Cenizas y café (II)



La coloración también era importante, no era lo mismo la blanquecina pátina gris que provenía de los troncos apagados con agua, que aquella más brillante de telas apagadas a golpe de mantas. Todo tenía su diferencia, su característica propia, su nacer y posterior morir en diferentes circunstancias.

El experto tenía sus preferencias en cuanto a la creación artística del producto. Y guardaba su preferida en una urna, encima del único estante de la pared, haciéndola sobresalir del resto de la ceniza que almacenaba con tanto esmero.

En el borde de la vivienda, entre la fachada y el bordillo de una antigua acera, había vaciado una cantidad equivalente a dos capachos, espacio en el que, bien alisada y acariciada aquella tierra cenicienta, plantara algunos cactus, que no sabía muy bien si enraizarían, pero los días parecían positivar su abono.

Era una extraña obsesión que le llevaba incluso a inventar platos con ella. Queso con ceniza espolvoreada, membrillo con virutas de chocolate a la ceniza, café con una nube blanca para crear dibujos caprichosos en su superficie, por no hablar del plato preferido de él y de su gato, el pescado frito con arroz a la ceniza.

Había estado hospitalizado un par de veces por culpa de su, decía él, delicado aparato digestivo, pero solicitara el “alta voluntaria”, porque allí, nadie sabía cocinar como a él le gustaba.

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