TENDIENDO REDES
TENDIENDO REDES
“ Mi madre cocinaba.
Llenaba el aire de vapores alimenticios, desde el fuego, hasta el recoveco más lejano de la casona. Aprendiera de la abuela, su madre, que poseía una pensión cerca del puerto. Olía siempre a
sal. Se colgaba de la pituitaria con el ensañamiento de las anclas que amarraban los barcos en el muelle. Con lo poco que
donaba la tierra, aquellas parcelas cortas y achatadas en extensión, aprovechadas en su espacio al máximo, preparaba platos calientes para los marineros que arribaban desde la ría, procedentes de muy lejos. De otros países. Fantasías que me contaban cuando se arrancaban a hablar de sus aventuras, imaginándose corsarios, pescadores de tesoros, románticos marineros, capitanes todos ellos de trozos de los océanos que surcaban. Eso me contaban, y yo los imaginaba siendo escupidos por ballenas gigantes en la calle que nos comunicaba con el balanceo incesante de los mástiles.
Hombres de mareas. Cada quién con su historia de oleajes.
La casa de mi abuela era de piedra, grande, con tres pisos y varios barracones anexos en la parte de atrás, que daba a los cobertizos de los animales. Estaba dedicada por entero al menester de acoger, servir y dar dormida a cuántos Jonases atracaran en los escalones de la entrada. Yo, aprendiz de grumete, me enrolaba en todos los suelos, correteando entre todas las paredes, dueño absoluto de la representación infantil, gozaba de libertad de hablar y preguntar a todo aquél que quisiera bajar a mi mundo surrealista.
La planta de abajo dividía sus muros entre un bar y un comedor. Una barra formidable, y más desde mi pequeña perspectiva, semejaba un parapeto surgido desde las entrañas mismas de la tierra. Por dentro, para dar la talla a tal altura, los abuelos atendían a la clientela encima de palés de madera, que lograban elevarlos del suelo, para alcanzar la barra más cómodamente.
El niño, yo, no los conseguía ver, ni siquiera de puntillas.
Detrás, barriles y botellas emigrantes en diferentes rincones y repisas. Molinillo de café y achicoria. Cachitos de serrín para barrer en el suelo, tarea que fue mía cuando alcancé la altura suficiente, llegando al borde del mostrador con mis dedos seguidos de los ojos. Allí llegaría un día, recibiendo permiso para servir mi primera “chiquita” a los fracasos y alegrías de aquellos hombres. Cuando dejaba caer, ordenadas, las serraduras limpias y menudas, jugaba a ser un dios con las rodillas rozadas, que hacía llover astillas a su antojo. Un Zeus sin truenos.
Un sencillo grifo para lavar los vasos de vino era uno de los protagonistas de mis juegos. Allí se libraban guerras entre
porcelanas, pareciendo sangre las gotas que viajaban adheridas en los labios de la loza. Paquetes de cerillas, de palillos. Cajas de maderas tan vacías, que reclamaban el alimento de los cascos, envases de colores de gordinflones cristales, verdes, marrones, transparentes, rojizos fuertes, que era lo que me gustaba coger para jugar con los demás niños. Y como no, las chapas, que eran las más brillantes del barrio, así como eran las monedas de los mayores. Era la envidia de los chicos. Todos querían jugar conmigo.
Los marineros venían cuando las mareas. Atracaban en las escolleras y subían la cuesta con grandes fardos pero con ágiles pasos. Necesitaban un buen afeitado, una cama mullida y un plato caliente. Todo lo encontraban. Incluso “unha cunca de bó viño”
Bebida y palique. Medicina contra "a morriña".
Cuando un barco llegaba, ya todo se disponía. Mi madre organizaba la fonda, mientras la abuela se ocupaba de las tareas de la cocina, repasaba sábanas, jabones y aireaba los colchones. Les atizaba duro mientras me miraba de reojo, con una sonrisa que yo también correspondía. Jamás llegué a probar aquellas fuertes y vigorosas sacudidas.
El pilón se veía agobiado ante el peso de tanta lencería, apilada, que luego sería colgada de los cordeles en la parte de atrás de la finca, azotándose contra los rayos luminosos y la brisa que sabía menos a sal y más a tierra removida.
El olor del jabón se quedaba en mi madre. En sus manos, que desleía en mi pelo, tras acariciarme, cosa que hacía no sólo con las manos, sino con los ojos.
La necesito. Quiero que venga. Quiero mis chapas brillantes para jugar. Quiero oler el jabón. Ver sus ojos.
Me siento huérfano, tendiendo redes."
Comentarios
¡Un aagradecidísimo abrazo!
al marinero y la salitre del mar
en las venas, ojalá que halle
eso que tanto desea.
Un texto precioso Susi.
Un beso
Gracias a ti.
Un beso.
Lo del olor a cocina... lo del palique a modo de apaño, o cura... es algo que también me ha tocado en suerte.
Creo que este texto es de los más descriptivos que te he leído. Aquí, convierte tu forma de ver las cosas en un personaje más. Esas descripciones tienen alma y tus letras tienen alma, y tu cuerpo está cargado de intenciones, letras y conjugaciones varias.
Es increíble como consigues que cada objeto, que cada cosa que cuentas haga que nos familiaricemos con tu entorno. Nuestro paisaje emocional, tantas veces, lo conforma tu escritura. Me has hecho pasar un buen rato. Te he imprimido y me has acompañado a tomar un café. Y cuando aún no había terminado con él, ya tenía este comentario en los labios…
Ha sido un placer volver a ti. Ha sido un placer sumo, y sigo, volver a aquellos años tuyos donantes de recuerdos...
Te dejo un abrazo, estival...
Mario