ONZA DE CHOCOLATE



                                                              ONZA DE CHOCOLATE



Mi padre vuelve a sus paranoias incómodas. Camina a lo largo del pasillo intentando disimularse con el perchero de la entrada; mutar en silla tapizada en tonos rojos y blancos que ofrece descanso ante la habitación que fue de mi madre. Bajo el cuadro que pinté en mis clases de manualidades, se atrinchera, plegándose todo lo que le permite su edad. Su rostro transparenta deseo de invisibilidad, tal vez crea que tiene pintadas de camuflaje. Tras él, gatea, se arrastra, aspira bolas de pelo del gato con ácaros, a partes iguales, mi hijo menor. Son seis años de soldado raso contra ochenta de mando y modo militar. Un par de maquis que se desenvuelven bajo las chaquetas, lámparas, cuadros y techo alto de mis comprensiones. Viven en el mismo mundo, sufren de igual enfermedad. El abuelo cuchichea al oído de su nieto el secreto plan que le ocupa todas las tardes. Se agitan al unísono y comienza la búsqueda incesante, ansiosa, bajo el sofá, encima de los estantes, sobre la vitrina de cristal que alberga, desde inmemoriales tiempos, la vajilla buena, decía mi madre, que no llegó a utilizar jamás. Ahora falta la orgullosa ensaladera, media sopera y tres hondos platos.
Yo les vigilo a partes iguales. Agarro mi uniforme de camaleón mimético en la mano derecha, felpa suave siempre manoseada y la arrastro por todas las superficies que se extienden de forma implícita o explícita. La madera brilla, la baquelita se limpia, el cristal reluce. Mi padre no me mira a los ojos, me rehúye porque en su nuevo córtex cerebral, seco y ajado, algo le dice que no debe hacerlo. Creer en las mentiras es tan necesario para moldear la verdad presente, que miente a la vez que dice la verdad.
El niño se agarra a la camisa de su superior jerárquico. Van en busca de un tesoro, yo lo sé, el vecino de arriba lo sabe, mi madre lo sabía y cualquier persona de este mundo tendría la certeza viéndolos cuerpo a tierra con esforzado ademán.
Salen de su guarida, la última trinchera preparada sobre la tarima del ventanal y el radiador cuando mi voz grita lo suficiente para despertarles las neuronas auditivas. Las he acostumbrado a obedecer la orden de “¡Todo el mundo a la cocina! ¡Hay chocolate para nuestras tropas!” He comprobado empíricamente que la sinapsis de las células cerebrales funciona correctamente tanto en el caso del autismo como en la demencia senil.
Ambos se sientan con gesto obediente y sonrisa feliz en los ojos. Mi padre se deja colocar la servilleta, decorada con infames cuadros azules. El niño junta sus manos sobre su pecho para impedir que le coloque algo similar. Me enternece su negativa callada, a la que sigue el alisamiento del babero del coronel, todavía ante sus ojos con galones y dignidad militar intacta. Coloco en el plato, además de tres galletas y un gran vaso de leche, dos pastillas de chocolate para cada uno. Siempre tengo que fingir que no miro cuando, igual que monedas en colecta misal, desaparecen misteriosamente. Después las descubro en una de las antiguas cajas de puros de mi padre, rescatándolas con mimo de un seguro derretir.



Mi padre fue alguna vez, algo mejor que mi padre.
Hace ya tiempo, cuando ya el olvido le roía el cerebro, contó en una sobremesa la historia de las onzas de chocolate. Fue demasiado tiempo.

El soldado Luis Antonio Benavides Odezuela, dio un paso al frente mientras el miedo, mezclado con ira, revolvía sus tripas. Hacía días que no comía, que no bebía, que no pensaba. Pero en este momento, en este preciso instante, estaba resarciéndose del hambre, de la sed, del enlentecimiento mental.
El soldado Luis Antonio Benavides, había cazado un par de liebres, cerca de un riachuelo, gracias a unas trampas que su padre le enseñara hacía ya demasiados años. Supuso un riesgo cocinarlas en un buen fuego, pero calculó la dirección del viento y decidió arriesgarse. De nada valdría no hacerlo y morir de inanición; morir, de todas formas. Con el estómago repleto, es más probable que los ataques de pánico menguaran y pudiera pensar con claridad. Hacía frio en medio de los árboles. Se imaginó dándose lástima a sí mismo, allí sentado, hombre joven, de pelo negro, cuerpo agotado, corazón desosegado y perdido como todos. Desconocía que su pelo era ya, canoso e hirsuto, de hombre que naciera envejecido. El alivio de ingerir, de beber, de pensar, le rompió el alma en dos y comenzó a llorar.
Lloraba cuando volvió a la casa de sus padres. Cuando se casó con la mujer que mejor consolaba, cuando abrazó a su primera hija. También sollozaba cuando saboreaba, todas las tardes de domingo, con los ojos, las onzas de chocolate que el gobierno racionaba para cada familia. A su hija le encantaba el chocolate, igual que a él mismo.
Tras la historia, su hija jamás volvería a probarlo y él se olvidaría de tratar de compartirlo, a no ser con su pequeño aliado.

Mi niño es autista y mi padre, más que olvidadizo viejo. Los contemplo con serenidad. Huye la tristeza mientras se instruyen el uno al otro en la guerra por sobrevivirse. Se pertenecen en su universo. Nuestra felicidad, la suya, la mía, es un par de pedazos de dulce chocolate. Es un pasado y un presente. Lo que podría vislumbrar de otro mundo posible. O no. A veces, también necesito saborear una onza, llorando, entre suspiros. 




Comentarios

Domingo ha dicho que…
Mi querida Susi, desconozco si la historia que hoy nos traes incide frontalmente en tu vida, de modo tangencial o de ninguna de las maneras, pero quiero que sepas que me ha conmovido. Ha sido una sensación telúrica de muchos grados en la escala Richter de las emociones. Prodigioso cómo las toperas y los diversos túneles subterráneos del relato conectan dos universos en apariencia tan distantes pero que, en el fondo, comparten hilos del mismo telar. Hoy me ha gustado especialmente la urdimbre de tus palabras, que a modo de tuneladoras me llegan muy dentro.
Esilleviana ha dicho que…
Los alimentos y en especial, los dulces, tienen ese poder evocador facilitando el recuerdo y en ocasiones, el ensueño. Esta historia es un recuerdo vivo y latente, envuelto en un simpático papel de regalo, donde la complicidad de un abuelo y su nieto ofrecen este dulce chocolate, con un sabor muy especial.

Siempre escribes muy bien :)
Mario ha dicho que…
La paranoia se produce cuando no se consigue leer algo tan bueno como lo que cuentas, mientras escribes.

Es, como siempre que te manifiestas letra mediante, un placer álgido, un encuentro en la primera y única clase de los viajes infinitos a la literatura.

Ya te he dicho un puñado de veces cuanto necesito, por gustarme, tus descripciones. No escribes por escribir, no te leo por leer; todo lo que haces lo haces para que consigamos un extra en nuestra vida de letras, en esa historia apantallada y cuadriformemente catódica.

Esa huida de la tristeza, esa luchar por sobrevivirse es, sencillamente, sublime.

Mi admiración.

Marisa ha dicho que…
Querida Susi un relato
que por duro
no deja de ser enternecedor,
tu sabes ponerle esa dulzura
que obra como milagro,
un amortiguador
a la dureza de la vida.

Un abrazo de los nuestros.
Rapanuy ha dicho que…
El calor abrasador de este verano tórrido seguramente funda las onzas de cacao solidificado, pero no conseguirá deshacer la sensación tan real que este relato transmite.

Las arenas del tiempo corren en ambos sentidos uniendo lo viejo y lo nuevo en un bucle sin fin.

Besos.
LaCuarent ha dicho que…
Siempre que te leo provocas que mi cuerpo o mi mente sienta, a veces es más superfluo pero hoy amiga mía, se me ha escurrido hacia las profundidades.
Me encanta pero eso ya lo sabes

Un besote
Anónimo ha dicho que…
¿Qué puedo añadir que no se haya expresado ya? Que en el principio estaba ya esbozado el final, y en el final aún no se había olvidado del todo el principio...Me ha encantado, aún por lo duro y la tristeza melancólica que destila...
Lapislàzuli ha dicho que…
Que decir cuando algo te llega al alma...Excelente escrito,Susi. Mucha fuerza siempre amiga mía, y un abrazo muy fuerte cargado de cariño para todos vosotros.
Lapislàzuli ha dicho que…
Que decir cuando te llega algo al alma... Mucha fuerza siempre, Susi, excelente escrito, lleno de amor y ternura. Un abrazo enorme querida amiga.
Sir Bran ha dicho que…
Estupendo relato... dejando los matices del aislamiento en manos de unas onzas de chocolate.
Estupendo leerte, imaginar lo que describes, todos bajo el cuadro que pintaste en las clases de manualidades.
Tu imaginación es capaz de dar muchísimos detalles.
Felicidades.
Anónimo ha dicho que…
Aunque si te he leído, hoy quiero dejar un rastro. Me ha dejado pensativo esta historia. Padres, hijos, abuelos..mi papel en el mundo, en mi mundo. Gracias. Manu Tomas
Magica Hilda ha dicho que…
Me encanta tu relato Susi, además de estar escrito magistralmente, posee´ternura. Además me gustaron mucho las descripciones, la tristeza que se respira, y ese momento mágico de comer chocolate punto de unión entre dos seres entrañables.

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