Divagación en oscuro
Divagación en oscuro
La oscuridad del garaje,
temporizador mediante que hemos dejado suceder, yo por desconocimiento la
primera vez, él por conocer la circunstancia; es total y absoluta. Excitante.
En un momento, mi cuerpo no tiene más contorno que el de sus manos, y el suyo
se transforma en un peso que intenta meterse en mí a toda costa, salvando las
barreras naturales y alguna artificial en forma de encaje.
Si hubiera esperado un poco, mi
respiración cesaría igual que la mala leche corta el momento tertuliar de café
expreso espumosamente firme. Tal vez no había bebido suficiente aquella noche. Tal
vez tampoco fumara lo adecuado. La nocturnidad me juzgaría carente de
semejante, de calor de animal normotermo pero burbujeante. Que mi piel, pese a
las corazas vestimentales apreciaría el aire frio jugueteando con las partes
desnudas o deseosas de estarlo. Avidez rebosante. Sería entonces y solo
entonces, que en mi pequeño interior una voz infantil, pero madura rogaría por
favor que viniera a mi encuentro, con manos agitadoras, con demoledores besos,
con la fuerza infinita de sus empujes. No soporto el abandono corporal, resquicio
traumático de la añoranza del primer traje que hicieron los médicos en forma de
escayola pesada y crisálida, tan protectora como defensiva. Estuve años
habitando su interior, anestesiada en el tacto, en el movimiento, en el
conocimiento anatómico de encontrarse ante otra persona que tuviera corpúsculos
sensoriales. Los desconocía, pues nadie los frecuentaba; sin ese requisito,
nada medra lo suficiente. Alguien me habló de que tenía una vecina que golpeaba
insistente su pared cada noche. Todos alguna vez lanzamos llamadas de socorro. Un
llamada desde el interior del pecho en un apartamento minúsculo, aunque
suficiente para no ser considerado un zulo. Algo así también sacudía cada batir
del corazón, reclamando tiempo y espacio, nunca abrigado bastante contra la
blanca cáscara. La frialdad se equilibraba con el peso, tanto, que ahora mismo
soy incapaz de dormir sin ciertas tintadas manías, en grafía de acompañante,
edredones o cojines. Mi hipotermia es ya legendaria. Sería en aquel momento,
digo, que al igual que en un cuarto en forma de pasillo oscuro de intercambio,
estaría propiciando cualquier relación que me abocase a caer en un abismo
sensorial sin fondo ni medida.
Pero con límites iniciales de
temperatura, siempre superior a la máxima.
Al fino hilado de lenguas, el
local de sexo explícito en promesas, semanas antes visitado, hace su remembranza
sin distraer el mecánico besar.
En realidad, esperaba mucho más
sórdida y extraña la experiencia. Una oscuridad densa y pesada, aliviada por
una música casi sensual o apenas melodiosa, daba la entrada al mundo de las
relaciones humanas. Un nacimiento que parte de lo virginal. Esto no sucede en
el momento del nacer por lo general. Pero llegar a esta vida con hilo musical,
rodeada de agua tibia con las sales apropiadas, pétalos de flores y con una
madre universitaria susurrando que todo el infinito estaba en armonía ya
predispone, y mucho a que el primer tacto humano que te regalan, rescatándote
del temor de la llegada semeje una accidentada travesía pero con retrovisores
laterales a los cuales mirar ante la presencia de dudas. Llorar en ésas
condiciones es liberador.
El respeto es fundamental, me
había dicho la voz a la que borré contornos por si acaso algún día volvíamos a
vernos en un lugar menos en penumbra. Quizás incluso más sucio y mísero: un
autobús, el partido local, la caja del hipermercado o una librería. Era una
mujer la que hablaba, dando el punto de tilde rojo apropiado para no distraer
demasiado del tema que nos ocupaba, ahora mismo, no la instrucción didáctica-filosófica,
sino el sexo venidero. El respeto es fundamental, me repitió, pues cada persona
tiene que elegir libremente aquello que quiere sentir. Si algo no te gusta, te
encuentras mal o molesta, no dudes en ponerte en comunicación con nosotros,
dijo silenciándose. Entonces se fragilizó el deseo. Todo el mundo sabe que el
silencio es delicado, el mínimo suspiro o carraspeo lo asesina.
El silencio se instaura en las
miradas y retorna nebulosa dueña de sí misma. Aquí fue, preciso instante,
cuando trastabillé y caí… padre, no me arrepiento en absoluto, es más, es un
pecado que deseo frecuentar, agrandar de venial a mortal, dilatar su cuerpo en
el tiempo hasta tornarlo en masa de inoperable obesidad mórbida.
Cogí la toalla que me ofrecía a
modo de último reducto de escudo y me dispuse a equilibrar lo que se pudiera,
paseando con los zapatos de tacón más agudos de mi armario, el pulido suelo
casi blando que me sostenía. Caminar por la vida, también es colocar tu anatomía
vertical con el alza adecuada para cada ocasión. Tomar actitudes que atacan
defendiendo o defienden atacando. De todo hay, según la edad y la posición
valerosa de cada uno. Los zapatos estilizados son un recurso más para animar a
la cercanía de seres que les gusta el ruido de la firmeza; una rotundidad a
cada paso.
La oscuridad por sorpresa excita
algo, desprotege mucho y no calienta nada. Todo lo demás en aquél garaje era
calor húmedo sin consecuencias. El índice de humedad debía de ser altísimo,
aunque el vapor rezumaba más gotas entre la línea ventral del deseo. No fueron
las circunstancias las que se mostraron propicias, mas fue mi cuerpo el que
inclinó alguna apetencia que yo intuía necesaria, urgente y hasta brutal a
pesar del cerumen con que me había obligado a ensordecerme. Tal vez no me diera
tiempo a encerar del todo los oídos, porque unas voces ajenas me susurraban que
aquella tormenta no sería de paso, de tránsito, sino que se me instauraría
volviéndome la piel del revés.
Advertí constante, aprisionada
contra aquella plaza de garaje minúscula, sofocando el gemido y el abandonarse
en la yema de los dedos, en cada beso, que su lengua se apuntaba en la
terminación, evidentemente, no era bifurcada, aunque era imposible no hacer
asociaciones entre su angular remover mi saliva. Allá, local sin neón ni
rótulos, del que se sabe buscado y encontrado sobre voluntades instauradas en
el bajo vientre, con pose de experta promiscuidad
rutinaria, también estaba yo dividida en dos, con mi toalla blanca, pequeña y
suave alrededor de mis caderas, intenté acostumbrar mis ojos a la penumbra, tan
necesaria, defensiva, exhibicionista. Solo alcanzaba a caminar a pasos cortos,
pues algunos de los cuerpos que se amaban, obligaban a zigzaguear en medio de
la estrechez premeditada. Decidí no alterar sus posturas, ni hacerme por ver
demasiado, todavía no. Un taburete al comienzo, por supuesto ya ocupado por
unas nalgas femeninas me otorga la visión paisajística de unas piernas abiertas
justo a la altura deseada para su acompañante, de sexo no muy definido sin
genitalidad contemplativa. Suspiros, gemidos y jadeos que iban subiendo mi
adrenalina y descendiendo mi pudor. Alejé de mí todo pensamiento sobre posibles
enfermedades sexuales, de errores que transcendieran al mundo real de reborde y
basuras necrosadas amistosas y orgánicas, de roturas vivenciales o letales explosiones.
Tomé conciencia de que era necesario rendir la mente ante el cuerpo intrépido,
prometiendo al unísono ser devota. Fue entonces cuando su lengua se volvió
redondeada y exploradora, luchando a la par de la mía. Claridad dentro,
oscuridad fuera, bajo límites epidérmicos.
Caminaba sobre cuerpos que se
derrotaban, abstraídos entre lo que se les enredaba en la boca, en el pelo,
entre sus depiladas ingles. Mis pasos los rodeaban, al comienzo llenos de cuidado,
después, con mimo, metiéndose entre los huecos que formaban las angulaciones
naturales de flexo para observarlos con detenimiento. No pude resistirme mucho
más.
Deseaba que alguien me rozara la
piel. Sin concesiones a reparos. Lo necesitaba, hasta ver como surgía desde mi
vientre hasta inundar de avidez las curvas de mi figura. Sería un detonante, un
estallido de frenesí, de apoderamiento, de locura. Me sentía vacía de sentir,
desahuciada de un mundo que se amaba sin medida, de carnes prietas que se
amasaban a sí mismas y a todo lo que encontraban en sus inmediaciones. Casi me
sentí eufórica, cuando, inclinada sobre el hombre de una pareja que se
cabalgaba, mi pelo descendió curioso hasta acariciarle la cara. Abrió los ojos
y al verme, sin sonreír siguiera, me atrajo hacia él. Lo que recuerdo más
vivamente, es que no desperté del hechizo pasional hasta salir con el cabello saciado
en curiosidades, mojado bajo la luz clara y vibrante de las farolas de la
ciudad. Me dejé bañar en fosforescencia y sonidos urbanos. Colores de semáforos
con restos de bolsas de aperitivos consumidos entre dos movimientos de reloj.
Levité la vuelta a mi casa, puliendo esquinas y levantando adoquines para
encontrar la playa que siempre aseguraban estaba debajo. Aquél día, incluso
construí castillos preñados de caracolas internas. Mi cabeza giraba sobre lo
ocurrido, a pesar de mi euforia.
A lo largo de mi vida, me he
encontrado con hombres que me han atraído hacia ellos de igual forma, con un simple
alargamiento de brazo, tras abrir los párpados y observarme, tras contemplar,
encapricharse y desenamorarse en un par de encuentros selváticos con cualquier
otra mujer. Desde luego, yo no era la que les cabalgaba primero, de eso se encargaban
las más divertidas, más fuertes, más altas y rotundas que yo. Pero volvían de
rebote, en plan remanso de unas relaciones que jamás llegaban a lo que ellos
deseaban, o que se aquietaban en alguna coordenada vulgar y carente en
profundidades, negándose a caminar un poco más allá. Eso en el mejor de los
casos. Con los años, he comprobado que también rebotan las relaciones
estacionales más diversas en coloraciones, desde las amarillentas yermas hasta
las fecundas, pluviosas y azuladas. Aunque si me dejo llevar, recuerdo que la insuficiencia
urgente de la primera caricia era un hermoso momento estallido (¡Boooooommm!) que
mutaba lo presente para encontrar futuros ya instaurados e imparables. El
primer tacto es el definitivo.
Cuando otorgué la vida a mi
primer hijo, al llegar al hospital, cansada, ojerosa y pensando volver a entrar
en mis queridos pantalones vaqueros… (No me culpen… era un excelente recurso
mental y a la vez, dueña todavía de demasiada juventud) el momento de
atravesar, también en esta ocasión el pasillo, claro que con sus diferencias de
luz y sudor, quería haberle otorgado mi mano pequeña y temblorosa al celador de
turno que me acompañaba, ante los gritos de una enfermera que desbordada de
trabajo y mal genio lanzaba imprecaciones al cielo ante una parturienta
primeriza como era. Encontré el enganche en los ojos del hombre y me di por
satisfecha. Mi niño presente y mis desgastados vaqueros futuros; el
caleidoscopio vital giraba de nuevo a la velocidad adecuada. Resistí, pero se
me hizo más difícil sin la conexión táctil en tan importante momento. Todo
cambio de estado necesita una mutación de secuencia.
Con un rozamiento apenas
imperceptible, sería la tonalidad social la que sobrepasara el temor ante la
vida, en todas sus manifestaciones. Es cuando rompes esa barrera que un mundo
infinito se abre ante ti. Buscamos el roce del otro, ya sea casual o
intervenido, sugerido o demandado. Algunas relaciones son así, tenues, rápidas
e intensas, necesarias en un momento dado y olvidadas con igual vehemencia. Es
reforzar, aceptar a amigos, familiares, amantes, aceptando dobleces en el papel
de cada uno de ellos con respecto a una misma. Mientras dure.
La permanencia de los cuerpos,
dependerá también de la primera impresión, desde luego. Jamás hubiera salido
bien ninguna experiencia si me llegara una caricia al comienzo del pasillo, en
plena oscuridad y sin haberme construido una observación; colores, formas,
paredes, techos. Todo precisa su tiempo. Una composición del lugar que me
rodeaba y de mi propio cuerpo, antes de cerrar los párpados, pestaña sobre
pestaña. Hacerlo a contratiempo sería abortar la ocasión. Al igual que en el
resto de la vida, que una persona te toque sin desearlo o sin establecer la
confianza suficiente con ella, puede resultar demoledor para cualquier clase de
vínculo posterior.
Estuvo bien mi abandono inicial,
mediano y cabo. Tal vez no vuelva jamás, pues el final, con claridad impía, con
su bienestar bajo el agua caliente de una ducha de diseño, llevó mis miedos,
recelos, curiosidades por el desagüe hacia destinos más terrenales, domésticos
y con rostros claramente definidos. Por fortuna, sabía dónde se encontraban,
sin posibilidad de error. Allí donde la oscuridad acababa, perdiendo la lucha
contra la luz, moría también mi ansia de retarme a adquirir excusas para forzar
situaciones, bajo la idea de “a ver hasta dónde puedo llegar, es por saber, es
por conocer, es por ser quién no soy o serlo sin tener que escuchar alguna
conciencia forzada y que repudio” Arriesgando
vida. Pensamiento que me acercaba a la muerte de otros pensamientos, como que el
final o la muerte no deberían ser tan complicados, tanto sufrimiento que
conlleva una larga enfermedad, o el lacerante desgarro de un adiós no
pronunciado a tiempo. Que nadie debería morir solo, si en vida no le has dejado
caminar bajo una tormenta ni dejar de acompañarlos en una tarde lluviosa y
triste, sin otorgarle tu compañía y tu abrazo. Rupturas amistosas. Y aunque lo
hicieras en el pasado, plantéalo en el presente. Uno no es el mismo. Una no es
igual.
El olor del garaje es una mezcla
de gasoil derramado, polvorosa caja de herramientas y humedad. Me ubico de
nuevo en los besos que me han distraído de ellos mismos.
Algún rumor lejano molesta mi
tímpano, proveniente de la puerta peatonal de las plazas de aparcamiento. Él y
yo, sostenemos nuestras respiraciones, echando mano a la vez de nuestras
respectivas ropas. Se me escapa una sonrisa, casi sonora. Le escucho sonreír,
nada como desnudarse juntos y vestirse juntísimos. Es algo que hace historia.
Nuestra historia. Que los “te quiero” no nazcan, es una protección y una
defensa. Escayolas para el alma.
Tal vez, incluso, la falta de
alcohol suficiente.
Comentarios
Un fuerte abrazo
Abrazos.
Los instantes que se acreditan en ideas y bocetos literarios, merecerán siempre ser vividos, sufridos y esperados
Gracias por compartir.
Saludos y un abrazo.
Eres curiosa incluso escogiendo los títulos. Seguro que mimas ese momento que es acentuar lo que vamos a leer. Sabes secarnos el aliento y aguzarnos la vista para lo que se nos viene encima. No sé, pero creo que logras cada vez más, cada vez mejor, cada vez con más intensidad que queramos vivir en tus noches, y ser partícipes de tu dicha, que es, sin ir más cerca, tu manera de acariciar las palabras.
Este texto sabe a noche, a café expreso, a cuerpos hablantes, a frío azul, a ausencia de aburrimiento, a vestimentas para la ocasión literaria, a esa avidez tuya, tan ambivalente, que amenaza con desbordarnos frase a frase, a animales que protegen sus pieles y velan nuestro celo, a voces de niños que resuenan a lo lejos, de abanderados abandonos del olvido, a escayola que cura las roturas del alma, a la suficiencia que se encuentra en la carta tan esperada, a suspiro del rey chico al abandonar su ciudad, al final de ese cuarto en el que encontramos un tiovivo en el que tus verbos nos invitan a actuar... y todo, otra vez lo que se conoce por todo, empieza a girar con la misma maestría, pero cada vez, más veces... Te haces inmortal en cada relato. Eso es bueno... Podría seguir enumerando, si te preguntas por qué no lo hago, cada una de las emociones que consigues arrancarle a mi corazón con todas tu entradas. Eres un hábitat en el que se aprende a vivir sin coartadas. Aquí se viene a esperar la comida de tus letras mientras se escuchan las historias a la orilla de la chimenea, otra vez, o algo así…
Mi gratitud, y mi admiración
Un abrazo
Mario
Ehnorabuena y un abrazo
que tengas un feliz fin de semana.
un abrazo.
Besotes
Saludos desde mi mapa,
Me encantan.
Besitos, guapa
un abrazo
un abrazo.
Por cierto soy Pérfida
Un saludo coleguita
HE ENCONTRADO MI PASATIEMPO FAVORITO.
UN BICO ENORME