SOMOS UNO


SOMOS UNO…

_ ¡No!
_ Pero… que dice usted… espere… ¡piénselo…!
_ ¡No! ¡No lo haré y no me pueden obligar!
_ ¡Pero qué dice! Comprendo… eh… está alterada por la noticia. Descanse un momento, llame a alguien de su familia… unos minutos más y usted se encontrará mejor. ¡Entienda, mujer! No tiene que decidirlo AHORA MISMO. Puede venir otro día y, con más calma, verá las cosas de distinta forma…
_ ¡He dicho que no! No quiero hablarlo con nadie. Esto no le importa a nadie, salvo ¡A MÍ! ¿Entiende? ¿Me explico con claridad?
_ Tal vez la noticia le ha trastornado… mire, siéntese aquí, le traeré un vaso de agua para que sus nervios se atemperen.
_ Ah, ya… ¿para qué, exactamente? ¿Para solicitar una prueba de urgencia y dictaminar si pueden achacar mi loca negativa a una ofuscación por diagnóstico? ¡Tonterías! Vale, vale… ESTOY CALMADA… Comienzo de nuevo, porque usted SI QUE NECESITA UN VASO DE AGUA. No seguiré sus indicaciones, doctor… sería un crimen, ¡UN ASESINATO!

 
Desde luego, siempre había escuchado que era posible. Pero altamente improbable, incluso en la zona más romántica de los sentidos, se pudiera afirmar a otra persona: “me paseo por tu mente”
Admitía que en la inflamación gozosa por la acción de las endorfinas, llegar a tales niveles de sugestión tendría su gracia. Un tributo bello a tal sublime acto de sumergirse en alguien para encontrar cobijo y el imperioso consuelo que toda persona necesita. Pero una cosa es aceptarlo, disfrutando o soñándolo  como algo inconcreto, etéreo, ajeno, absurdo… y otra, sufrirlo con repentino inicio, sin conocer su fin. En ésas, yo. Una voz que era nueva me asaltó una madrugada y ya no se marchó más. Asustada, también. Mucho.

Óscar siempre me había dicho que se paseaba por mi mente, bueno, miento, seguro que fui yo misma quién se lo dije la primera vez y él se apoderó de esta idea. Roberto susurró con claridad que sabía lo que pensaba en cada momento, tal era mi transparencia. Lidia fue más allá y aseguró que mis gestos faciales eran, junto con las manos, el mejor indicativo de lo que movía mis engranajes vitales. Claro que nunca les creí, a ninguno de ellos, por pueril recurso de autoestima. Es más, los alejé uno a uno mediante excusas, a cada una más dispar, de la aproximación peligrosa y analítica con la que me podrían juzgar en el futuro, sin obviar el presente.

Teniendo controlado los azotes dialécticos que pudieran surgir, recuerdo que aquella noche no había conseguido dormir. Decía mi madre que el insomnio era un signo de intranquilidad espiritual, repetía con aire funesto; no tienes la conciencia tranquila. De mayor, siempre me aterrorizó pensar que me asesinarían por algún pecado cometido. He esperado la llegada de ése tipo de muerte. Mi madre tenía esos detalles, aunque suscitaba dudas que lo repitiera desde mis tres años. Tal vez me otorgaba una conciencia imperfecta, prematura y pecadora, indigna de lo que ella deseaba ver en su hija. Tal vez no se equivocó. Las madres lo saben todo.

El invierno había llegado mal y a destiempo. En pleno agosto, las granizadas sucedían anunciadas, con repentina publicidad. Un garabato de un caprichoso dios. Sin embargo, la voz que me hablaba, cálida y sensual (¡¿por qué?!) conseguía incrementar mi temperatura celular más allá de los cuatrocientos grados, provocando una hinchazón incómoda en el labio inferior hasta sucumbir asfixiados fríamente bajo el maquillaje del día siguiente. Dicen, lo leí en alguna parte, que el sonido se transmite a través de los huesos del propio esqueleto, por eso nuestra voz aparece distorsionada y totalmente diferente a la que consiguen oír los demás. Nuestra voz no es real, por eso no soportamos oírnos en las grabaciones, negando lo innegable y proponiendo toda clase de trucos para convencernos que la “buena” es la que nos gusta.
 El caso es que así estaba yo, llena de aberturas palpebrales, luchando entre balidos de ovejas inexistentes y un acufeno torturador desde que mi madre falleció, hace ahora diez años, en los que alteré su recuerdo, fabulando en ser su adulta preferida y no el fracaso ante sus maternales expectativas. Mejor no pensar.
Fue entonces, cuando apagué la voz de mis pensamientos, escuché algo. Si hubiese contado con los músculos involutivos de nuestros antepasados, hechos para morir y matar mediante la caza del alimento, las orejas se apuntarían, dirigiéndose hacia algún lugar sin hallar el origen de lo surgido. Qué duro es vivir a veces, mirar hacia otro sitio para disimular, aunque sea mal.
Era una voz que provenía de dentro, pues los radiadores, aquellos que apenas funcionaban, chirriando al accionar la caldera, estaban cerrados; el casero tiene manías; yo, carácter friolero, poco dinero y dos mantas de lana. También descarté el ruido que produce mi gato cuando busca refugio en cualquiera de las bolsas de alegre papel, pretendiendo ser una decoración y siendo en realidad el reflejo de una malísima gestión doméstica, en mi habitación. Una manía inconfesable. Tampoco provenía de la buhardilla, gato mediante, no habitaban ratones, sobre cuyo suelo mal llaneado agonizaban recuerdos almacenados por orden alfabético. Comenzaban por la letra inicial de mi nombre y morían con la última de “incapaz”. No, aquello era algo del interior, alguna cosa que se había estropeado dentro del cuadro de mandos de mi cuerpo. Cerré los ojos espantada: sonaba grave, ronca y masculinamente inaceptable. Aturdida, cesé de respirar. Sería aconsejable un exorcismo, era posible que un demonio me hubiera poseído. El insomnio no ayuda en estos casos. Me pregunté si se trataría de un incubo y cerca estuve de la sonrisa. Pero bueno, ¿Para qué? No tengo nada especial que llame tanto la atención en los infiernos, eso seguro. No pienso ir a ninguna parte. Para que me revienten las tripas y murmuren letanías, aparezcan bajo mis ojos bolsas llenas de color violáceo. Ya. Ni hablar. Jamás quise ser actriz de películas de terror, no me van, simplemente, al igual que tampoco las ñoñas pasteladas románticas. Eso no lo quiero para mí.

Me contemplé al espejo, todo parece tan normal… Al volver al retomar y expirar, había tomado una determinación obvia: escucharía todo cuanto me dijeran desde la procedencia de mis huesos temporales. Si el cuerpo es sabio, cualquier manifestación, por extraña que sea, es digna de ser atendida.
Ir con el hábito de chalada era confortable, sabía que me sentaba bien. No levanta suspicacias, te aísla y te protege. Total, que importa.

Así me acostumbré al flujo extraño de resonancia, a sus llegadas, con exclamaciones que asustaban mis rutinas diarias, a sus idas sin despedirse, en medio de nada en especial. Iba y venía igual que una veleta que se fuerza al límite para alcanzar el viento correcto.  No era fortuito el movimiento. Sabía muy bien lo que deseaba que escuchara. Probé a contestarle sin emitir sonido alguno. Una comodidad añadida a mi parquedad para emitir sonidos, pues no entendía antes, ni ahora, porqué soy tan mala oradora. Será por falta de práctica, de uso; la lengua se me traba con facilidad, el tartamudeo surge sin querer y sin poder evitarlo. Ya no me sonrojo con tonterías, ventajas de la madurez, claro.

A partir de ahí fuimos dos seres distintos que se comunicaban. Un yo dos veces, pero distinto. Ya lo sé; estaba de psiquiátrico.

Queda  palpable que no pensé en ningún momento pedir ayuda. Ni profesional ni amigable, nada de eso. Porque pensándolo bien, sí, es cierto que tenía alucinaciones auditivas, pero no eran en absoluto injuriosas ni dañinas conmigo. No me juzgaba, no criticaba, al contrario, era amabilidad y sedante emocional a mis fobias. Un brebaje sanador y tranquilo, cada palabra.

Total, podía verlo de esta forma: ¿cuántas veces al iniciar una relación con alguien, dejaba mis gustos, apetencias, recursos y defensas, apartados de lado, con el pleno consentimiento de mi voluntad, para adaptarme al otro? Y ¿en cuántas ocasiones más, estaba detectando las pequeñas virtudes y los defectos insufribles de quién estaba a mi lado, roncando hasta que las lámparas luchaban por suicidarse precipitándose al vacío? No por eso se abandona el hilo de pre-enamoramiento que ha surgido, o que se proyecta reafirmar. ¿Entonces? ¿Qué diferencia a dejarme invadir con blandura a ése ser que me albergaba?

Así, vencidos casi mis terrores iniciales, pues cada despertar era preguntarme si continuaba con aquella manifestación extraña de locura, su compañía llenó momentos de soledad que a una mujer como yo, preparada para vegetar en el desierto de relaciones personales, presta a sufrir un ataque de sensiblería ante un bebé en la calle o un arrebato de furia ante un beso con lengua de dos adolescentes cualquier parque, conocía demasiado a fondo. La vida se volvió amena, una transformación necesaria  que no dudaba que fuera una respuesta biológica. Fue muy entretenido conocer chismorreos del barrio mientras hacía la compra, toparme con las vecinas mientras ésa voz, nunca otra, susurraba maledicencias perversas en cuanto a gustos desviados y vergonzantes ocupando vidas que se presumían intachables, dignas de encumbrar a los ejemplos de la educación y moral más exquisitos.

Todo es pura fachada; vertía mi confidente, todos mienten. Reía con un maravilloso deje de ironía. A modo de ejemplo, me explicaba las bolas de grasa y deshechos que sostenían las tarimas flotantes y pulidas sobre las que andaba la mayoría de la gente. Y desgranaba que, Bea y Antonio, los desaparecidos hijos casados con otros y respetables padres de niños no comunes, procedentes de las cunas de los García y Posada, aparecieran troceados en plena vorágine de ADN, en el cuarto de la caldera que estallara hace tres años. Él, hombre de recados y fotocopiadora, de sobres y de timbres; ella, envarada dentro de un traje chaqueta con hombreras en su sitio, con pespuntes en el forro brillante, secretaria y administradora con rictus de cartón piedra. Nadie lo hubiera imaginado de dos seres que solamente podrían haber coincidido en el medio metro alrededor de la máquina de café. Tal vez ella se quemó, al derramar el líquido recién preparado, y él le ofreció una mueca de sentimiento que ella ansiaba ver. Tal vez fue una ilusión para ambos, que no correspondió a la realidad, pero no juzgar lo posible, lo hizo real. Decían los forenses encargados del caso que bajo sus uñas estaban los restos del otro, cabellos rasteados en jirones, miembros indistintamente revueltos, sangres con hemoglobinas amorosamente compartidas. Está claro que estuvieron liados. Debieron amarse con gran entusiasmo, para hacer estallar la presión de unos artilugios que llevaban funcionando sin chistar más de cincuenta años, ajenos a las chanzas entre hombres y mujeres, acosos y rendiciones, me dijo, riéndose sin percatarse, creo, que yo debería tener de sostener mi carcajada en la mudez, pues estaba en la biblioteca.

Me incomodaba hasta lo indecible su falta de discreción, que tomé por egoísmo y una total falta de respeto. Luego me di cuenta de que había muchas tiranteces sociales que él desconocía. Pero mi cara sonreía con la frecuencia que necesitaban mis abdominales desde hacía mucho tiempo atrás, una época que fue agonizando sin querer, asesinada con resultado de muerte, con ése propósito. Era fácil sonreírse; todo era simple, sin amarguras, sin contradicciones. un camino sin piedras irregulares. Igual sucedía cuándo me avisaba que tal persona iba al baño por aliviar alguna necesidad que le dejaría ciego sin posibilidad de operación láser alguna. Quién hubiera sospechado de aquella persona tan bien vestida, tan seria, tan parca en su café con leche (corto de café, con leche desnatada y sacarina, ah, con vaso de agua fría, por favor) saliera atusándose el pelo tras haber practicado el onanismo de rigor. Desconocía la faceta de la frase “hacerlo fuera de casa”. La cuestión fue que reír por el día y mantenerme en vela hasta que se acallaba, lo mismo que tener una radio estropeada y esperar que agote la batería para ser sustituida por el silencio, regularizó mis ritmos circadianos.

Se terminó la medicación para dormir y olvidar, mediante pesadillas espantosas en medio de la noche. No adquirí más. Asesinada la necesidad, muere necesariamente el remedio.
A través de una visión peculiar y brillante, descubrí un infinito nuevo. Las tiendas, los edificios, los coches compartidos, los trabajos no eran tales, sino aglomeraciones de seres que sufrían, amaban, dañándose unos a los otros, gratuitamente,  sin deudas emocionales que deshacen el corazón y el alma hasta un grisáceo núcleo; viviendo sucesos hipocondriacos y cayendo en errores más y más profundos. Luego, las pasiones les superaban y se descubrían lo que somos en realidad: pobres pedazos buscando consuelo.

Tuve nuevas, también, de “La Paca”; mujer de corsé apretado, semiviejo como el mundo, que sintió renovarse sus tripas al conocer a Lucía. La Paca era una mujer de dureza tal que la distancia terrestre a la lunar, no bastaría para someterla a un mortal. Resultaba barriobajera y macarra, al igual que las decenas de mujeres de mala vida que pululaban por la ciudad. Fuera de mi barrio, yo no conocía semejantes especímenes, pero haberlos, los hay. No había supervivencia posible dentro de un amasijo de ladrillos desgastados en mala calidad, sintonía plena con sujetadores pasados de moda y mil estrujamientos en lavadora. Un entorno deprimente rodeaba a la Paca. Tenía la claraboya de las ideas seriamente afectada, quizás por la voluntad de aquél, su primer chulo. O sus primeros, porque así de cantidad fueron. Por eso, urdía cada jornada la manera de someter a la mujer de vestido floreado que caminaba ligera sobre unos zapatos hechos para presumir. Que no para andar, rumiaba la desdentada mientras miraba hacia sus propios zapatos, puntera de leopardo viejo y juanetes encallecidos. Las patas de los animales son observadas con atención por los posibles compradores, también por los depredadores sexuales. De las diferencias son las balanzas. Ellos hablan de si las mujeres se agachan por obligación o por comodidad en la rapidez de la transacción de fluidos.  Cuentan si están decididas a sacrificar largas caminatas por el asfalto o si quedarán esperando de nuevo, impasibles hasta que otros miembros masculinos las reclamen en los arcenes. La Paca sufría de tacón ladeado, recurso que les queda a las lágrimas para caer siempre hacia el lado no transitado de las esquinas y carreteras, sin interferir en los negocios de las madrugadas.

Claro que Lucía era distinta. No tenía el tacón ladeado, ni siquiera lágrimas que ocultar a ninguna hora del día ni de la noche. Lucía llevaba su melena impecable cortada con tijeretazos secos pero juveniles, que rodeaban a una piel exquisita en su blancura. Se adivinaba en la longitud de su falda que no se agachaba con presteza, pero sus labios delataban lo que era su proclama. La promesa de Lucía era la calidez de que su voz suave calmaría los latidos desacompasados y los nervios locos. Su bien hacer sería atenuar el dolor del fracaso personal con la luminosidad de poder redimir al cautivo por la culpa.

Lucía observaba a La Paca con discreción, por recoger a los mortales que se odiaban tanto a sí mismos que deseaban suicidarse para darse la razón de que no valían ya más que para viajar a los infiernos.

Y muchos, casi todos, se salían con la suya. Demasiados errores tapizan el suelo de los cementerios.
Las historias de chapuzas amatorias, disparates fronterizos entre herencias, pullas y locuras familiares, encontraron en mi cerebro una acogida suave y firme, achacable al fluir del compañero interior.

La música, consuelo de tantas vivencias y motor de tantos corazones, también nos unió, creando una amalgama de terreno común. Pese a que mi discografía casera estaba asaz abandonada desde los tiempos del vinilo, las sugerencias de (aquí omito el nombre que le adjudiqué desde entonces, hecha a su presencia; lo sustituiré por otro, normal y ambiguo en mi vida, para que nadie crea conocer las raíces imaginativas de mi persona: por ejemplo: Rafael)  fueron aplaudidas y celebradas por la tienda de discos más afamada de mi entorno. Debió ser fácil para Rafael buscar melodías entre los surcos entre el cerebro y aquél lugar llamado vértice del corazón. Recuerdos olvidados que, plegados sobre sentimientos, tiraban de armonías. Volver a casa y dejarme envolver por una manta musical mientras tarareábamos juntos ritmos vibrantes y luminosos, creo que me unió del todo con aquél ser incrustado.

Reír, reíamos. Amábamos la vida, celebrándola. Brindábamos por ella, la necesitábamos. Ya instaurado el plural, hasta olvidarme de la original reserva y aceptar la doble personalidad aparente: Rafael y yo.

 Para comer él hacía sugerencias y yo descubría sabores nuevos e intensos, con coloridos variados que me llenaban de paz y sosiego con su visión emplatada. Me explicó que los alimentos blancos daban serenidad si su blancura se rompía, pues es en el contraste dónde encontramos lo que buscamos, al ser conscientes de ello. También me dijo que los alimentos verdes son caprichosos, acidifican, amargan o ennegrecen a los que entran en contacto con ellos. Las naranjas son los mejores, apenas necesitan preparación y se dejan coger sin espinarse, dejándose  combinar, igual que los buenos complementos del vestuario.

Mi huerta se llenó de orondas calabazas, de rojos tomates; mis árboles de dulces naranjas, de dorados melocotones, es decir, de frutos apasionados. Las macetas, de flores, mejor cuanto más y más apretadas, creando un muro infranqueable a las miradas ajenas, que jamás llegaron a traspasar el cristal. No hubiera importado, estaba yo sola, aunque más acompañada de lo que jamás había estado.

Para aquella, le había colocado un rostro, un cuerpo, una estructura. Era la pasión por vivir la que le dotara de pobladas cejas sobre unos ojos grandes que supieran caer desde el asombro a la ternura. Fueron sus mejillas rasposas, lijas que llegué a sentir cuando sugería que nos diésemos, con gran imaginación, un beso de buenas noches. El cabello que pensé canoso, se lavaba a través del mío con un champú elegido con cuidado entre los lineales de los supermercados, pensando que quizás, tuviera caspa, fuera graso, que estuviera necesitado de alguna loción anticaída, o nada de lo anterior. Fui probando con tesón las diferentes posibilidades, mi pelo sometido a injusta tortura, esperando que me dijera cuál le gustaba, cual prefería. Omito pensar en la vergüenza si tuviera que confesarlo. Así era él, fruto de mi maquinaria cerebral.

Hubiese sido imposible no personalizar la risa, la confidencia, la compañía, incluso, y aquí está la locura, una forma extraña de amor.

Amar. Ésa palabra que añoro, deslucida y despintada. Grafías escritas con risas, complicidades y ternuras. Hablar sin voz. Escuchar con gestos. Tocar con piel de distancia. Arriesgarte a perder lo que posees, por lo que has trabajado, luchado y llorado. Permitir que te arruine, que olvides quién eres y porqué has decidido ser así. Decidir no tomar defensa, bajar la guardia, entregar tus pensamientos. Desnudarte, al fin. Amar. Triste vocablo que no se encuentra en el diccionario tangible de brisas y latidos. Que no consigo hacerla desaparecer de mi deseo, ni frotando hasta el dolor. Amar. Cursiva desaparecida. Allí asomaba.

 
_ ¿ESTÁS AHÍ? ¡No me respondes!¿Puedes hablarme? ¿Necesitas mi permiso? El silencio continúa, sólo me escucho YO. Te doy permiso para estar. ¡DIME ALGO!
_ Estoy aquí.
_ Tengo que preguntarte una cosa. Es algo… íntimo…
_ Dime. Soy una voz que tú pronuncias, alguien que tú has creado, un ser ajeno confeccionado con los retazos de tu vida, de tu pasado, del presente, de un futuro que predices, para lo bueno o malo. Nada es íntimo entre tú y yo. Nos poseemos, perteneciéndonos. SOY TÚ. Dime. Que no te distraiga el tono masculino, lo has querido así. Deseas a alguien tan fuerte, tan sólido, tan recio que solo con este sonido grave te valdría fabricarme…
_ Entonces, eres totalmente fruto de UNA LOCURA, ¿verdad? Definitivamente he perdido los márgenes que juré no atravesar. Es triste que encuentre en mi alter ego, mi alter ego.
_ Dijiste íntimo. ¿Quieres probar? Te imagino encima de tu cama, con un tenue encaje, suave y perfecto que te has puesto para mí... ¿Puedo usar tus manos?
_ ¡SI!

 Las experiencias de dormitorio tomaron otras dimensiones brillantes. Cerraba los ojos y su presencia me traspasaba. Sabía alborotar con sabiduría mis pezones, izar y enrojecer los labios, irrigar sin contención mi vulva, recorrer mi vientre con sus frases, pellizcar  con unos dientes inexistentes, sin embargo, tan reales, la base de mi cuello, produciéndome escalofríos demasiado calientes para bajar mi fuego iniciador de locuras, acariciar mis muslos para abrirlos con apenas una palabra. En mis oídos se destilaba aceitosamente, engrasando sin cesar toda la superficie de mi cuerpo, ya entregado por completo. Y su placer me llegaba, arrastrándome hacia un deseo más profundo. Se llenaban las retinas de imágenes de cuerpos desnudos, de gente amándose, de pecados en los que todo el mundo debería caer. Tuve tanta ansiedad que temí enloquecer. Gemía conmigo, notaba su fluir, su ardor, su empuje. Estoy segura que lo excitante llegaría y siempre llegaba. Cuando mis músculos se destensaban y el placer abandonaba lentamente, cediendo terreno al sopor, me susurró un gracias que hizo vibrar todavía más mí erizada piel.

Su último murmullo me acarició. Tal vez lo soñé: “Increíble…”

Me abracé a mi propia cintura y me dormí. Feliz y plena.

Pero todo paraíso es una mentira. ¿Conoce usted, lector que ha llegado a estas alturas de mi relato, la frase “ ya me parecía a mí…” Pues fue el muro que me estropeó el viaje fantástico en el que iba con las ventanillas bajas, con el depósito lleno, sin cinturón de seguridad ni contención, en un todo terreno robusto, cruzando paisajes fabulosos a mil por hora, por lo menos, (nunca mejor expresado: fábula y fabulación). Era el cuento de la Lechera, ¿recuerda?

Pues así se rompió el cántaro, en forma de un gran dolor de cabeza, con el fondo de los ojos espejeando el reflejo del sol. Era insoportable. Ni siquiera las recomendaciones de mi gurú particular me aliviaban. Si tomaba de mi sabiduría para inspirarse, quedó en evidencia que yo no sabía actuar. Nunca comencé a carrera de Medicina. Pese a su oposición, visité el servicio de Urgencias del hospital más cercano. Tras una incómoda prueba, seguida por otra todavía más desagradable, el diagnóstico se apuró a mudarle la tranquilidad al médico que se encontró con el “petate” de tener que enfrentarse a mis ojos y decírmelo.

_ Uhhmmmm… Bueno… eh…. Los diferentes análisis efectuados… ejem… dan como resultado principal… no se altere… la existencia de lo que puede ser una masa de aspecto incierto.

Suspiró con fuerza al terminar su balbuceante frase, tan equívoca como inexacta, que deseaba transmitir. Temería que me pusiera histérica, a gritar, llorar;  destrozando su bata blanca y tras ella, su integridad física.

_ Comprenda que será necesario hacer alguna prueba más específica antes de extirparlo. Se halla alojado ( dijo eso: alojado, igual que si estuviera “eso” sea lo que sea, tomándose un descanso reparador en un centro de reposo, entre spa y crucero con actividades y ocho piscinas para remojarse del calor veraniego)
 Pronunció algo más que no recuerdo. Ante mi quietud y silencio, me invitó a irme abriendo la puerta, poniendo un papel de próxima visita en mi mano, calmado el temor a verme desatada en el pánico.

La vuelta a casa se demoró. Desde luego que no afectaba estar en otro sitio para que mi Rafael hablase, pero confiaba en que mi estado de ánimo, machacado, por los suelos y verdaderamente desgraciado, lo mantuviera a raya, lejos de posibles audiciones.

Di vueltas y más vueltas, ni recuerdo dónde ni hacia ningún lugar. Tengo la vaga imagen de grandes árboles que no vi, niños alborotadores que no escuché, ancianos sentados en bancos de madera, con palomas curiosas y hambrientas a su alrededor, que podrían ser fantasmas, tal era la inquietud que, curioso caso, inmovilizaba todo, fuera persona, animal o cosa, en el perímetro circundante.

Tal era mi cataclismo interior, que creo que el corazón se me paró. Helado y muerto. Tenía, debía y urgía tomar una decisión.

La vida no es justa, nada la obliga a serlo y es en la injusticia que encontramos nuestros deseos rotos. En el estanque nadan cisnes blancos, son al menos cuatro y sólo uno de plumaje negro queda disimulado entre las sombras, otorgando fulgor al vestido níveo del resto de sus compañeros. Así es. La felicidad no existe, por la razón de que nada dura más de lo necesario para que duela al ser arrebatado después. Inmediatamente, sin tiempo a respirar de satisfacción, cuando las fibras de tu alma se acomodaran ya, inocentes, abandonadas, al bienestar cálido de un estado, aunque utópico y flaco, rellenamos con ilusión de un niño que construye un castillo de arena, inexpugnable a cualquier ola procedente de saladas mareas. Los verdugos, sean quienes sean, son los culpables de nuestra desgracia, nos autoengañamos para sobrevivir. La arena se desmorona volviendo a dejar la playa con iguales lisuras que encontramos al llegar. Un “pufff” que arranca lágrimas.

Un mendigo abre la tapa de un contenedor. Quiero ser ciega. Soy una mujer recostada en unas viejas maderas, intentando seguir siendo fuerte.

La idea de morir me aterra. No trato de ser valiente con algo que me atemoriza tanto, quedaría falso y patético. Bien, pues tendré que buscar otra solución, a pesar de… perder a mi compañero.

_Nunca se sabe._ Respondió mi “yo” Rafael_ ¡Piensa en la intensidad de tenerme bajo tu piel! Eso vale más que mil años que vivas con alguien de forma convencional. Y si soy un nada, una proyección mental de un tumor que te accionó justo en la zona más necesitada, ¡quién puede arrebatarte lo que has amado! Lo que ambos hemos amado.

_ ¿Puedes acaso vivir sin mí? ¡No, no puedes! ¡Sólo existo si tú existes!

Chillé sin poder evitarlo, mientras braceaba exagerando pasos fibrilantes, capricho de giros concéntricos. No habló más, construyendo un impenetrable muro en el que se estamparon mis súplicas, mis continuas amenazas, mis desesperaciones.
Me levantaba de madrugada, sin conseguir dormir. Abría las ventanas de toda la casa. Cerraba las persianas. Lloraba antes del café, viendo la enormidad de mi funesta circunstancia. También lloraba durante la ducha. Tras secarme, la resolución se peinaba con mi pelo, quedando suave y en cascada, relajándome el rostro.

Cogía un libro, aparentando leer, asegurándome ante el espejo del salón, que lo hacía; una mujer viva, adulta en aquella superficie reflectante. Recordaba su diagnóstico, la distancia entre las dos se acercaba peligrosamente, hasta que se consumía. Pobre, pensaba al verla, quizás no llegue jamás a terminar de leer ése libro, que parece grueso, tal vez interesante. Del mío no veía ni las hojas, llevada por un remolino de turbulencia que mutaba de color desde el rojo más oscuro hasta el negro, así mi alma se ensombrecía y clareaba apenas con segundos de diferencia. La compasión se tumbaba a mi lado, pintando mis costados de mil resignaciones. Rafael se había esfumado, si tal cosa era posible, mientras que mi enfermedad seguía adelante, obligándome cada vez más a tomar remedio, acatando el “buen consejo” de la medicina más convencional.

Hay gente que fabula si les diagnostican de cáncer, creen, incautos e desprevenidos, que entrarán en práctica unas novedades terapéuticas innovadoras que le salvarán la vida sin más. Quieren saberse dotados de medios superiores al resto de las carnes que se pudren en el cementerio con igual historial clínico, ya sea por dinero, por amistades, por confianza, inconsciencia o pura ilusión. También se aferran a la idea de que si no lo piensan, jamás les ocurrirá a ellos. Así nos va a todos. Deberían de enseñarlo en la escuela, a  afrontar situaciones difíciles, me refiero, haciéndonos partícipes de la empatía, pero también del distanciamiento necesario sin egoísmos, para recuperarse de las heridas que los sentimientos de pérdida, angustia y fracaso provocan en nuestra corteza tales aventuras.

De nuevo, Me levantaba de madrugada, sin conseguir dormir. Abría las ventanas de toda la casa. Cerraba las persianas. Lloraba antes del café…

El silencio es insoportable. Lo llevo cada noche, renovándolo cada mañana. Y vuelvo a empezar por la tarde, sin sacudírmelo nunca. Se ha adherido a mis poros, que no sudan sino por miedo. ¿Y si no lo escucho más? Las medicaciones, esas mil pastillas que me obligan a tomar… lo ralentizan, amordazando las ganas que tiene de comunicarse conmigo,  decirme lo que siente y cómo lo siente. Lo he perdido.

Tengo la razón entera, como una tarta aún sin ser mancillada por el cuchillo de servir raciones. Vivir con lo que los manuales llaman “calidad de vida” para mí, en estos momentos es ser orgullosa dueña de una bomba dentro de mi casco cerebral. Un cangrejo que se expande, tomando raíces reales igual que irreales ha tomado en mi mundo.

Me insisten en el hospital, dónde he ido sin querer, desmayada y convulsionando. Resultado: quirófano de urgencia. Tras nueve horas de intervención, dan el primer parte a no sé a quién. Me lo notifican luego, alguien de blanco con  la luz de un foco sobre una calvicie; todo correcto. Éxito total.

Oh, yo no quería eso…

Parece que él lo buscó, a propósito…

El silencio. Ya para siempre, me resigno. Pero duele.

Es el miembro fantasma que hace el vacío en mi cabeza y en el resto de mis órganos, sean vitales o no. Las células no se alimentan, desecándose. Así moriré de igual modo.

Un fantasma que no quiere estar conmigo. Será de otra, apoderándose de su vida completa, ojalá que lo estimen en lo que vale, alguien que le anime, fuerte, siendo compensada con no morir sola, si no bajo el suave murmullo de su voz…

Ojalá volviera. Me siento tan sola.

 

 

 
 

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