimientos. Sé que estás tú más allá de sus ojos. Pero es en mí en quién duerme. En quién se apuntala. Me pertenece y le pertenezco. Soy sus manos cuando quiere usarlas con precisión. No te deja el trabajo de limpiar su mesa confiando en que nada se mueva. Sé quién es. Sus defectos. El posado ante tu poco tiempo y objetivo, no consigue desnudarlo. Jamás serás más que otra mujer, otra amante cualquiera. Yo lo asumo. Pero ahí está la negación y la diferencia: necesita de mi base para sostener tu ficción, nunca procurará lo contraria. Cuenta conmigo, sabes, él cuenta conmigo.

Qué ingenua es la mente. Lo crees de verdad.

Lo creo.

Impaciencia entre el juego de tazas. El azucarero cae sin que ninguna de ellas lo roce. Se desparrama sin que nada mude alrededor. Será la tensión.

Pero he venido para tranquilizarte, ¿sabes? Decirte que no me interesa él. Te sorprende. La explicación es sencilla, no lo quiero para mí. No todo el tiempo. Cero exclusividad y nula permanencia. Lo dejo libre, y que vuelva cuando lo desee. No como tú, que desconoces los términos del respeto hacia la libertad personal; tapete y ajuar; casa y mantel; postre los domingos, ¡él necesita más! Es un hombre que ocuparía todo el aire que contiene una fortaleza. No puedes ni debes domesticarlo. ¡Es vital y eterno! Sería otro, mucho mejor, más feliz, más él. Lo asfixias con horarios, con volantes, con niñerías. Bastante soporta renunciando a sus gustos por no molestar los tuyos. Necesita aventura, librarse del bozal que le colocas cada mañana a la vez que se afeita. Permite que se vaya de ti, que escuche otros sonidos incorrectos, que yerre, que se sorprenda, que se asuste, que pierda a todos los juegos para que dirija su vida. Debería sentir el cuero del correaje, calculando el fustigamiento preciso. Su autoestima está bajo tus suelas. Algún día estallará. Y no seré yo la que pueda salvarlo. Tampoco tú. ¡Ni te das cuenta! Embutida en modos normales de seres anormales; planteamientos de lo que llamamos amor y que… ¡desfigura cadenas llenas de egoísmo…!

Eres despreciable. Quieres ponerme a tu nivel de bajeza moral.

¡Empiezas a comprender, Cristina!
Ya… Necesito un cigarro, Elena…
 

Comentarios

Netbookk ha dicho que…
Me ha encantado. El tiempo, las frases, la situación...
Me gusta.
Netbookk ha dicho que…
Me ha encantado el relato. Los personajes, los tiempos, el planteamiento de la situación...

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