SOMOS UNO
SOMOS UNO…
_ ¡No!
_ Pero… que dice usted…
espere… ¡piénselo…!
_ ¡No! ¡No lo haré y no me pueden obligar!
_ ¡Pero qué dice! Comprendo… eh… está alterada por la noticia. Descanse un momento, llame a alguien de su familia… unos minutos más y usted se encontrará mejor. ¡Entienda, mujer! No tiene que decidirlo AHORA MISMO. Puede venir otro día y, con más calma, verá las cosas de distinta forma…
_ ¡He dicho que no! No quiero hablarlo con nadie. Esto no le importa a nadie, salvo ¡A MÍ! ¿Entiende? ¿Me explico con claridad?
_ Tal vez la noticia le ha trastornado… mire, siéntese aquí, le traeré un vaso de agua para que sus nervios se atemperen.
_ Ah, ya… ¿para qué, exactamente? ¿Para solicitar una prueba de urgencia y dictaminar si pueden achacar mi loca negativa a una ofuscación por diagnóstico? ¡Tonterías! Vale, vale… ESTOY CALMADA… Comienzo de nuevo, porque usted SI QUE NECESITA UN VASO DE AGUA. No seguiré sus indicaciones, doctor… sería un crimen, ¡UN ASESINATO!
_ ¡No! ¡No lo haré y no me pueden obligar!
_ ¡Pero qué dice! Comprendo… eh… está alterada por la noticia. Descanse un momento, llame a alguien de su familia… unos minutos más y usted se encontrará mejor. ¡Entienda, mujer! No tiene que decidirlo AHORA MISMO. Puede venir otro día y, con más calma, verá las cosas de distinta forma…
_ ¡He dicho que no! No quiero hablarlo con nadie. Esto no le importa a nadie, salvo ¡A MÍ! ¿Entiende? ¿Me explico con claridad?
_ Tal vez la noticia le ha trastornado… mire, siéntese aquí, le traeré un vaso de agua para que sus nervios se atemperen.
_ Ah, ya… ¿para qué, exactamente? ¿Para solicitar una prueba de urgencia y dictaminar si pueden achacar mi loca negativa a una ofuscación por diagnóstico? ¡Tonterías! Vale, vale… ESTOY CALMADA… Comienzo de nuevo, porque usted SI QUE NECESITA UN VASO DE AGUA. No seguiré sus indicaciones, doctor… sería un crimen, ¡UN ASESINATO!
Desde luego, siempre
había escuchado que era posible. Pero altamente improbable, incluso en la zona
más romántica de los sentidos, se pudiera afirmar a otra persona: “me paseo por
tu mente”
Admitía que en la
inflamación gozosa por la acción de las endorfinas, llegar a tales niveles de
sugestión tendría su gracia. Un tributo bello a tal sublime acto de sumergirse
en alguien para encontrar cobijo y el imperioso consuelo que toda persona necesita.
Pero una cosa es aceptarlo, disfrutando o soñándolo como algo inconcreto, etéreo, ajeno, absurdo… y
otra, sufrirlo con repentino inicio, sin conocer su fin. En ésas, yo. Una voz
que era nueva me asaltó una madrugada y ya no se marchó más. Asustada, también.
Mucho.
Óscar siempre me había
dicho que se paseaba por mi mente, bueno, miento, seguro que fui yo misma quién
se lo dije la primera vez y él se apoderó de esta idea. Roberto susurró con
claridad que sabía lo que pensaba en cada momento, tal era mi transparencia.
Lidia fue más allá y aseguró que mis gestos faciales eran, junto con las manos,
el mejor indicativo de lo que movía mis engranajes vitales. Claro que nunca les
creí, a ninguno de ellos, por pueril recurso de autoestima. Es más, los alejé
uno a uno mediante excusas, a cada una más dispar, de la aproximación peligrosa
y analítica con la que me podrían juzgar en el futuro, sin obviar el presente.
Teniendo controlado los
azotes dialécticos que pudieran surgir, recuerdo que aquella noche no había
conseguido dormir. Decía mi madre que el insomnio era un signo de intranquilidad
espiritual, repetía con aire funesto; no tienes la conciencia tranquila. De
mayor, siempre me aterrorizó pensar que me asesinarían por algún pecado
cometido. He esperado la llegada de ése tipo de muerte. Mi madre tenía esos
detalles, aunque suscitaba dudas que lo repitiera desde mis tres años. Tal vez
me otorgaba una conciencia imperfecta, prematura y pecadora, indigna de lo que
ella deseaba ver en su hija. Tal vez no se equivocó. Las madres lo saben todo.
El invierno había
llegado mal y a destiempo. En pleno agosto, las granizadas sucedían anunciadas,
con repentina publicidad. Un garabato de un caprichoso dios. Sin embargo, la
voz que me hablaba, cálida y sensual (¡¿por qué?!) conseguía incrementar mi
temperatura celular más allá de los cuatrocientos grados, provocando una
hinchazón incómoda en el labio inferior hasta sucumbir asfixiados fríamente bajo
el maquillaje del día siguiente. Dicen, lo leí en alguna parte, que el sonido
se transmite a través de los huesos del propio esqueleto, por eso nuestra voz
aparece distorsionada y totalmente diferente a la que consiguen oír los demás.
Nuestra voz no es real, por eso no soportamos oírnos en las grabaciones,
negando lo innegable y proponiendo toda clase de trucos para convencernos que
la “buena” es la que nos gusta.
Fue entonces, cuando apagué
la voz de mis pensamientos, escuché algo. Si hubiese contado con los músculos
involutivos de nuestros antepasados, hechos para morir y matar mediante la caza
del alimento, las orejas se apuntarían, dirigiéndose hacia algún lugar sin
hallar el origen de lo surgido. Qué duro es vivir a veces, mirar hacia otro
sitio para disimular, aunque sea mal.
Era una voz que
provenía de dentro, pues los radiadores, aquellos que apenas funcionaban,
chirriando al accionar la caldera, estaban cerrados; el casero tiene manías;
yo, carácter friolero, poco dinero y dos mantas de lana. También descarté el
ruido que produce mi gato cuando busca refugio en cualquiera de las bolsas de
alegre papel, pretendiendo ser una decoración y siendo en realidad el reflejo
de una malísima gestión doméstica, en mi habitación. Una manía inconfesable.
Tampoco provenía de la buhardilla, gato mediante, no habitaban ratones, sobre
cuyo suelo mal llaneado agonizaban recuerdos almacenados por orden alfabético. Comenzaban
por la letra inicial de mi nombre y morían con la última de “incapaz”. No, aquello
era algo del interior, alguna cosa que se había estropeado dentro del cuadro de
mandos de mi cuerpo. Cerré los ojos espantada: sonaba grave, ronca y
masculinamente inaceptable. Aturdida, cesé de respirar. Sería aconsejable un
exorcismo, era posible que un demonio me hubiera poseído. El insomnio no ayuda
en estos casos. Me pregunté si se trataría de un incubo y cerca estuve de la
sonrisa. Pero bueno, ¿Para qué? No tengo nada especial que llame tanto la
atención en los infiernos, eso seguro. No pienso ir a ninguna parte. Para que
me revienten las tripas y murmuren letanías, aparezcan bajo mis ojos bolsas
llenas de color violáceo. Ya. Ni hablar. Jamás quise ser actriz de películas de
terror, no me van, simplemente, al igual que tampoco las ñoñas pasteladas
románticas. Eso no lo quiero para mí.
Me contemplé al
espejo, todo parece tan normal… Al volver al retomar y expirar, había tomado
una determinación obvia: escucharía todo cuanto me dijeran desde la procedencia
de mis huesos temporales. Si el cuerpo es sabio, cualquier manifestación, por
extraña que sea, es digna de ser atendida.
Ir con el hábito de
chalada era confortable, sabía que me sentaba bien. No levanta suspicacias, te
aísla y te protege. Total, que importa.
Así me acostumbré al flujo
extraño de resonancia, a sus llegadas, con exclamaciones que asustaban mis
rutinas diarias, a sus idas sin despedirse, en medio de nada en especial. Iba y
venía igual que una veleta que se fuerza al límite para alcanzar el viento
correcto. No era fortuito el movimiento.
Sabía muy bien lo que deseaba que escuchara. Probé a contestarle sin emitir
sonido alguno. Una comodidad añadida a mi parquedad para emitir sonidos, pues no entendía antes, ni ahora, porqué soy tan mala oradora. Será por falta de
práctica, de uso; la lengua se me traba con facilidad, el tartamudeo surge sin
querer y sin poder evitarlo. Ya no me sonrojo con tonterías, ventajas de la
madurez, claro.
A partir de ahí fuimos
dos seres distintos que se comunicaban. Un yo dos veces, pero distinto. Ya lo
sé; estaba de psiquiátrico.
Queda palpable que no pensé en ningún momento pedir
ayuda. Ni profesional ni amigable, nada de eso. Porque pensándolo bien, sí, es
cierto que tenía alucinaciones auditivas, pero no eran en absoluto injuriosas
ni dañinas conmigo. No me juzgaba, no criticaba, al contrario, era
amabilidad y sedante emocional a mis fobias. Un brebaje sanador y tranquilo,
cada palabra.
Total, podía verlo de
esta forma: ¿cuántas veces al iniciar una relación con alguien, dejaba mis
gustos, apetencias, recursos y defensas, apartados de lado, con el pleno
consentimiento de mi voluntad, para adaptarme al otro? Y ¿en cuántas ocasiones
más, estaba detectando las pequeñas virtudes y los defectos insufribles de
quién estaba a mi lado, roncando hasta que las lámparas luchaban por suicidarse
precipitándose al vacío? No por eso se abandona el hilo de pre-enamoramiento
que ha surgido, o que se proyecta reafirmar. ¿Entonces? ¿Qué diferencia a
dejarme invadir con blandura a ése ser que me albergaba?
Así, vencidos casi mis
terrores iniciales, pues cada despertar era preguntarme si continuaba con
aquella manifestación extraña de locura, su compañía llenó momentos de soledad
que a una mujer como yo, preparada para vegetar en el desierto de relaciones
personales, presta a sufrir un ataque de sensiblería ante un bebé en la calle o
un arrebato de furia ante un beso con lengua de dos adolescentes cualquier
parque, conocía demasiado a fondo. La vida se volvió amena, una transformación
necesaria que no dudaba que fuera una
respuesta biológica. Fue muy entretenido conocer chismorreos del barrio
mientras hacía la compra, toparme con las vecinas mientras ésa voz, nunca otra,
susurraba maledicencias perversas en cuanto a gustos desviados y vergonzantes
ocupando vidas que se presumían intachables, dignas de encumbrar a los ejemplos
de la educación y moral más exquisitos.
Todo es pura fachada;
vertía mi confidente, todos mienten. Reía con un maravilloso deje de ironía. A
modo de ejemplo, me explicaba las bolas de grasa y deshechos que sostenían las
tarimas flotantes y pulidas sobre las que andaba la mayoría de la gente. Y
desgranaba que, Bea y Antonio, los desaparecidos hijos casados con otros y
respetables padres de niños no comunes, procedentes de las cunas de los García
y Posada, aparecieran troceados en plena vorágine de ADN, en el cuarto de la
caldera que estallara hace tres años. Él, hombre de recados y fotocopiadora, de
sobres y de timbres; ella, envarada dentro de un traje chaqueta con hombreras
en su sitio, con pespuntes en el forro brillante, secretaria y administradora
con rictus de cartón piedra. Nadie lo hubiera imaginado de dos seres que solamente
podrían haber coincidido en el medio metro alrededor de la máquina de café. Tal
vez ella se quemó, al derramar el líquido recién preparado, y él le ofreció una
mueca de sentimiento que ella ansiaba ver. Tal vez fue una ilusión para ambos,
que no correspondió a la realidad, pero no juzgar lo posible, lo hizo real. Decían
los forenses encargados del caso que bajo sus uñas estaban los restos del otro,
cabellos rasteados en jirones, miembros indistintamente revueltos, sangres con
hemoglobinas amorosamente compartidas. Está claro que estuvieron liados.
Debieron amarse con gran entusiasmo, para hacer estallar la presión de unos
artilugios que llevaban funcionando sin chistar más de cincuenta años, ajenos a
las chanzas entre hombres y mujeres, acosos y rendiciones, me dijo, riéndose
sin percatarse, creo, que yo debería tener de sostener mi carcajada en la
mudez, pues estaba en la biblioteca.
Me incomodaba hasta lo
indecible su falta de discreción, que tomé por egoísmo y una total falta de
respeto. Luego me di cuenta de que había muchas tiranteces sociales que él desconocía.
Pero mi cara sonreía con la frecuencia que necesitaban mis abdominales desde
hacía mucho tiempo atrás, una época que fue agonizando sin querer, asesinada con
resultado de muerte, con ése propósito. Era fácil sonreírse; todo era simple, sin
amarguras, sin contradicciones. un camino sin piedras irregulares. Igual sucedía cuándo me avisaba que tal
persona iba al baño por aliviar alguna necesidad que le dejaría ciego sin
posibilidad de operación láser alguna. Quién hubiera sospechado de aquella
persona tan bien vestida, tan seria, tan parca en su café con leche (corto de
café, con leche desnatada y sacarina, ah, con vaso de agua fría, por favor) saliera atusándose el pelo tras haber
practicado el onanismo de rigor. Desconocía la faceta de la frase “hacerlo
fuera de casa”. La cuestión fue que reír por el día y mantenerme en vela hasta
que se acallaba, lo mismo que tener una radio estropeada y esperar que agote la
batería para ser sustituida por el silencio, regularizó mis ritmos circadianos.
Se terminó la
medicación para dormir y olvidar, mediante pesadillas espantosas en medio de la
noche. No adquirí más. Asesinada la necesidad, muere necesariamente el remedio.
A través de una visión
peculiar y brillante, descubrí un infinito nuevo. Las tiendas, los edificios,
los coches compartidos, los trabajos no eran tales, sino aglomeraciones de
seres que sufrían, amaban, dañándose unos a los otros, gratuitamente, sin deudas emocionales que deshacen el corazón
y el alma hasta un grisáceo núcleo; viviendo sucesos hipocondriacos y cayendo
en errores más y más profundos. Luego, las pasiones les superaban y se
descubrían lo que somos en realidad: pobres pedazos buscando consuelo.
Tuve nuevas, también,
de “La Paca”; mujer de corsé apretado, semiviejo como el mundo, que sintió
renovarse sus tripas al conocer a Lucía. La Paca era una mujer de dureza tal
que la distancia terrestre a la lunar, no bastaría para someterla a un mortal.
Resultaba barriobajera y macarra, al igual que las decenas de mujeres de mala
vida que pululaban por la ciudad. Fuera de mi barrio, yo no conocía semejantes
especímenes, pero haberlos, los hay. No había supervivencia posible dentro de
un amasijo de ladrillos desgastados en mala calidad, sintonía plena con sujetadores
pasados de moda y mil estrujamientos en lavadora. Un entorno deprimente rodeaba
a la Paca. Tenía la claraboya de las ideas seriamente afectada, quizás por la
voluntad de aquél, su primer chulo. O sus primeros, porque así de cantidad
fueron. Por eso, urdía cada jornada la manera de someter a la mujer de vestido
floreado que caminaba ligera sobre unos zapatos hechos para presumir. Que no
para andar, rumiaba la desdentada mientras miraba hacia sus propios zapatos,
puntera de leopardo viejo y juanetes encallecidos. Las patas de los animales
son observadas con atención por los posibles compradores, también por los
depredadores sexuales. De las diferencias son las balanzas. Ellos hablan de si
las mujeres se agachan por obligación o por comodidad en la rapidez de la
transacción de fluidos. Cuentan si están
decididas a sacrificar largas caminatas por el asfalto o si quedarán esperando
de nuevo, impasibles hasta que otros miembros masculinos las reclamen en los
arcenes. La Paca sufría de tacón ladeado, recurso que les queda a las lágrimas
para caer siempre hacia el lado no transitado de las esquinas y carreteras, sin
interferir en los negocios de las madrugadas.
Claro que Lucía era
distinta. No tenía el tacón ladeado, ni siquiera lágrimas que ocultar a ninguna
hora del día ni de la noche. Lucía llevaba su melena impecable cortada con
tijeretazos secos pero juveniles, que rodeaban a una piel exquisita en su
blancura. Se adivinaba en la longitud de su falda que no se agachaba con
presteza, pero sus labios delataban lo que era su proclama. La promesa de Lucía
era la calidez de que su voz suave calmaría los latidos desacompasados y los
nervios locos. Su bien hacer sería atenuar el dolor del fracaso personal con la
luminosidad de poder redimir al cautivo por la culpa.
Lucía observaba a La
Paca con discreción, por recoger a los mortales que se odiaban tanto a sí
mismos que deseaban suicidarse para darse la razón de que no valían ya más que
para viajar a los infiernos.
Y muchos, casi todos,
se salían con la suya. Demasiados errores
tapizan el suelo de los cementerios.
Las historias de
chapuzas amatorias, disparates fronterizos entre herencias, pullas y locuras
familiares, encontraron en mi cerebro una acogida suave y firme, achacable al
fluir del compañero interior.
La música, consuelo de
tantas vivencias y motor de tantos corazones, también nos unió, creando una
amalgama de terreno común. Pese a que mi discografía casera estaba asaz
abandonada desde los tiempos del vinilo, las sugerencias de (aquí omito el nombre
que le adjudiqué desde entonces, hecha a su presencia; lo sustituiré por otro,
normal y ambiguo en mi vida, para que nadie crea conocer las raíces
imaginativas de mi persona: por ejemplo: Rafael) fueron aplaudidas y celebradas por la tienda
de discos más afamada de mi entorno. Debió ser fácil para Rafael buscar melodías
entre los surcos entre el cerebro y aquél lugar llamado vértice del corazón.
Recuerdos olvidados que, plegados sobre sentimientos, tiraban de armonías. Volver
a casa y dejarme envolver por una manta musical mientras tarareábamos juntos
ritmos vibrantes y luminosos, creo que me unió del todo con aquél ser
incrustado.
Reír, reíamos. Amábamos
la vida, celebrándola. Brindábamos por ella, la necesitábamos. Ya instaurado el
plural, hasta olvidarme de la original reserva y aceptar la doble personalidad
aparente: Rafael y yo.
Para comer él hacía sugerencias y yo descubría
sabores nuevos e intensos, con coloridos variados que me llenaban de paz y
sosiego con su visión emplatada. Me explicó que los alimentos blancos daban
serenidad si su blancura se rompía, pues es en el contraste dónde encontramos
lo que buscamos, al ser conscientes de ello. También me dijo que los alimentos
verdes son caprichosos, acidifican, amargan o ennegrecen a los que entran en
contacto con ellos. Las naranjas son los mejores, apenas necesitan preparación
y se dejan coger sin espinarse, dejándose
combinar, igual que los buenos complementos del vestuario.
Mi huerta se llenó de
orondas calabazas, de rojos tomates; mis árboles de dulces naranjas, de dorados
melocotones, es decir, de frutos apasionados. Las macetas, de flores, mejor
cuanto más y más apretadas, creando un muro infranqueable a las miradas ajenas,
que jamás llegaron a traspasar el cristal. No hubiera importado, estaba yo
sola, aunque más acompañada de lo que jamás había estado.
Para aquella, le había
colocado un rostro, un cuerpo, una estructura. Era la pasión por vivir la que
le dotara de pobladas cejas sobre unos ojos grandes que supieran caer desde el
asombro a la ternura. Fueron sus mejillas rasposas, lijas que llegué a sentir
cuando sugería que nos diésemos, con gran imaginación, un beso de buenas
noches. El cabello que pensé canoso, se lavaba a través del mío con un champú
elegido con cuidado entre los lineales de los supermercados, pensando que quizás,
tuviera caspa, fuera graso, que estuviera necesitado de alguna loción
anticaída, o nada de lo anterior. Fui probando con tesón las diferentes
posibilidades, mi pelo sometido a injusta tortura, esperando que me
dijera cuál le gustaba, cual prefería. Omito pensar en la vergüenza si
tuviera que confesarlo. Así era él, fruto de mi maquinaria cerebral.
Hubiese sido imposible
no personalizar la risa, la confidencia, la compañía, incluso, y aquí está la
locura, una forma extraña de amor.
Amar. Ésa palabra que
añoro, deslucida y despintada. Grafías escritas con risas, complicidades y
ternuras. Hablar sin voz. Escuchar con gestos. Tocar con piel de distancia.
Arriesgarte a perder lo que posees, por lo que has trabajado, luchado y
llorado. Permitir que te arruine, que olvides quién eres y porqué has decidido
ser así. Decidir no tomar defensa, bajar la guardia, entregar tus pensamientos.
Desnudarte, al fin. Amar. Triste vocablo que no se encuentra en el diccionario
tangible de brisas y latidos. Que no consigo hacerla desaparecer de mi deseo,
ni frotando hasta el dolor. Amar. Cursiva desaparecida. Allí asomaba.
_ ¿ESTÁS AHÍ? ¡No me respondes!¿Puedes hablarme? ¿Necesitas mi permiso? El
silencio continúa, sólo me escucho YO. Te doy permiso para estar. ¡DIME ALGO!
_ Estoy aquí.
_ Tengo que preguntarte una cosa. Es algo… íntimo…
_ Dime. Soy una voz que tú pronuncias, alguien que tú has creado, un ser ajeno confeccionado con los retazos de tu vida, de tu pasado, del presente, de un futuro que predices, para lo bueno o malo. Nada es íntimo entre tú y yo. Nos poseemos, perteneciéndonos. SOY TÚ. Dime. Que no te distraiga el tono masculino, lo has querido así. Deseas a alguien tan fuerte, tan sólido, tan recio que solo con este sonido grave te valdría fabricarme…
_ Entonces, eres totalmente fruto de UNA LOCURA, ¿verdad? Definitivamente he perdido los márgenes que juré no atravesar. Es triste que encuentre en mi alter ego, mi alter ego.
_ Dijiste íntimo. ¿Quieres probar? Te imagino encima de tu cama, con un tenue encaje, suave y perfecto que te has puesto para mí... ¿Puedo usar tus manos?
_ ¡SI!
_ Estoy aquí.
_ Tengo que preguntarte una cosa. Es algo… íntimo…
_ Dime. Soy una voz que tú pronuncias, alguien que tú has creado, un ser ajeno confeccionado con los retazos de tu vida, de tu pasado, del presente, de un futuro que predices, para lo bueno o malo. Nada es íntimo entre tú y yo. Nos poseemos, perteneciéndonos. SOY TÚ. Dime. Que no te distraiga el tono masculino, lo has querido así. Deseas a alguien tan fuerte, tan sólido, tan recio que solo con este sonido grave te valdría fabricarme…
_ Entonces, eres totalmente fruto de UNA LOCURA, ¿verdad? Definitivamente he perdido los márgenes que juré no atravesar. Es triste que encuentre en mi alter ego, mi alter ego.
_ Dijiste íntimo. ¿Quieres probar? Te imagino encima de tu cama, con un tenue encaje, suave y perfecto que te has puesto para mí... ¿Puedo usar tus manos?
_ ¡SI!
Su último murmullo me
acarició. Tal vez lo soñé: “Increíble…”
Me abracé a mi propia
cintura y me dormí. Feliz y plena.
Pero todo paraíso es
una mentira. ¿Conoce usted, lector que ha llegado a estas alturas de mi relato,
la frase “ ya me parecía a mí…” Pues fue el muro que me estropeó el viaje
fantástico en el que iba con las ventanillas bajas, con el depósito lleno, sin
cinturón de seguridad ni contención, en un todo terreno robusto, cruzando
paisajes fabulosos a mil por hora, por lo menos, (nunca mejor expresado: fábula
y fabulación). Era el cuento de la Lechera, ¿recuerda?
Pues así se rompió el
cántaro, en forma de un gran dolor de cabeza, con el fondo de los ojos
espejeando el reflejo del sol. Era insoportable. Ni siquiera las
recomendaciones de mi gurú particular me aliviaban. Si tomaba de mi sabiduría
para inspirarse, quedó en evidencia que yo no sabía actuar. Nunca comencé a
carrera de Medicina. Pese a su oposición, visité el servicio de Urgencias del
hospital más cercano. Tras una incómoda prueba, seguida por otra todavía más
desagradable, el diagnóstico se apuró a mudarle la tranquilidad al médico que
se encontró con el “petate” de tener que enfrentarse a mis ojos y decírmelo.
_ Uhhmmmm… Bueno… eh….
Los diferentes análisis efectuados… ejem… dan como resultado principal… no se
altere… la existencia de lo que puede ser una masa de aspecto incierto.
Suspiró con fuerza al
terminar su balbuceante frase, tan equívoca como inexacta, que deseaba
transmitir. Temería que me pusiera histérica, a gritar,
llorar; destrozando su bata blanca y tras ella, su integridad física.
_ Comprenda que será
necesario hacer alguna prueba más específica antes de extirparlo. Se halla
alojado ( dijo eso: alojado, igual que si estuviera “eso” sea lo que sea,
tomándose un descanso reparador en un centro de reposo, entre spa y crucero con
actividades y ocho piscinas para remojarse del calor veraniego)
Pronunció algo más
que no recuerdo. Ante mi quietud y silencio, me invitó a irme abriendo la
puerta, poniendo un papel de próxima visita en mi mano, calmado el temor a
verme desatada en el pánico.
La vuelta a casa se
demoró. Desde luego que no afectaba estar en otro sitio para que mi Rafael
hablase, pero confiaba en que mi estado de ánimo, machacado, por los suelos
y verdaderamente desgraciado, lo mantuviera a raya, lejos de posibles
audiciones.
Di vueltas y más
vueltas, ni recuerdo dónde ni hacia ningún lugar. Tengo la vaga imagen de
grandes árboles que no vi, niños alborotadores que no escuché, ancianos
sentados en bancos de madera, con palomas curiosas y hambrientas a su
alrededor, que podrían ser fantasmas, tal era la inquietud que, curioso caso,
inmovilizaba todo, fuera persona, animal o cosa, en el perímetro circundante.
Tal era mi cataclismo
interior, que creo que el corazón se me paró. Helado y muerto. Tenía, debía y
urgía tomar una decisión.
La vida no es justa,
nada la obliga a serlo y es en la injusticia que encontramos nuestros deseos
rotos. En el estanque nadan cisnes blancos, son al menos cuatro y sólo uno de
plumaje negro queda disimulado entre las sombras, otorgando fulgor al vestido
níveo del resto de sus compañeros. Así es. La felicidad no existe, por la razón
de que nada dura más de lo necesario para que duela al ser arrebatado después.
Inmediatamente, sin tiempo a respirar de satisfacción, cuando las fibras de tu
alma se acomodaran ya, inocentes, abandonadas, al bienestar cálido de un
estado, aunque utópico y flaco, rellenamos con ilusión de un niño que construye
un castillo de arena, inexpugnable a cualquier ola procedente de saladas
mareas. Los verdugos, sean quienes sean, son los culpables de nuestra
desgracia, nos autoengañamos para sobrevivir. La arena se desmorona volviendo a
dejar la playa con iguales lisuras que encontramos al llegar. Un “pufff” que
arranca lágrimas.
Un mendigo abre la tapa
de un contenedor. Quiero ser ciega. Soy una mujer recostada
en unas viejas maderas, intentando seguir siendo fuerte.
La idea de morir me
aterra. No trato de ser valiente con algo que me atemoriza tanto, quedaría
falso y patético. Bien, pues tendré que buscar otra solución, a pesar de…
perder a mi compañero.
_Nunca se sabe._
Respondió mi “yo” Rafael_ ¡Piensa en la intensidad de tenerme bajo tu piel! Eso
vale más que mil años que vivas con alguien de forma convencional. Y si soy un
nada, una proyección mental de un tumor que te accionó justo en la zona más
necesitada, ¡quién puede arrebatarte lo que has amado! Lo que ambos hemos
amado.
_ ¿Puedes acaso vivir
sin mí? ¡No, no puedes! ¡Sólo existo si tú existes!
Chillé sin poder
evitarlo, mientras braceaba exagerando pasos fibrilantes, capricho de giros
concéntricos. No habló más,
construyendo un impenetrable muro en el que se estamparon mis súplicas, mis
continuas amenazas, mis desesperaciones.
Me levantaba de
madrugada, sin conseguir dormir. Abría las ventanas de toda la casa. Cerraba
las persianas. Lloraba antes del café, viendo la enormidad de mi funesta
circunstancia. También lloraba durante la ducha. Tras secarme, la resolución se
peinaba con mi pelo, quedando suave y en cascada, relajándome el rostro.
Cogía un libro,
aparentando leer, asegurándome ante el espejo del salón, que lo hacía; una
mujer viva, adulta en aquella superficie reflectante. Recordaba su diagnóstico,
la distancia entre las dos se acercaba peligrosamente, hasta que se consumía.
Pobre, pensaba al verla, quizás no llegue jamás a terminar de leer ése libro,
que parece grueso, tal vez interesante. Del mío no veía ni las hojas, llevada
por un remolino de turbulencia que mutaba de color desde el rojo más oscuro
hasta el negro, así mi alma se ensombrecía y clareaba apenas con segundos de
diferencia. La compasión se tumbaba a mi lado, pintando mis costados de mil
resignaciones. Rafael se había esfumado, si tal cosa era posible, mientras que
mi enfermedad seguía adelante, obligándome cada vez más a tomar remedio,
acatando el “buen consejo” de la medicina más convencional.
Hay gente que fabula si
les diagnostican de cáncer, creen, incautos e desprevenidos, que
entrarán en práctica unas novedades terapéuticas innovadoras que le salvarán la
vida sin más. Quieren saberse dotados de medios superiores al resto de las
carnes que se pudren en el cementerio con igual historial clínico, ya sea por
dinero, por amistades, por confianza, inconsciencia o pura ilusión. También se
aferran a la idea de que si no lo piensan, jamás les ocurrirá a ellos. Así nos
va a todos. Deberían de enseñarlo en la escuela, a afrontar situaciones difíciles, me refiero,
haciéndonos partícipes de la empatía, pero también del distanciamiento
necesario sin egoísmos, para recuperarse de las heridas que los sentimientos de
pérdida, angustia y fracaso provocan en nuestra corteza tales aventuras.
De nuevo, Me levantaba
de madrugada, sin conseguir dormir. Abría las ventanas de toda la casa. Cerraba
las persianas. Lloraba antes del café…
El silencio es
insoportable. Lo llevo cada noche, renovándolo cada mañana. Y vuelvo a empezar
por la tarde, sin sacudírmelo nunca. Se ha adherido a mis poros, que no sudan
sino por miedo. ¿Y si no lo escucho más? Las medicaciones, esas mil pastillas
que me obligan a tomar… lo ralentizan, amordazando las ganas que tiene de
comunicarse conmigo, decirme lo que siente y cómo lo siente. Lo he perdido.
Tengo la razón entera,
como una tarta aún sin ser mancillada por el cuchillo de servir raciones. Vivir
con lo que los manuales llaman “calidad de vida” para mí, en estos momentos es
ser orgullosa dueña de una bomba dentro de mi casco cerebral. Un cangrejo que
se expande, tomando raíces reales igual que irreales ha tomado en mi mundo.
Me insisten en el
hospital, dónde he ido sin querer, desmayada y convulsionando. Resultado:
quirófano de urgencia. Tras nueve horas de intervención, dan el primer parte a
no sé a quién. Me lo notifican luego, alguien de blanco con la luz de un
foco sobre una calvicie; todo correcto. Éxito total.
Oh, yo no quería eso…
Parece que él lo buscó,
a propósito…
El silencio. Ya para
siempre, me resigno. Pero duele.
Es el miembro fantasma
que hace el vacío en mi cabeza y en el resto de mis órganos, sean vitales o no.
Las células no se alimentan, desecándose. Así moriré de igual modo.
Un fantasma que no
quiere estar conmigo. Será de otra, apoderándose de su vida completa, ojalá que
lo estimen en lo que vale, alguien que le anime, fuerte, siendo compensada con
no morir sola, si no bajo el suave murmullo de su voz…
Ojalá volviera. Me
siento tan sola.
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