DESESPERANZA...



Aquella tarde, el otoño se apoderara del viento

El canal de radio todavía no emitiera ningún nuevo suceso. Imposible. Nadie la encendiera desde el día anterior. Los vecinos esperaban pacientes; condición necesaria para conocer longitudes de onda, para arrancar chasquidos conexos a la caja de madera; el milagro de contactar exterior e interior de sus vidas. Amenazaba temporal, codiciando motear de blanco el envés de las hojas caídas, que dormitaban en la tierra, ahíta de agua de lluvia y de charcos con miles de nubes fragmentadas.
Las calles sucumbieran bajo la fortaleza del aire indolente, semejaba que sus edificios se apiñaban unos contra los otros, para guardar un calor vertical que les huía desde los encumbrados aleros hasta las bajas alcantarillas.
 Las veletas, replegadas en sí mismas, plagiaban serpientes de hierro que un ser despiadado retorciera, queriendo ajusticiar las flechas indicadoras. Allí, las brisas se tornaban en vientos furibundos. Los habitantes olvidaran el agrio ambiente de guerra que absorbía los vacíos de las conversaciones y los densos silencios que seguían a las retransmisiones de los noticieros. Apiñados en el bar, mutismos de ajados tapetes verdes, desintegraban recelosas sonrisas, con sumisión intranquila, esperando un acontecimiento decisivo en el rumbo de aquella situación. Estaban agazapados tras el propio temor, pero lo disimulaban cuando caminaban sobre huellas ya impresas hacia el local, dejándolo asomar definitivamente, sepultado en la primera copa. Aquella que calentaba corazones y enfriaba pensamientos. Cada uno de ellos más y más terrible… sobre un destino que se coloreaba a sí mismo de tétrica negrura.
Que el bar se llamase “Desesperanza” no habría sido más indicativo de lo que dormía y despertaba en su interior. Allí tenían la oportunidad de escuchar las noticias, hecho vital para el funcionamiento de sus disertaciones individuales y en ocasiones, colectivas.  La radio tenía un lugar privilegiado en aquel refugio. Era una caja de madera que el antiguo relojero había preparado, el que fuera estraperlista durante mucho tiempo, antes de regresar a la barriada con lo puesto y un brillo de añorar cosas mejores. Pecados que ahora parecían no tener importancia junto a la transportadora de nuevas músicas. Había nacido una nueva clase de ritmo, aunque nadie de los presentes le prestara atención, ni la definiera como tal si llegase a hacerlo. El ritmo joven nunca baila bien en zapatos desgastados.
Los muchachos estaban lejos; rondaran tiesos, orgullosos, con la palabra “Patria” rellenando sus bolsillos, dentro de los uniformes que les había dado el gobierno. Un mundo creado a golpe de estrategia. A los primeros reclutas, chiquillos con sueños que evolucionarían en pesadillas, el resto de sus noches; les ofrecieran dinero, honor y fama, con una distinción que les prometía un futuro lleno de loas, a la profesión que comenzarían: matar a semejantes tan confundidos y asustados como ellos mismos.
Pero ahora era la emisión radiofónica la protagonista. Así estaba, tras sus altavoces, ventanas ojivales que recordaban cúpulas góticas. En ellas se enramaban las tardes de aquel arbóreo otoño con aguanieve, que amenazaba saturarlo todo en cristalinas tristezas.

 El dueño, después de echar un vistazo al reloj, se acercó hacia el mueble que sostenía la radio. Era la hora de las noticias, sintió en la nuca los ojos de los que dejaran las partidas en suspenso, las barajas en la mano, las apuestas derrotadas encima del tapete de las mesas. Llegado el momento de las crónicas todos se paralizaban, los vasos adquirían distancias, dejando el sentido del gusto libre y el afán de ahogo a favor de oídos y escucha atenta, dando a las conversaciones tregua y a los cigarros pausa.
Pero esta tarde el otoño, manto de hojas muertas, vaivén de ropajes escarchados, amenazaba con algo más que el recibimiento de notificaciones de alguna derrota de los aliados. Amenazaba con la carestía que hacía tiempo asomaba su nariz por el cristal de la ventana de cada salón. Hoy se le presumía llegada y cada cual trataba de rogar a su dios para que, aunque sucediera, le dejara bien parado de su visita. Que no se quedara demasiado tiempo.
Los transportes eran unas remembranzas utópicas en las que nadie tenía fe. Si, decían que la región más meridional y mejor comunicada con el país vecino, contara con buena cosecha, pero en esta parte que nos ocupa, el pedrisco y la falta de mano de obra había desplazado la posibilidad de contar con el avituallamiento suficiente. Ni aún recibiendo todo el dinero que el gobierno prometiera para tal circunstancia, lograría que algún camión emprendiera el viaje hacia esa ciudad, tan sitiada y aislada frente a las inclemencias del tiempo, como sólo pueden estarlo las murallas de un castillo abandonado. Algunos hombres veían en este asunto la mano traicionera del dirigente encargado de estas lides, mas cuando no se puede arreglar un asunto, las pataletas políticas debían ser relegadas por una contemplación callada y táctica a la espera de mejores ocasiones.

 Las raquíticas despensas habían adelgazado, quedando algunos restos misteriosos en botes de cristal de antiguas frutas convertidas en mermeladas por las mujeres, algún resto de proteínas en salazón, pero jamás quedaba café, harina o azúcar. Ni siquiera achicoria para engañar las papilas gustativas y la imaginación, ni miel para suavizar las horrorosas llagas que se producían en la boca de los niños por la falta de fruta fresca.
Una vecina, sabedora de que cerebro y vista son los mejores aliados del engaño, hiciera llenar los estantes de su despensa con cajas vacías, amontonadas como si esperasen a alguien que las ordenara, con restos alimenticios visibles desde la puerta. Papeles viejos llenaban las cajas y los capazos, algunos incluso rotulados con bonitas letras: huevos, galletas, miel. Con ristras de paja colgadas de la pared, acaso con una o dos cebollas, más una decoración de teatro que un almacén para subsistir.

A su marido no le había engañado ni por un momento, pero su anciano padre miraba a su hija con orgullosa resolución; a ella le bastaba su tranquilidad. Las necesidades de la vejez son escasas y disimuladas. Su hijo pequeño jamás llegaría a descubrir los papeles que inflaban las barrigas de aquellos bultos. Le diría siempre que algo más tarde sería la hora de comer y saborear aquellos alimentos, distrayéndolos con juegos y sabiduría propia de quien conoce que el fin justifica los medios. Ninguno de ellos, abuelo y nieto, sabían leer, y si contaba con el milagro de algún alimento, hacía el rol de maga, en un espectáculo, sacándolo en el momento adecuado ante los ojos asombrados, ávidos del chiquillo y de su viejo progenitor.

En el local, la desesperanza, al igual que su nombre, era el tablón de salvamento ante una ventisca glacial que anegaría todas las viviendas y la totalidad de almas.
La radio tras chasquidos, quejidos y onomatopeyas inconexas, comenzó a hablar convirtiéndose en la resonancia más fuerte. Pues sí, la derrota de los aliados no dejó de imprimir unas arrugas más en cada rostro. Nadie dijo en voz alta que lo sabía. Aquella guerra terminaría algún día y estarían allí para recoger despojos, a no ser que el hambre les terminara royendo los huesos hasta el tuétano.
La viuda del alfarero rompió a llorar en silencio, mientras se oía la previsión del tiempo para las próximas horas. La nevada y la tormenta de frío que anunciaban, asegurarían el total desabastecimiento de provisiones, por lo que se rogaba a la población que tuviese paciencia y cortedad en sus apetitos.
Un veterano resopló con furia y desaliento.
El dueño del bar silenció la radio. Los demás comenzaron de nuevo a beber, si acaso con más ahínco, y asieron sus cartas como agarrándose a una esperanza que estaba fuera de aquellas paredes.

Desprovista de abrigo, una esperanza a la intemperie.


Comentarios

Sir Bran ha dicho que…
Una población sitiada
abrigada por las ondas
y una bebida que ayuda.

Al fin has vuelto
a dejarnos tus palabras
bien conexas...
ricas en matices
y espléndidas en ángulos
de significados.

Siempre has escrito bien
ahora escribes mejor.

Besiños.
Anónimo ha dicho que…
¡Genial! Saludos, Susi. :D
Juan Escribano Valero ha dicho que…
Hola Susi: Muy bueno tu relato.
Recien salido del hospital paso para dejarte un cariñoso saludo
Un fuerte abrazo

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