La ciudad huele a desaparecida.
La ciudad huele a desaparecida. Un olor definitivo que amenaza con perpetuarse, prendido en las chimeneas picudas, colgado en los aleros de los tejados. La ciudad está encogida sobre sí misma, aparenta un caracol protegiendo sus partes más blandas. Acaracolada, cierra sus ojos en dirección al río, que finge ser rojo en vez de transparente en siluetas. Los pájaros han dejado de cantar en los árboles que se nutren de sus lodos. Los cisnes no parecen tan hermosos como lo eran antaño, total, hace una semana que se convirtieron en seres sombríos, fantasmales. Una pátina de niebla espesa cubre el lecho del río.
El aroma a desaparición impregna tragedias y odiseas, exacerbando unas y menguando las otras. Todos cuantos tienen un poco de olfato, sienten algo lleno de miseria en medio de sus ropas.
El conjunto de edificios de ladrillos recocidos y corazones encerrados, con opacos cristales por toda libertad, vela desasosiegos, igual que un ser completo. Se sabe atado con una correa, mientras mira sin cesar hacia el lecho del río que alimenta sus cimientos, lamiendo húmeda la lengua que le besa. En sus entrañas, nervios recorren tabiques; relámpagos de acero a punto de volverse humanos, desquiciando las cañerías que los acogen. Las tripas ayer, hoy, mañana, no funcionan bien, por más empeño que pongan los periódicos y otros noticieros tintados. Está atascada, esta urbe en sólidas nieblas, en presagios funestos, en jirones de lienzo abstracto.
Un hombre camina borrascoso, con pies sin melodía. Si sonara música, su desconcierto sería tan grande que tropezaría con las notas. Respira al ritmo pulmonar que impone el suelo que hollan sus ojos. Desparrama líquidas miradas que caen tumultuosas, sobre las aceras que recorre, junto con la mutación que golpea sus piernas, llegando a perder el equilibrio. Escasos son los momentos en los que consigue verticalidades mantenidas. Le embalsama el faldón de su chaqueta más abajo de las rodillas, las mangas huyen, largas, vanidosas, de la sujeción que pudiera darle el soporte de sus hombros. Su pelo, encrespado en brumas sin delinear, lucha contra el viento, por dibujar larguras canosas a su espalda. Siente que arrastra tras de sí, atado con cuerdas invisibles, un lastre pesado e incómodo; el amanecer. Continúa andando, situando carrera a la distancia precisa para levantar, poco a poco, en cada paso, diferentes tonalidades, cada una más nítida que la anterior, hasta desplegar, en velamen perpetuo a la tierra que abandona tras sus pies, al sol. Luz que recién creada le habla con aureola semiesférica, ciñéndolo dentro de una ensoñación alucinatoria. Es un milagro que sea él, junto con su piedra de afilar, chirriantes y oxidados ambos, quienes levantan madrugadas.
El afilador continúa su camino, promiscuando pasos por el puente de tres arcos, por soportales pétreos, suciedades nocturnas, limpiezas diurnas. Desconoce cuánto tiempo lleva recorriendo las mismas losas, recostadas sobre el antiguo arenal. Tal vez se olvida cada vez que las desgasta. Tal vez no las recuerda porque vive divagando lapsos de realidad. Se cree menos alto, más fornido, más viejo. Menos acuchillado por dentro, por la fricción de sus propios huesos. Cualquiera podría intentar sacarle de su error, pero él no lo creería. Firme, continúa arrebatando el día a la noche que venció la pasada batalla en los cielos. Hoy su ardua tarea se le antoja más difícil. El amanecer de hoy resiste, clavando sus pies en el mar, sin querer mostrar voluntad. Mezcla tiempos y desea un indulto. Hace oposición la criatura ante el firme empuje del afilador, que, tensando los músculos del cuello, con la vista en un punto fijo en el cruce próximo, se concentra en arrimarlo. La antaño bicicleta, ha mutado en un ser híbrido; rodando con su parte delantera y con el antiguo asiento trasero, ahora piedra de amolar, consiente ser zarandeada, tratándola como simple apoyo de palanca.
En ausencia de luminosidad amanecida, jamás acabará su trabajo, pues los bordes instrumentales no brillarán. Ya había transitado días en los que la oscuridad ocupaba el universo, cegando alientos y exterminando ilusiones. Todo ello le pudrió el alma. La gente que acude a su quehacer no pedirá explicaciones. Nadie lo conoce y nadie desea conocerlo. Un afilador, nada más. Chifla, soplando su flauta de Pan, arrancándole tonos graves y agudos. Transita su latido por cada nota. Afilando, apenas habla en monosílabos, come en la lejanía, lloroso vergonzante, inundado por su envés, apenas dormitando, con latido solitario. Es solo un tipo que llegó. Pero hace bien su trabajo. Los vecinos se lamentan con exigencia, descubriendo cuchicheos sobre filamentos gruesos de la calle. Sesga su vida en partes cortantes al limar cada cuchillo, tijera, machete, navaja o instrumento menos inocente. La ciudad vigila su llegada y situar el día, también es tarea suya. Desesperado, chifla fuertemente y el sol asciende, recortado sobre un lecho azulado. Nadie pasea hoy por sus orillas. El silencio le asalta, por exponer su innegable presencia. El afilador se pregunta dónde estarán los pájaros que antes ensordecían su caminar. Allí, a la vera del río, nadie pasea orillas; las hojas de los árboles duermen, envueltas las respuestas sobre larvas indudables que no aletearán jamás.
Porta su quejoso compañero, papeles dactilados con noticias similares a la que horripila a la ciudad. Las niñas desaparecidas son comunes y cíclicas. Cuando vuelve una, descerrajada de esta vida, las demás semejan ordenarse en una decidida fila para ocupar su lugar. Se diría que están organizadas en un concurso de méritos. Tal vez sea por sus finos cabellos, por su bondad reflejada, por su inocencia, el aroma que desprendan, o algo tan arbitrario como el color de sus zapatos. El afilador camina, ya con el sol golpeándolo amistosamente en parte de atrás del cuello. Le anima su presencia, mientras toma aire suficiente para chiflar de nuevo. La primera voz: “¡afilador!” proveniente de la curva que forman unas casas marineras, con idénticas macetas, le rescata de su pozo. Es una voz que visualiza sólida, que se enrosca en sus huesos, que pugnan por sobresalir, como un hechizo, dándole identidad.
Detiene a su compañero y se dispone a la faena. Comienza a mover sus pensamientos al ritmo que marca la piedra esmerilada. Gira la rueda; a la par, en su cabeza, recuerdos y vacíos, centrifugados en reseco dolor; un gran reserva con ocasos mayores. El monótono ruido, masca en grano fino sospechas sobre la cercanía de quién ha elegido la niña en esta ciudad. Tal vez ahora mismo, se acercó a él para darle uno de los cuchillos, tijeras, navaja, con los que rasgará su íntima piel rebosante de ilusiones. El cordelero se le acerca. Una silueta rechoncha con grandes mofletes. Su antítesis completa. La única persona que realmente espera al hombre y no al oficio. “Sargento, a sus órdenes”. El suspiro del hombre es realmente pesado, sin oxigenar. Odia que le recuerden quién fue un día, que sabe tan lejano como la diferencia entre un querubín a algún ser demoníaco.
“Calla, cordelero” Odia que, pese a la amistad que los une, ligado al hecho de que, un buen cordelero sería el único capaz de crear una cuerda lo bastante resistente para no ser cortada, gracias al embadurnamiento de alquitrán, le abofetee con recuerdos; contundencia dolorida que le retuerce la carne. Apenas le interesó en el pasado permitir escalar hasta sus hombreras, unos galones. Una jornada exacta los lució, para verlos arrancados cuando dominaron los enemigos y, a cambio de un plato diario de mala bazofia, desertar su juventud, mientras se arrastraba preparando zanjas de concentración en las carreteras. Confeccionada con dos palos cruzados, vislumbró su sombra. Tan efímero su cargo militar como su creencia en el ser humano.
El cordelero se acomoda en un saliente de la fachada más cercana, creado con el propósito de disfrutar del mediodía, que luce esplendoroso cuando alguien lo engancha en lo alto. Cuando el ángelus es bien recibido por las gentes. Mira al afilador moviendo la cabeza con resignación negada. “No tiene remedio, sargento. Siempre tras esos papeles, mírese”
El afilador frunce el ceño y calla. El cordelero desbroza silencios que amenazan con espesarse. “No es cosa suya, mi sargento. Esta niña no es áquella. Aquello sucedió y nadie tuvo la culpa…” Hace una pausa por mirar detenidamente el rostro del hombre que gira la piedra de esmerilar, de afilar los cortantes, de fabricar mortíferas herramientas. De súbito, habla: “Fui yo. Recuerdas, cordelero… yo maté a aquella niña, que podía ser cercana o lejana, o la de la ciudad de al lado. Soy un asesino, ésa certeza no me deja pensar con claridad. Cuando llegan noticias de otra criatura desaparecida, veo en mi mente aquella que maté con mis propias manos. Mis pesadillas son sus latidos decreciendo bajo los míos. No consigo dejar de pensarlo. Me obsesiona, impidiendo perdones”
El cordelero suspira. Su ceñida chaqueta teme reventar por las puntadas. Da un golpe tímido con el pie en el suelo y exclama: “No, sargento, usted cumplió con su deber. Fue un acto humano y extremo. Ninguno de nosotros podíamos reprocharle nada jamás, nadie fue capaz de acabar con aquella barbarie. Lo de éstas pequeñas es otra cosa, es un vil asesinato. Lo suyo no. Lo suyo fue bondad, fue ayuda, fue piedad y clemencia” Entre los dos se hacen visibles aquellos días y sus terribles circunstancias. El antiguo sargento se inmoviliza, frenando la rueda con repentino susto emocionado.
Él, soldado joven y prometedor, con futuros adelantados en visados de felicidad y éxito. Hasta caer bajo la guillotinada realidad. Fue el mismo día que lo condecoraron, ascendiéndolo de categoría. Sargento. Ya imaginaba el júbilo de su preciosa novia, el contento de su madre, el palmoteo cómplice de su padre, el orgullo militar de su envejecido abuelo. Todo diluido, irreal como aire soñado. Efímero. Llegó con las costuras del uniforme todavía hilvanadas. La fuerza militar enemiga, se hizo con el puesto de mando y le arrancó galones, junto con honor, alma y dignidad. Pasaron a sus compañeros uno tras otro, frente al pelotón de fusilamiento, con rostros desalineados de gran profesionalidad; con horror y miedo los anteriores. Gritos, sangre. Espantado, un escondrijo lo mantuvo inmóvil hasta que escuchar la respiración balbuceante de María, que lloraba con hipos imposibles de refrenar.
María era hija de la cocinera. Su madre tuvo la desgracia de ser la única mujer que se encontraba en aquella avanzadilla. En manos tan bárbaras, no sobrevivió apenas cuatro horas. Fue la cloaca, el trofeo de la victoria, el parapeto de iras; el merecido triunfo de aquellos hombres recién vencedores, aleccionados para apoderarse del botín que encontraran: bienes, provisiones, hombres por matar y rematar, también, si hubiera, de cualquier hembra. Sería divertido, les repitieron antes de la batalla. Recompensas de guerra. Ímpetu sexual atroz por estar vivo. Se despojaron de su condición de humanos. Tal vez nunca poseyeron esa condición. Es posible la ocultación del salvajismo, agazapado bajo cáscaras civilizadas. Todos ellos condenables; sus conciencias se expiarían eternamente.
Cuando el recién sargento fue consciente de violento fin que esperaba a la chiquilla, ángel menudo y sonriente que le buscaba ondeando dibujos, dándole a probar recetas primerizas, orgullosa de su vestido lazado; algo viscoso le afianzó las entrañas, retorciéndoselas. No iba a permitir que ultrajaran y asesinaran de forma tan vil a tan encantador e inocente ser.
María lloraba, emborronando dolorosas punzadas a través de lágrimas. No distinguía a su madre entre la bandada de buitres que la carroñaban, sin importarles los gritos que cada vez eran más tenues. Cuando el sargento llegó junto a María, la pequeña se tranquilizó, abrazando al que consideraba su amigo. Deseando un salvador.
El chico supo de su inutilidad. Mientras la abrazaba, para ocultarla tras su envergadura de soldado galante y efectivo, le susurró al oído que era incapaz de salvarla. Sus lágrimas se mezclaron con las de la niña. Pidió permiso para librarla de una muerte segura, horripilante y desgarradora. De convertirse en una muñeca rota. Recibió por respuesta una sola palabra de una voz madurada. Firme. “Hazlo” dijo.
“¡Hazlo, hazlo, hazlo!!” repitió mirándolo, igual que si deseara traspasarlo. Le cubrió el rostro de besos, apresurada. Tuvo él que cerrar los ojos mientras la asfixiaba al apretarla fuertemente contra su cuerpo. Ella no dejó de mirarlo, mientras su vida huía. Se desmadejó con increíble facilidad. No pesaba su cuerpecito en su abrazo. La depositó dónde pensó no la encontrarían. Cerró sus párpados con extraordinaria ternura.
El cordelero calla. El afilador, descosido el corazón, enmudece trabajando lamentos. Demasiado revoltijo entre el corazón y el estómago. Ya no sabe ni querer con uno ni comer con el otro. Siente sus vísceras troceadas.
Una tortura permanente viaja en la parte trasera de su bicicleta, con ruido constante y aquella manía de golpearle sistemáticamente en los tobillos, hasta producirle llagas que jamás curan. Quisiera encontrar aquél animal que mata por matar, para satisfacer locuras. A él sí le correspondería que lo asfixiase, hasta privarle del aire al que tienen más derecho los demás. Sería, piensa, su indulto, atenuante de amargas penas, su reconciliación con un dios que permite ciertas cosas sin atreverse a dimitir de su vergonzante supervisión.
La figura del cordelero se deslía en la humedad del aire. Lo olvida el afilador mientras arrastra los pies hacia la otra punta de la calle. Alguien le reclama de nuevo. Más trabajo, menos pensamientos.
El anochecer cae igual que una guillotina. De golpe, con impía sequedad, deshaciendo en unos minutos tanto esfuerzo por sostener la vigilia. Nunca lucha, siempre llega, junto con las oscuridades, los crímenes, los malos pensamientos, las perversiones, los sueños realizados, los insomnes, los olvidados. Demasiado pecaminosa, la oscura noche. La ciudad engulle al afilador en la primera trazada de madrugada, escupiéndolo a media noche como se desecha algo exprimido, ya arrugado y seco. Con él, vagan recortes de periódico, dolor y amortajamiento dentro de una chaqueta. Borrascoso, se disuelve en la negrura.
La ciudad huele a desconocida.
Comentarios
Un beso
¿Sabes que algunas situaciones me resultan familiares? Por ejemplo los soldados de la postguerra española y, sobre todo, el afilador, pero no visto en nuestras calles gallegas, sino escuchando su flauta de pan desde nuestra casa de Montevideo. Era, lógicamente, un emigrante ourensano que se llevó los elementos de su trabajo y que instaló en una bicicleta de segunda mano comprada quizá con algún ahorro que había llevado, y con la instalación completa que el mismo hizo en el lugar de la rueda trasera, justo como tu lo describes.
Creo que ya te dije en otra ocasión que tus relatos son para coleccionar y editar.
Con cariño
las ideas, los personajes... y el ambiente tan bien definido. el recuerdo del afilador, del atardecer que cae como una gillotina... (vaya expresión!!!!)
Siempre tan luninosa y certera.
Eres una estupenda narradora.
Besiños.
Creía que tu blog lo tenía añadido a mi lista de letras amigas en mi blog, dentro de un rato lo agrego.
Besos
ALBINO, tienes mucha razón en que el oficio del afilador, dio el salto hacia latinoamérica, por los emigrantes gallegos que hacia allí fueron. ¡No me extraña la emoción que debiste sentir!
Abrazos, paisano.
SIR BRAN,
A veces suelo documentarme un poco... para no cometer algunas meteduras de pata, que ésas vienen por sí solas. ¿ Sabias que los afiladores tienen un idioma propio?
Besiños pontevedreses.
Igual que en la vida, que se cruza y entrecruza, lía y se deslía con cada paso que damos!
Un abrazo.
KOKORO,
Los detalles son importantes,
dan profundidad...
Un beso de letras amigas!
Dices... olor y textura.
¡Me ha entusiasmado tu comentario!
¡Besos!
CORAZÓN ENAMORADO,
Siempre tan amable y cariñosa en tus frases,que me aportan ánimos inmensos y fuerzas redobladas.
Gracias, gracias, gracias...
Es una fiesta ambivalente leerte. Disfrutar con tus letras es algo triste, de ahí esa ambivalencia tan dura como pura, tan cierta como precisa. No dejes de someternos a la ternura amarga que emana de tus textos. De llevarnos de la mano a recorrer esas ciudades, a visitar a esas personas acercarse a ti, contarte sus historias para que tú, como sólo tú sabes hacerlo, nos hagas partícipes de sus vivencias y de sus no vivencias.
Tú eres ciudad y eres persona. Eres clima y eres el paisaje sobre el que las nubes literarias descargan su preñez. Así que tus relatos adquieren una dimensión desconocida cuando consigues que formen parte del tapiz de la imaginación, del tapiz de la creación.
Creía que mi comentario había terminado. Pero no. Porque es increíble; acabo de acordarme de todos los afiladores que he visto en mi ciudad natal, Granada, y en Girona. Y en cada pueblo en el que alguna vez he tomado un café mientras ese anciano con esa vieja moto tuneada para laborar, ha hecho sonar esa harmónica, ese chiflo. Y siempre, en todas las ciudades, ha sido igual de vieja la persona, igual de viejos sus instrumentos. Eso sí, mi abuela los adoraba. Y yo, claro, adoraba la paciencia de una y la laboriosidad del otro. Desde algún rincón, escondido, observaba cómo hablaban, cómo chirriaban los instrumentos y como, tras coger esas monedas, se iba haciendo sonar ese instrumento que nunca he tenido claro como se llamaba.
Gracias por este relato pues lo que tú vives, lo sientes y lo observas. Lo que sientes, vives y observas, lo escribes y al hacerlo, haces que ahora acompañe al afilador a escuchar su banda sonora de manos y boca de Yosi, de Los Suaves.
Bien.
Has sido, letra mediante, un placer escrito.
Gracias por este óleo.
Un abrazo, afilado.
Mario
Cada vez lo haces mejor.
Besos.
Beso.
ciudad que corroe desasosiegos
y se oyen chocar contra
las calles pies sin melodías.
No es la primera vez que te
lo digo, escritora de los recovecos del alma, eres capaz de llevar al lector desde el principio hasta el final en un vuelo de palabras y misterio.
Como siempre un gran relato.
Muchos besos Susi.
Algún día, no muy lejano, imprimiré uno a uno, tus comentarios - regalo que has escrito en esta papelera.
Mientras dormía, seguro...
Así, obtendré un manual personalizado y mágico de autoayuda, o de "Marioayuda".
¡Para esos momentos bajos!
¡Un gran abrazo por no permitirme ver el suelo!
TORO SALVAJE,
Bienvenido a mis relatos, siempre.
¡Saludos!
¡No puede ser que tu alma se haya encogido!Seguro que es hermosa y enormemente sensitiva.
Un abrazo también hermoso!
MARISA,
Decirte que eres la ventana luminosa y feliz de esta escritora!
¡Besiños con café!
Ha sido un placer leerte.
Gracias por tu visita.
Un fuerte abrazo,
María
Es "QUERENCIA" a las letras, lo que siento, al igual que tú!
Abrazo grande.
MARÍA,
Estoy doblemente feliz. Por tu visita y por tus comentarios...
Recibe un "gracias" lleno de color!
cuando oiga al afilador (que viene por la urbanización de vez en cuando) irremediablemente me acordaré de ti (mejor que de la triste historia de tu protagonista). Gracias por hacernos soñar -aunque a veces sean dolorosos esos sueños.
dos abrazos y un beso
pd. digo como Albino, tus relatos deberían publicarse ¿no has pensado en hacerlo?
Saludos y un abrazo.
me alegro infinito que tu urbanización cuente todavía con un afilador. Por desgracia, en mi barrio hace tiempo que no se oye su silbido característico.
Gracias siempre por tu apoyo y tu amabilidad. Estoy pensando en recopilarlos, sí.
Un gran abrazo!
SONRISA DE HIPERION,
el mundo comienza en algún punto del universo e igualmente desaparecerá.
¡Aunque espero que indulten tus poemas!
Saludazos!!
Un abrazo.
Otro sorbo que tomo de tu taza.
Fascinante leerte...
Un abrazo
¡Aplaudo tu pluma, con fervor!
Un beso grande...más bien gigante ;))
Un abrazo
Desde este punto celta, te envío
un gran abrazo. Y firmo.
RAPANUY,
Personajes y oficios que aparecen y desaparecen. Siempre nos quedarán en letras impresas.
¡Un gran saludo!
¡Maravilloso café que compartes!
SUSANA INÉS,
Bonitas palabras que son bienvenidas.
Otro saludo GIGANTE!!
JUAN ESCRIBANO VALERO,
Restablécete, amigo. Por favor...!
Gran abrazo, por si te sirve.
Me has sumergido en otros novelistas que, como tú, son capaces de borrar todos los alrededores del lector, para engancharnos en sus relatos.
Maravillosa, como siempre queridiña.
Se me aceleran los latidos mientras leo y eso es bueno porque es síntima de vida.
Bicos.
P.D. Sigo, menos pero estoy.
¡Qué palabras tan melosas me has dedicado!
Recibe mi abrazo fuerte.
¡Vuelve siempre que quieras, puedas... estaré feliz!
Te contestara ya... pero los problemas de blogger me lo borró.
Decía que siempre eres muy bienvenida, no importa cuándo, cuánto... Un gran abrazo, paisana!
Escribres de maravilla. UN BESO, SUSI. Me ha gustado mucho.
te dejo mi saludo y que tengas un feliz semana.
un beso.
Es verdad, mis relatos son a veces demasiado largos para este medio, dónde todos tecleamos a velocidades insólitas, primando las informaciones concretas y resumidas.
;)
Un besiño muy cariñoso!
MÁGICA HILDA,
No hay palabras para agradecerte las tuyas!!
Tremendo abrazo que te envío!
RICARDO,
Ojalá tengamos, una buenísima semana, amigo!
Saludos cordiales!
Un abrazo!
Perdona por el retraso...
me he restablecido en la vida "habitual" y el tiempo escasea... junto con un despiste que me habita, congénito, sin duda!
Abrazos.
Impresiona tu modo y estilo de escritura. Enhorabuena, lo haces de un modo único y muy especial.
un saludo
ESILLEVIANA, me gusta que te haya recordado los ambientes tétricos de un Londres añejo.
Un gran abrazo!
un saludo muy cordial.