Farolas de mentira.


Fueron llegando.
Al plano de una edificación de papeles y plásticos no biodegradables.
Con asientos y farolas de mentira.
Ventanas que no se abrirían jamás.
Puertas que jamás serían franqueadas.
Pasos de cebra que no se pisarían por ningún peatón.
Llegaron al nuevo lugar de reunión.
A la marquesina del corazón del parque , sentenciado ya, por un alzamiento de manos. Itinerantes. Desarrapados. Buscando como referencia las personas que les habían hablado en la falda del muro de la estación. Los que les habían pedido que no hicieran nada, algo muy apropiado para los sin techo, supervivientes de las horas muertas, incineradas en vino de supermercado.

Mentían al decidir llevar a cabo esta supuesta petición, pues la arenga les venía corta: les hiciera pensar.

Todos eran conscientes de lo ancho que era el margen social en el que se movían. El ancho, en la nada, es infinito. Ya no eran parte del negocio del consumismo. No tienes dinero, no eres nadie. Eres invisible para la publicidad, para los votos de la política, para los asuntos vecinales de cualquier barrio, eres el último en merecer y en recibir ayuda. No tienes con qué pagarla.
Algo habrás hecho. Algo habrá pasado en tu cabeza, rompiendo la continuidad de una vida reglada y bien orquestada. No has aprendido nada, quizás seas de esos que expían los castigos que han cometido, bajo la forma casi humana de pieles que arrastran con esfuerzo un tetra-brik.
No había discriminación, dirían los gobernantes, ni positiva ni negativa y los despedirían de la oficina, porque no hay talleres para alguien que aparece con las tripas revueltas y el afeitado crecido, como un bosque abandonado con tojos anárquicos.

Debes ser un delincuente, cuanto menos, alguien al margen de la ley, alguien indeseable.

Asuntos sociales era un reducto sólo accesible a unos pocos, a aquellos que todavía contaban con alguna esperanza en forma de gancho familiar, de ayuda social reglada, y de aquellos que no salían corriendo ante un coche patrulla, sin haber hecho nada, pero por si acaso. Porque la mendicidad está perseguida, con una fuerza social comparable con los grupos étnicos que se saben diferentes en las guerras genocidas.



-Venga, ¡saliendo de aquí!

-Eh? ¿Por qué? ¿Por no tener documentación?

-Vamos, tenéis que recoger esto y… ¡aligerando!
Va a comenzar la inauguración y no puede quedar nada de vuestras cosas.
Lo queremos todo limpio ahora mismo.

-Vale tío. ¡Estupendo!. ¿Y que hacemos nosotros, eh?

-Al albergue, ¡yo que sé! ¡Dónde os quieran, vosotros sabréis!

- Pues no. No queremos una solución para una semana, eso no nos arregla nada. Una semanita buena y luego a la calle, con patada incluida pero legal. ¡Malditos políticos!, que fácil lo tienen ellos, bla, bla, bla, bla... y ni siquiera dan la cara, te mandan a ti, que tienes cara de buena persona a echarnos de aquí, con dos cartones y con la prisa de quién sabe estar pecando.

Comentarios

Fran ha dicho que…
Precioso...
Anónimo ha dicho que…
Me ha llegado...Relata un evidente fallo en la sociedad

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