ICARIA
“¡Pasen… respetable público!... ¡Horrorícense de la mujer que posee el mal en los extremos de sus manos, con ojos crueles, bajo su largo pelo de animal eternamente sucio! Dicen que mató a sus hijos y que los devoró… ¡Pasen y vean! ¡Pasen y vean a esta bestia humana llegada desde el infierno!”
Todos los días igual. Llega con
el tiempo sobrado para ajustar el sombrero. Con los minutos infinitos por
elegir un asiento acorde con la visión que ofrecerá el cielo de colores. Su figura
se asusta ante el pensamiento de que algo puede salir mal, su voluntad se dobla
y retuerce con angustia demoledora. Habla con el arqueamiento de sus cejas, con
las arrugas de insomnio, con las moradas ojeras. Todo ello le sitúa lejos de la
niñez y más lejos todavía de la vejez, porque no refleja la edad infinita que
tiene. Mil años, cincuenta, cien. No le preocupa el estado del cielo, no es
agricultor, no hace caso a los avisos del campanario de la iglesia, no es
creyente. No juega a las cartas con sus coetáneos, desconoce los ritos sociales
y jamás saluda. Compra las piezas de fruta de dos en dos, para no agriarse con
la ansiedad que da el hambre de poseer. Le nacieron, no hijos, sino úlceras
sangrantes mal curadas, pero eso no le importa. Cada día la segunda fila de
butacas, nunca después de dos horas antes de la función, limpia con su gabán el
polvo que tapiza el asiento; los ensayos en la arena comienzan de mañana y él
es el tesorero del control de los movimientos milimétricos. El dueño de las
contracciones de los músculos de la ingle de la trapecista, experta en besar suspiros mientras arquea, separando sus rodillas.
Dios hecho carne que, midiendo cada
impulso que la hermosa mujer toma para elevarse hacia el techo franjado en rojo y
blanco, le recomienda mentalmente. Escucho su pensamiento alto y claro, grave y
ansioso, en clave musical de enamorado, de fanático virtuoso, de controlador
macho.
Retuerce el ala del sombrero igual
que piensa en las manos vendadas de la chica relampagueante por un cielo de
intriga, con el ánimo necesario para que la pirueta exacta lo sea. Perfecta en
movimientos y justa en su quietud, con personalizado golpe de música en
redobles. Olvida alimentarse a propósito, pues desea adquirir con tesón, con
fuerza, la telepatía suficiente para transmitirle las energías que él no
precisa. Retuerce el sombrero sin atreverse a colocarlo en el asiento más
próximo, que espera quede vacío. También sus canas precisan de manos para
ordenar ideas, se agitan en cada latido. Temblequea de impaciencia mientras
ella se esconde para vestirse con renovados lujos; encajes lenceros que asoman
la piel desnuda entre la imaginación que adquiere la lujuria.
Los minutos en que él espera,
saboreando los últimos zarandeos del trapecio, aquellos en que los pezones de
ella acariciaron a un Eolo moribundo que resucita, se revuelve en el asiento.
Le distraen los tramoyistas que están montando los trapecios, los payasos que
corretean de uno a otro lado con ridículos andares. Este masculino que aspiro,
piensa que su sexo se acoplaría sin descuadres tal y como ella acopla sus
movimientos con la música, copulando con el aire. Ignora que resultaría una experiencia atroz, por la impaciencia del ejecutor y la cortedad
de la novicia. Sin embargo, yo, que no espero que obre sin ayuda, que le dejaré
mis manos para que prescinda de las suyas, preocupándome sólo por su placer,
sin pensar en el mío, accesorio preparatorio que supliré con la mirada
extraviada cuando su blanquecino ardor me bañe. Es entonces, mientras la musa
revolotea, cuando yo serpenteo a su alrededor, orbitando el aura que me permita
arañar su psique y colarme dentro. Le insuflo mis reflexiones para que crea que
son suyas propias, por hacerme visible. Siempre igual.
Todos los días. Es mi amuleto de
buena suerte, aunque sé que viene a por alguien que no soy yo. Escoge el minuto
exacto mientras salgo tras los barrotes de mi jaula. Me quedo parada sin
perderlo de vista. No lo advierte nunca. Se queda embobado sin ver que yo
serpenteo bajo sus pies. Clavo mis larguísimas y retorcidas uñas entre los restos de comida de los animales
siempre enjaulados; yo tengo más suerte, pues no dependo de la voluntad de un
imbécil tarzán que, haciendo restallar el látigo me otorgue las golosinas
necesarias para acatar mi obediencia. Voy por libre, cerrando y abriendo mis
párpados, mis brazos, los dedos de mis manos, para hacerme contemplar por las mujeres
y hombres que, cada uno ensoñando distintas zonas de su piel haciendo contacto
con mis características primarias. Con una mezcla de miedo y morbo. Llegan con
la esperanza blanca de la diversión y coloridos ficticios; entonces reparan en
mí. Y sudan. Se encogen. Temen que sea una maga negra que les oscurezca el
presente. Así somos los de la especie humana, divididos siempre en varias
fases, primero del crecimiento, después de la riqueza, de la porción
aseguradora de las necesidades de sexo, de autoestima y de pertenencia a un
grupo.
Tampoco es el orden. Yo me
entiendo.
Fui una niña desgraciada con una
sola suerte en la vida; que la mujer loca del circo ambulante que pasaba entre
las chabolas del poblado, me robara de mi madre y me vendara las manos, cada
dedo, uno por uno. Eso permitió que la queratina joven del lecho ungueal de
cada uña, abonase y nutriera estos apéndices con los que me gano hoy la vida.
Flaca estoy por darles más y más largura. Me alimento de las cáscaras de las
ponedoras de los pueblos en que actuamos. Bien machacados, hasta hacer una
pasta que me permita queratinas y calcio que mis cabellos absorban y mis garras
enriquezcan. También mordisqueo algún fruto, a mordisqueos sólidos en la pulpa,
por beber algo que se deslice por mi garganta y no me quite el reflejo de
succionar vida en color. Las semillas me dan la impresión de acercarme a una
fertilidad mentirosa. Nada más que hueso y dureza, así nací. Desconocen mis
huesos el vestido de carne que adorna al resto de mujeres. Cualquiera que me
amara, solo conseguiría roerme. Mis cabellos crecieron al mismo ritmo, capaces
de velar bellas mañanas de sol. Me llegan hasta el suelo y más allá. A veces
los lío como puedo creando amalgamas sucias y pegajosas. Imposible es con mi
edad pedir auxilio, “ayudan al personaje”, escupe el jefe de pista. Lo de reptar
ya es cosa mía. Beneficia a mi equilibrio. Soy una serpiente anticuada, con
piel ósea sin continente que contener.
Apartada vivo entre los camerinos
de la bella trapecista y del indómito payaso. Entre el bamboleo constante de la
infecta caravana del hombre forzudo y el cerrar de puerta ruidosa, allí donde
habita la mujer barbuda. A mí me llaman los titulares “La Medusa” y mi leyenda
siguiente escrita y gritada, jamás la he llorado: “¡Pasen y horrorícense de la
mujer que posee el mal en los extremos de sus manos, sus ojos crueles, bajo su
largo pelo de animal eternamente sucio! Dicen que mató a sus hijos y que los
devoró… ¡Pasen y vean! ¡Pasen y vean a esta bestia humana llegada desde el
infierno!” El público espera encontrar lo que soy, pero desconocen que muestro
lo que ellos desean ver. Así funciona el autoengaño ajeno.
Sigo las elípticas de mi rival.
Gira y voltea, abriendo sus muslos y sonriendo. Sus brazos desnudos enredados
en las cuerdas. Parece un ángel y temo que mi amado, mediante espejismos de
testosterona, le dote de alas. Tan hermosa que no parece sino bíblica. Pero es
él quién lo parece, transmutado en luz y ensoñaciones mientras ama sus
contorneos. Lo adoro. Quisiera eso para mí, ése amor, ésa adoración que le hace
perder el sentido y que yo lo sepa desde la distancia de ocupar otro cuerpo y
otra dimensión.
Entonces la vemos caer. Mujer
pájaro a punto de quemar las plumas con los aplausos. Cae y comienzo a reír
mientras avanzo a la velocidad del relámpago hacia el medio de la pista. Sucede
que me critico en el absurdo de visionar desde fuera mi rápida intervención.
Mujer arrugada, mendiga de uñas retorcidas, bruja de pelo mezclado con mil
olores de humo, de fuego, de incienso, de mentiras y de verdades, cautivada por
un hombre que ansía a una divinidad cálida que nadie haya penetrado. Me
adelanto al segundo en el que se desploma hacia el suelo. ¡Sí, ha llegado mi
hora! Saboreo la victoria que laurea mi frente. ¡Es mío! ¡Ése hombre ya es mío:
me pertenece! El reflejo horrible de su gesto apuntala mi dicha. ¡Mío!
Avanzo en su dirección, hacia sus
brazos, su cuerpo, su calor que me debe y nunca sospechó donarme. Mi
apresuramiento es inestable desde mi raudal de pasión sin contención alguna. El
pánico en sus pupilas no paraliza mi avance. Con la mirada en alto, divisa a la
deidad que muestra el blanco del cuello semejando un ave pronta al sacrificio. ¡Así
sea! Levita en el aire, mariposa etérea atravesada por un gran alfiler. Pienso
con rabia, sí, muérete. ¡Estréllate contra mis deseos, los de una mujer que
ocupará tu lugar en las manos que acariciaban un sombrero alado por no hacerlo
por tus pechos! ¡Fallece, expande tus sesos para que el teatro del asco no sea
solo patrimonio mío! ¡Sí! Muerta te verán todos y mi amado girará el rostro por
no fijar la imagen espeluznante de vísceras e incontinencia. Que vea mi amor lo
que su bella guardaba dentro de sí: heces con orina. Mis sonrisas recién
aprendidas me burbujean las prietas mejillas. Retumban mis huesos ante el
temblar de mis dientes.
¡Me querrá! ¡Me querrá! Canturreo
mientras ella vuela en inverso, derretidos los embriagadores tules, viajeros de
un país que ya no desearán aquellos que rompían los forros interiores de los
pantalones por tocar el placer de apresarla. Volteretas abortadas dejan un
aroma ácido en las bocas entreabiertas. Filigranas torpes que dilatan los
apéndices nasales, replegados ya ante el inminente olor a muerte. Ausencia de
bailarina graciosa, tengo ganas de saltar de puro goce. Tensando mi cuerpo vuelo
yo ahora hacia los brazos que ya siento enredarse en mí. Hombre moreno que
consolaré jugando a lo eterno cotidiano; la mejor eternidad. Bajo el cuerpo que
se precipita me sitúo y descubro mi fatal error. Mi nublado sentir me deja
ciega sin prever lo antes evitable. Si ella explosiona sobre mi flaco cuerpo me
matará sin remedio. Intento dar un paso hacia atrás, comiendo el tiempo y el
fallo. ¡No es posible! Mi fin está aquí. Duele el corazón antes regocijado en
grata plenitud; investiga, espía hasta crear un informe de realidad inmediata.
Lee que será posible que, a pesar de la confluencia de cuerpos, el bello y el
feo, sea el último el que sufra y el primero, plástico y amoldable por el uso
en trapecio celestial, sea el que sobreviva sobre el peso que me asesine. ¡Oh,
no!¡ No puede ser! ¡Qué muera!¡Qué muera conmigo! ¡Junto a mí! ¡Qué muera bien
muerta, lejos de él y enroscada con la fea!¡Masas deformes, igualadas, por fin!
¡Qué muramos juntas!
Comentarios
Un placer volver a paladear tus historias amiga
Un abrazo
Besiños.
Eres dueña de un don excepcional.
Y en cada historia se encuentra una frescura nueva e inesperada.
Besiños.
La vida pasa y manos que aferran y dan vueltas sobre el trapecio.
Amores gitanos de tez morena.
Estupendo relato que encierra la magia y nostalgia del mundo circense.
Fue un placer leerte y seré un seguidor mas.
Agradecemos tu interés por colaborar en el grupo de Facebook Revista Astrolabium.
Deseamos hacerte saber que tu poema Icaria ha sido seleccionado para ser publicado en la página web de la Revista de Cultura Astrolabium http://astrolabiumpress.com/
Te invitamos a seguir colaborando en el grupo.
Próximamente nos pondremos en comunicación contigo.
Atte.
Comité Editorial de Revista de Cultura ASTROLABIUM
En el corazón quedan vuestros comentarios!