HUMEDADES Y GUSANOS
HUMEDADES Y GUSANOS
Me arrepiento de estar muerto.
Agarro oscuridad y siento la viscosidad húmeda de uno de los insectos. Pululan
por todas partes, mi féretro es su patio de recreo. Aprieto o intento hacerlo,
porque la sensibilidad está ausente en las terminaciones de los muñones.
Unas gotas viscosas caen hacia el
vacío que han dejado mis antiguas tripas. Es un hueco infame, que estalla en
gases sin hervir. Pero se rehidratan durante un segundo, será por la fuerza de
la costumbre. Yo bebía mucho. Tenía sed de todo.
Ahora, solamente el frío se hace
eterno.
El trozo de hueso de la pelvis se
roe lentamente, acompasado, casi musical. Son el grupo de bichos que gustan de
los huesos, no tan duros como pensaba. He descubierto tantas cosas sobre mi
cuerpo que ahora sí que hubiera podido acabar mis interminables estudios de
medicina que mi abuelo había pagado para dilapidarlo yo con eternidad de
segundos.
Pobre viejo, no sospechaba él que
su único nieto era en realidad un quemador ambulante, dueño putativo de barras
de alterne y fornicador de jóvenes de cabellos largos. Las riendas de las
cabalgaduras llamadas mujeres.
Ahora que lo que resta es un
pedazo de aquel pubis que golpeteaba sin piedad contra los glúteos redondos de
las damas de la noche, no puedo más que sentir nostalgia.
Ojalá no precisara de tomar líquidos
todavía. Estrujo más fuerte y chupo con ansia animal. ¡Qué bueno! La verdad es
que no siento si algún pedazo del insecto permanece a mi alcance. Si ha caído
lo sabré por el ardor de mis vísceras que de nuevo, volverán a secarse, creando
la tirantez necesaria para juntarme los huesos a la fuerza. La mortificante
ausencia de sensibilidad de unos labios que ya no están me causa un retortijón
en los huecos bajos y desde mi esófago, pequeño y roto, surge un gemido
angustioso.
No debería estar aquí. Demasiado
frío.
Ahora, exactamente ahora cometo
el error de acordarme de la última conversación con Sofía.
-
¿Así que te vas a Ámsterdam?
-
Sí. Iniciaré mi viaje junto a dos maletas y mil
recuerdos. Entre ellos, alguno te pertenece.
-
Vete con mucho tiempo-exclamé con tono
irónico-Siempre te ha encantado teatralizar situaciones.
-
Nunca has entendido nada- dijo ella. Y colgó.
Aquél día había reventado mis
bíceps machacándolos en el gimnasio. Era un local lleno de espejos y cristal
demasiado limpio para el gusto de alguien como yo, que busca en las manos de
las enfermeras herramientas útiles de una auxiliar. El móvil lo tiré dentro de
la taquilla del vestuario. Supongo que seguirá sonando y será ella. Que se
joda. La melodía pondrá furiosa a la señora de la limpieza, pero me da igual;
es una vieja resentida que no hacía más que protestar por la cantidad de
toallas sucias que se amontonaban fuera del cesto habilitado para su recogida.
Todos las empapábamos de agua para que le pesaran mucho más.
Es que las mujeres cabizbajas son
viejas, tengan la edad que tengan. Son feas. Es un hecho constatado. Las
mujeres abatidas espían sus zapatos para no pisar a otra mujer que camine
todavía más abajo que ellas. Se colocan unas sobre otras a base de críticas
para que ninguna alcance a levantar su cabeza, volviéndose hacia una juventud y
belleza para la que saben no son dignas. He conocido a varias, pero he olvidado
sus nombres y rostros, incluso la relación que me unió a ellas. No merecían la
pena.
Supongo que terminaba llorosa, la
mujer del gimnasio, incapaz de mover el peso de la ropa sucia para desplazarla
hacia el hueco de la lavandería. No importa que sus músculos se quejaran en la
noche mientras que a mí las endorfinas producidas por el ocio, que no por su
trabajo, me euforizaban.
Los músculos tienen algo
especial. De acuerdo, sirven para movilizar el esqueleto y para sostenernos
erguidos, que ya es mucho decir, porque he visto gente que era una bobalicona masa
amorfa dentro de un cuerpo derecho y bien plantado. Serán las emociones mal
llevadas, supongo. Si trato ahora de moverme un milímetro, las formaciones
óseas que me restan, chirrían como goznes de una vieja puerta que no deseara
mostrar su envés. En cambio, si les dedicas un poco de tiempo y esfuerzo,
renacen de su atonía y son dignos de mostrar junto con una buena dentadura. Las
fundas blanquísimas que me costaron una pasta, deben de estar por aquí, en
alguna parte de este carcomido sarcófago.
Sofía no entiende nada. No
comprende que tenía que marcharme el día uno de febrero, igual que el año
pasado, cuando la abandoné. Cosas del trabajo, le dijera yo con un guiño
confidencial. Ella lo había entendido, es una chica lista que cometió el error
de liarse con un tipo más mayor con una historia personal siempre rondando
avisperos. Pero el brillo de sus ojos seguía rompiendo los esquemas de mi
realidad.
Te esperaría siempre, había dicho
ella. Había descubierto mi escondite en el fondo del tambor de la lavadora. Una
casualidad que asomara un trozo de plástico de la bolsa; es una pequeña zorrita
astuta. Me advirtió que cambiara de ubicación la mercancía, mientras se pintaba
con cómica seriedad las uñas de los pies. Dijo que por si acaso llevaba alguna
otra mujer a mi casa. Que me esperaría siempre, a pesar de que sucediera. Vaya
con el condicionante.
Yo cometiera el error de
confiarle mis debilidades, en uno de esos días en que la guardia se baja, fruto
del calor de las sábanas, placer y buen vino. Me respondía tan bien aquella
chiquilla de manos dulces y gesto comprensivo, tentado estuve de capitular
hacia un estilo de vida más normal. Resistí a las mentiras que acostumbro y se
creyó todo o casi. Que si tomara la decisión de divorciarme, que preparara su
equipaje y su vida para reunirnos en un París con nuestros nombres, que tal día
seríamos compañeros con la igualdad sostenida sin ropajes interiores.
No ignoro que ella sufrió por mí,
tras conocer mi desaparición tras el golpe. Entonces se percató de mi verdadera
forma de ser. Creo que quedó dañada ante la decepción. Hubiera preferido que continuara
siendo un peón, con horario de tres de la mañana a tres de la tarde. Un tipo
normalísimo que la recogiese del trabajo cada día y que le arropase a una hora
fija cada noche. Que llegase cansado a casa sin ganas de cama ni de cena. Un
pobre hombre sin brillo, protegiéndose del vacío de ilusiones mediante boletos
constantes de lotería. Ese no soy yo. Me gustaba el riesgo tanto que repetía mi
círculo de robos con igual resultado. Y es que hay que saber estar dónde uno
debe. Lo ideal era escoger uno de los días más activos para la policía local,
para que estuvieran todos los efectivos muy ocupados; una manifestación, una
celebración local o un evento importante. Cuanto más jaleo armaran los típicos
alborotadores, muchísimo mejor. Tierra libre. Un toquecito adecuado y a volar
lejos con la dignidad profesional bien alta. Fácil parece y me hace sentirme un
dios indestructible saber que mi actuación es impecable. Un ladrón de guante
blanco, eso me considero.
Claro que la carne me reclamaba
Sofías. Encontré unas cuantas en Sudamérica, mujeres lindas con redondeados
traseros y pechos poderosos. Me perdía entre sus brazos y les llamaba por su
nombre mientras a ella le enviaba correos electrónicos pidiéndole fotografías
para poder soñar con otra vida a su lado. Por no olvidarla. Si acaso volviera a
nacer, tal vez. Siempre Sofía.
También sucede algo extraño con
los pensamientos. Me preguntaba con mi envoltura carnal a dónde viajan tras
haberlos pensado, al igual que los sonidos que hemos escuchado. Ahora sé que recorren
el cuerpo como una oleada de goce temblorosa, traspasando fluídos, membranas
celulares, agitando emociones y químicas varias, garrapateando pensamientos,
desordenando arterias, perturbando respiraciones. Cambiando nuestro presente,
mutando ya sin remedio y decidiendo las acciones futuras. Por eso soy elegante
y educado, pues una palabra, frase o modo deshonesto, pueden accionar sin
remedio agresividades imparables ante quién negocias. Y pensamos que es justo
al contrario. ¡Qué ignorantes somos!
Ahora, imaginariamente, movería
mi brazo haciendo un gesto descriptivo con mucha seriedad pero con un rasgo
cínico. No puedo ejecutarlo ya. Se me ha desprendido un antebrazo, fue a la
semana justa de estar aquí. Fue entre horripilante y asombroso. Tensé el resto de
hebra que lograría mover el húmero hacia el pecho, cuando quedó inerte sobre la
tela de raso, tan suave y cómoda, cortesía de la funeraria. Estos tipos saben
hacer bien las camas perecederas. Lástima que de su blancura ya no queda nada. Llegué
a desear poder orinar caliente para volver a sentir alguna clase de calidez,
aún que fuera de forma torpe e inhumana. Bueno, ya he traspasado esa frontera.
Puedo adivinar sin utilizar los
ojos que junto con mis larvas, mis restos de sangre y negrura de bilis, he dejado
todo perdido. Indecente ajenas miradas y respiraciones. Aquí suspira amargo
hielo.
Lo que más lamento es la pérdida
de mi integridad física, junto con mi mano derecha, la que acariciaba billetes
y muslos. Recogía los frutos de vida con hábiles dedos. Sofía me los besaba con
fingida sumisión y descarado deseo. Maldita chiquilla que no supo enderezar sus
sospechas y que pecó de inocencia. Al colgarme el teléfono solo consiguió
enfurecerme. Ése fue mi error. De ahí mi posterior descuido, el que me hizo acoger
contra mi voluntad una bala reventona que le sentó tan mal a mi vida.
Eso sí que no podré perdonárselo.
Ni una sola vez la he sentido desde este lado de la losa que cierra este
infierno mío. Un quejido acaso, que sin duda fue de otra mujer hacia otro
amante en otro infierno vecinal más arriba o abajo del que soy okupa. Ignoro si
existen flores adornándome, aunque en vida los consideraba hipocresías coloristas
y banales. Tampoco si su atuendo es de un rojo carmín vivo o de un lila tenue
reflejo de un alivio.
Ojalá se haya muerto en
Amsterdam, en el fondo de algún canal fronterizo, bajo música de jazz y fraseos
vivos para los muertos. A manos de un sicario o de un asesino en serie.
Preciosos quedarían sus bonitos zapatos de tacón flotando como epitafio.
Ella, que decía que me esperaría
siempre.
Vuelvo a repasar las letras que
escribí en el revés de la lápida:
Te esperaré siempre, para darte tu
merecido.
Ahora me encuentro mejor.
Intentaré cerrar los párpados que no tengo, sobre las cuevas que albergaron la
mirada, que no tengo, para pensar en nuestro encuentro. Sofía… Sofía…
Comentarios
infra-encerrados... sea en la muerte o en cualquier otro modo... saca de tu pluma comnotaciones estupendas.
Estupenda.