RECIPIENTE DE SALIVAS
Gotas de saliva
Aquella gota de saliva cayó sobre el nacimiento de mi cuello. Quedó sellada con el aliento del hombre. Aparto la cara, asqueada. No hay sentimiento en estos jadeos.
Ése fue su pecado. Y no sólo el suyo. Sentimientos inadecuados. Nuestro pasaporte a la destrucción. Sin piedad fuimos un sólido núcleo que alguien separa, desgarrándolo como fino papel. Lo dijo en el efímero instante que transcurre al cruzar la frontera entre dulce placidez y llorosa realidad, antes que la policía lo llevara. Fueron más que palabras; una continuación lógica del temblor de nuestros cuerpos.
Lo arrancaron con violencia de mi piel para adecuar huecos monetarios en mi cama, transformándolo en paso público, dispuesto para ser ocupado por otros hombres, pero jamás consiguieron desarmar la trinchera en la que estaba agazapado, incrustado más adentro de lo que especulaban, llenando mi interior con una sangre amiga, soñadora, amante y plena. Le sigo respirando… hay caricias que me lo recuerdan… pero son siempre ensoñaciones, entre susurros de distintas voces, que acallan sus propias flemas nostálgicas. Acaso quizás… también intentan encontrar dentro de mí, cuerpos que les pertenecían en el deseo o que soñaban confesar. “Cuando todo esto acabe…” me dicen algunos, alcanzando apresurados sus pantalones, “algún día yo…”
Pero nunca terminan su frase; tampoco yo lo espero…
Sigo resistiendo bajo estos resoplidos. Me evado… Fueron sometidos a humillantes paseos de cazador con presa. Sin excepción, pasaron a ser diversión de uniformes. Bestias malcriadas y caprichosas que destruyen a sus semejantes al igual que deshacen voluntades o retuercen la verdad. Con licencia para reír mientras despedazan otras vidas. Lejos, demasiado para alcanzarlo con mi voz, con mi pensamiento, con mi consuelo; todavía no conocía el origen de tanto despliegue de inhumanidad. Les golpeaban mientras les colocaban trapos en torno a la cara. Tejidos que fueran dignas sábanas de otras casas judías, vestidos de las mujeres polacas, todavía floreados, camiseras mangas de hombres que sin duda estarían muertos o agonizantes. Estrujaban esas telas, llenas de tierra, sangre, odio y horror contra los rostros de los nuevos prisioneros, con la fuerza de los que ambicionan ser todopoderosos, sabiéndose fraudes.
Sin preocupación, taponando las vías respiratorias, la boca, presionando lágrimas contra el interior de su cerebro. Las manos atadas con saña, delante de su vientre, ése que fuera mío. Empujado sin conocer hacia adónde, sin hablar, sin escuchar, siendo espoleado con la máxima violencia que aquellos hombres concebían para desarrollar su absurda misión. Entre la barahúnda ensordecedora de asesinos justicieros. Pero me lo gritó, a pesar de la privación sensorial que le concedieron, me lo dijo con sus manos, con su cuerpo, con su expresión orgullosa, con su cabeza alta, sin rendirse ni humillarse ante las ataduras que le auguraban un negro destino.
Luego me tocó a mí. Sí. A mí también, puesto que una hembra aria no podía dar amor, ni mucho menos otorgar placentero sexo a un abyecto judío. Estaba maldita; envenenada.
Fui levantada del lecho, todavía tibio y lleno de amor durante un minuto, el preciso para que el oficial de mayor graduación me forzase con su cuerpo hacia unas sábanas que, no tan ajenas a la afrenta, no fueron jamás espejo de un acto tierno. Un puñetazo brutal me rompió los labios que antes habían besado una piel deseada, violándome más allá de mi cuerpo. Con cuchillo de trinchador filo, vaciando mi íntimo sentir.
Era una apestada, una rea, un objeto que merecía un castigo y que todos aguardaban ajusticiar. Se formó una fila más allá de mis gritos y de pesados cuerpos que me aprisionaban a chirriantes muelles cedidos bajo el colchón.
Aquél fue solo el comienzo de mi agonía.
Y fui castigada, al igual que él, a morir torturada día a día en la mente del otro; este mundo nos expuso el infierno que jamás reconoceríamos tan despiadado, después de la muerte. Estaba aquí, entre armas y alambradas. Un campo de concentración.
Me asomaron al peor sitio dónde perder juventud, inocencia, creencias y ternura. No existe el alma, pues ni ellos, escogidos y selectos la poseían, ni la sentí yo, gastada en aquellos días de envilecimiento, a cambio de ración alimenticia y mentiras.
Los hombres querían encontrar piel nueva para reventarla contra sus cuerpos y despedazarla con sus dientes. En mis peores momentos, me forzaba a evadir la realidad, recordando su despedida, con aquél “Te quiero” jamás pronunciado, pero atronador. A esas palabras me aferraba, musitando sonido a sonido mientras los empujes furiosos y desgarrantes se sucedían con los golpes y los tirones de pelo. Pensaban que musitaba para ellos y mostraban afán en supremacía física agotándose durante los veinte minutos de rigor.
Lo de los mechones de pelo se inició con uno de ellos, un bárbaro que, hurgándome con uñas ennegrecidas provocaba sangre en las heridas que gozaba de crearme. Todos querían trofeos exhibicionistas, ante el guardia que los vigilaba en el burdel, habilitado dentro del campo de concentración. Los dioses arios, pertenecientes a otra raza, muy superior a la de los seres que se consumían, fagocitándose a sí mismos dentro de la alambrada, en los barracones, en las cámaras de gas; derramaban sus versiones desesperanzadas en mi catre. Fui una más de las mujeres malditas, “al servicio de la causa” esclavizada para servir al gobierno. Doble víctima, como tantas otras.
Una más… bajo torturantes gotas de saliva.
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Comentarios
Bicos Susi!!
El tema es espinoso, cruel... y desgarrado.
La pérdida de la dignidad como persona, queda sutilmente abrigada por la firmeza de intentar seguir siéndolo.
Aunque no sea suficiente.
Si revisas uno de tus textos, sea el que sea, ganamos todos... incluído el texto.
Besos revisados.
Que tortura.
Estremecido total.
Besos.
Mil besos cielo!
Sigues teniendo esa magia que me lleva.
Un beso grande!!
Te dejo mis saludos y deseo tengas un
feliz fin de semana.
un abrazo.
Saludos y un sábado.
Contrariamente a lo que pudiera creerse, los hechos que relatas siguen ocurriendo en otros frentes, en otros campos y no precisamente de guerra, sino de refugiados... Cuando dan la noticia de las mujeres con bebés que han logrado llegar en patera a nuestras costas, no me cuesta imaginar el precio que han tenido que pagar y las vejaciones soportadas para lograrlo. Me ha gustado muchísimo, Su.
dos abrazos
Intentar sobrevivir a esa tortura es lo único que puede salvar a cualquier persona en tales circunstancias. Solo la imaginación nos hará libres... (oh! qué transcendental me quedó...:))
Me encantó.
un abrazo
No necesita que se revise.
Saludos desde esta isla
Bellísimo como todo lo que escribes.
Besitos, linda
ella era la hija del guardia civil, yo la del sastre (y así me siguen reconociedo jejeje) en los pueblos pequeños suele ocurrir :)
La sor era de Orense ¡fíjate!... pero me ocurre como con las campanas, no consiguió que las odiara y mi experiencia con Galicia es hermosísima (como peregrina).
Dos besos
Salivas que desgarran.
Conjuros mágicos y bicos meigos desde el otro lado de Galicia.
Abrazos