La espera sin salvavidas.

(Dibujo de J.Yerka)


Allí estaba. Hundida en piel. Rodeada de gente. Sola.
Perdida en el remolino de pensamientos que nacía en el occipital y daba dolor al frontal.
No había revistas a su alcance. Letras, las mínimas. Sin ellas se sentía todavía más desamparada. Hacía años que no salía de su casa sin un libro, mágico amuleto contra el aburrimiento, que no la atrapa nunca, contra las malas miradas, contra la exposición inmisericorde frente a gente que no sabía si eran amigos o enemigos, quizás, indiferentes.
Esos serían los mejores.
En la primera mesa, encarada hacia la entrada, un diario local. Demasiado lejano, demasiado no suyo.
Entraban un par de policías de la local. Altos, uniformados, que le hicieron sentir pequeña e insignificante, allí, sentada en aquel bajo asiento, gastada imitación de piel, descolorida ella, descolorida la tela.
Son dos hombres brillantes de trozos de metal, con reflectantes, con trajes que no les darían el anonimato caminaran donde quisieran en la ciudad. Entre ellos, un joven viejo o un viejo rejuvenecido por sus propios años, escasos ante la línea de la vida que portamos en la palma de las manos.
Se encoge ella en las maderas que se clavan en sus lumbares. Ellos no la ven. No reparan en ella. Se confunde con el fondo oscuro, decorado con un postér patético de algún país lejano que grita: ¡necesita tu ayuda, reacciona!

Sí lo hacen con la mujer que tiene a su lado. Aquella compañía que le empujara a buscar letras dónde encontrar refugio, para que su voz, histriónica no la tocase. Ya estaba cuando ella llegó. Demasiado temprano para haberse levantado. Demasiado tarde para acostarse. Sus pantalones estampados en leopardo, le repelían varias percepciones.

Ellos se entienden.

Se detienen en ella un momento, apartando la mirada después. La mujer, que protestaba desde hacía rato, ya se sabe, nadie me atiende, yo tengo derecho a que este puto gobierno me indemnice, que sea de la calle no le da derecho a nadie…, enmudece. La voz se pierde en ciertos sitios. Ante ciertos alguienes.

El joven es dirigido, porque camina bamboleante como un marinero que jamás ha bajado de las mareas, enfrente de la mesa del primer funcionario.
Éste pasa al despacho número dos y conversan con la trabajadora social. Interroga al chico, quizás por que es mujer o considera que debe de hacerlo, quizás por las dos cosas, sin que pese más una que la otra.

De dónde eres? Sabes que no puedes pedir en la calle? Cómo has llegado hasta esta ciudad, tan lejana de la tuya?
Sonidos indefinibles contestan.
Ella no tiene revistas, ni libros, ni dinero para un café, ni ayuda, sólo porta una historia que necesita ser contada. No para pedir. No para que alguien le solucione un problema. Sólo narrar un presente y preguntar que es lo debe de hacer para nadar y tomar aire, desde el fondo del sumidero hasta un hueco, aunque sea estrecho, precario, insuficiente, para tomar fuerzas.

Charlan las cuatro personas y la fracción de un cuarto del joven mendicante. Le asoma una flauta por un bolsillo de un anorak sucio.
Bueno, pues que hacemos, oye decir desde el lugar sin revistas. Pues llevarlo a tomar un café- la chica piensa muchas cosas- y metedlo en un tren de vuelta a su tierra, a su ciudad, a su casa. No tiene dinero, aclara uno de los policías- la chica piensa más y más cosas- quizás si ha salido de la cárcel tiene derecho a dos años de subsidio… mira dubitativa la cara del muchacho. Su expresión bobalicona no da muchos visos de ser un aventajado ladrón y mucho menos, criminal autor de un gran titular en alguna parte.

La joven, huyendo del olor carente de agua de la mujer que se sienta escarranchada a su lado, a semen reseco en aquella mañana, a sobaco agitado, a ganas de ir al baño y desmaquillar lo poco que queda, emborronando los pliegues formados durante la noche y los fingimientos; maquillando el bajón que empieza por el dolor, sigue, continúa, desea no hacerlo, pero piensa, compara, no tiene fuerzas
- quizás un libro, una serie de letras que le hablasen, la salvaría- para aceptar en que salir de allí sería lo correcto, aunque no lo práctico.

Se levanta, atrayendo los ojos de los uniformados, se dirige al funcionario uno. Todo es tan esteotipado, que no puede haber duda.
Solicita el periódico, rascando el fondo de la garganta.
Voz serena, estatura no peligrosa para nadie, rostro de facciones agradables, consciencia a un nivel no común por aquellas rutinas, sentidos que miran directamente.

Se hace el silencio durante medio minuto, quizás más. Uno de los policías, ante la dubidosa movilidad del preguntado, alarga su cuerpo, mientras sujeta al chico por una manga.

-Ten, le dice, tendiéndole el salvavidas, relleno de titulares.
Busca deliberadamente en el fondo de sus ojos nunca rojos, nunca tan transparentes, azules, para encontrar respuestas a las inquisas que se le ocurren, interrogatorio mudo.
-Ten, ya te atienden ahora mismo… mira a la funcionaria número dos que inicia una sonrisa forzada.
La prostituta bufa despectiva.

-Gracias. Está la señora antes que yo- dice tranquilamente, sentándose y abriendo el periódico.

Comentarios

Fran ha dicho que…
Me encantó todo, pero sobretodo el final. Gracias!
Marisa ha dicho que…
Me gustó la forma en que retratas la comisaría, a menudo reflejo de
las miserias humanas.
Susi DelaTorre ha dicho que…
Cierto, Marisa.

Paladín, contenta de compartir esta historia.

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