Trionios
Exhala un suspiro, el antepenúltimo. Lo afirmo con aplomo porque existió otro suspiro y aún otro más. En realidad, todavía le quedaba el aire que todos poseemos en el fondo hondo de los pulmones, esa reserva para no ahogarnos que nos donaron los ancestros después de tapiar agallas. Entonces fue cuando lo dijo. Suficiente, audible, hiriente.
Sus labios absorbieron energía en la muerte que le sobrevolaba. Pude oírle crujir el corazón. Tal vez un quejido. O un grito. Un silencio.
El nombre salió tímido, apenas musitado entre los resecos labios. En un principio fue apenas un murmullo gorgoteante, una destilación del vapor condensado que abrazaba sus pulmones. Después fue adquiriendo forma y volumen. Me asusté al ver crecer el nombre propio que se adueñó de sonido, de aire, de solidez, hasta tornarse hueso, músculo, salientes, entrantes, huecos carnales y recovecos arqueados. Convirtiéndose, en mayúsculas.
Hipnotizada, inmóvil mientras tal transformación se engendraba, mis ojos no podían más que ir dibujando mentalmente las formas que adquiría, al igual que de niña seguía los puntos numerados en la página de pasatiempos del dominical, para descubrir el dibujo secreto. Pero esta situación que desbordaba mi entendimiento, no me produjo el bienestar y la sorpresa agradable de aquél que transparentaba la infancia de tintados papeles.
Aquel nombre nació con dolor, con sobreesfuerzo humano, parejo en intensidad al que necesitan los hombres para salir del cuerpo deseado de las mujeres, me superó en altura, en dimensiones, en brillantez. Fue un nombre de mujer… Elia.
Se creó un rostro, un cuerpo, una piel, una vida.
La otra. Aquella. La sospechada. La sabida. La mía. La de él. La nuestra, porque, venenosa, cuando compartía su cuerpo, un sentido de la propiedad llegaba a impregnarte deseoso de atarla con gruesas sogas a tu vida. Eso fue lo que nos sucedió.
Entre los dos la atamos, sucumbiendo ella y nosotros a una tóxica adicción.
Los matrimonios añosos son divertidos. Son el ámbito preferido para que el sistema inmunológico desaparezca, dejando desamparado al corazón, libre para adherirse a todos los males y bienes que pupulen por los alrededores. Digo que son simpáticos, porque permiten solamente dos opciones la mayoría del tiempo de convivencia; repetir los usos y las costumbres que ya son carreteras sólidas con peaje prepagado, o distinguirse por derrumbarlas de manera súbita, entrando en las cabinas de peaje con bombas de mano, tras destruir cantidades ingentes de asfalto, sortear vallas metemiedos, junto con rotondas de mentiras que se ocultaran hasta ese instante.
No hay preferencias en sus curvas, ni pasión en sus rectas.
Embarcados en semejantes autopistas hacia el aburrimiento sin reproches, un viaje parecía una estupenda salida de emergencia. También nos cobraría en piel aquél escape que nos esforzamos en planear, fingiendo que una docena de veces que recordábamos melancólicos nuestra luna de miel, aquella que ni comenzó bien, ni terminó fatal, simplemente agonizó, confundida ante la poca calidad de su imagen, ya abocada al suicidio de dos almas demasiado manoseadas.
Partimos igual que las nubes empujadas por huidizos vientos. Nuestro destino fue un lujoso hotel resort en Sudamérica, aunque para el caso, nos serviría igual o mejor, un iglú en la Antártida. De los hielos nacen generosas resacas, de las de perderse, encontrándose. Uno puede invernar sin notar las durezas de la pérdida de afectos, sinceridades, suspensiones para paliar lo incómodo del camino sin asfalto.
Después de dos días insulsos y repetitivos; esquivando sábanas, enemistando playas, ahogándonos en cócteles, el tercero surgió entre el trenzado oleaje, vital, en forma de cantante de sonatas tristes y elegante cintura. Aquella chica magnetizó nuestros polos opuestos, virándolos hacia un mismo signo; el de ella.
Si menos con menos, es más, lo fue. Mucho más.
Contemplé en su cimbreante talle, la mirada de Alberto. Me vi reflejada en aquel deseo que ya no existía entre nosotros. Descarté la idea de que añorase a su amante habitual, llevaban demasiado tiempo. Incluso entre clandestinidades, el amor se difumina. El porqué de mi conocimiento no era un jeroglífico, algo cambió un día; su lenguaje sexual. Cuando las palabras que acompañan al sexo mutan, es porque alguien se ha dado a nuevas lenguas. No dolió, pero sí saber que nuestro lenguaje había sido compartido, por lo menos en la primera intención. Eso es peor que la infidelidad de los cuerpos. Eso sí es una traición. Infinita. A raíz de la variación de labios pronunciados, no hablé más. Soy muda cuando habito en su piel, o más bien, cuando le visito, siempre con alguna urgencia o repasando otras cosas, quizás muy importantes. Supongo que lo sospechaba. Jamás volvimos a fantasear con sonidos compartidos. Yo necesitaba diplomacia en aquel viaje. Recordaba que, inflamado, él me rogara la posibilidad de compartirnos. Algo típico en un hombre, algo incluso demasiado común y vulgar, que me había hecho ronronear de placer despreciando su vehemencia, sin prestarle demasiada atención posterior. Pero en el momento que Elia comenzaba a licuar su voz frente a una profusa masa de turistas barrigudos, cincuentones ellos, enjoyadas en sandalias ellas, deseosos todos por segundas hornadas más físicas que emocionales, me dije que nada perdía con probar a mantenerlo contento, a aceptar su promesa de no pedirme nada nunca más, si le concedía su caprichoso trío.
Hasta las cosas inmutables, mutan. Hasta las ideas más arraigadas, esas que formaron personalidades fuertes, se debilitan bajo hastíos sobre conveniencias entre pagar antes la basura o la letra del coche. O esquivarnos para no coincidir en el salón, circulando con horarios encontrados. Se lo susurré en un aparte entre canción y borrón musical, recibiendo su sorpresa con gran regocijo interior. La miró. Me miró. Nos miramos. No teníamos nada que perder, además de no querer nada de lo que ya no teníamos.
Elia se sentó a nuestra mesa. Elia cruzó las piernas y descruzó su sonrisa. Desde aquel trenzado de miembros, fuimos tres. A la noche le descubrimos la desnudez revoltosa y traviesa, íntima y pícara. Creamos figuras en caleidoscopios dignas de rememorar en álbum premortal.
La piel deja de ser frontera humana si le asiste un buen guión, junto con unos buenos actores, una cortina que cuando se desliza, da lo mismo la mano que la guía. Nos volvimos. El. Yo. Ella. Asientos en el avión para tres. Menú para compartir. Manos entrelazadas, vidas y sentires despeinados que se acicalaban en cada encuentro, ahora ya plenos de confianza incluso recuperada la verticalidad. Durante un tiempo, el paraíso se instaló entre nosotros tres. Éramos un tandém perfecto, las piezas de una maquinaria exacta y precisa. Todas las imperfecciones humanas huyeron ante las perfecciones con las que nos donábamos en cualquier variación posible. Olvidé los defectos de Alberto, igual que sé que él olvidó lo que le decepcionara de mi persona. Elia era el aceite, que sin mezclarse con el agua, le daba grasa suficiente para reconvertirnos en lámpara dadora de luz. Borró las incómodas salpicaduras que nuestra relación provocara.
Durante un tiempo fuimos un remanso de paz, un arenal inmenso dónde varaban caracolas irisadas. Los tres chapoteamos en el placer, en las noches, bajo las estrellas, bajo las sábanas, en los días, sobre hamacas, sobre charcos de sol.
El tiempo fue dadivoso con nosotros, haciendo que nos olvidásemos de su paso, hasta que algo cambió. Un garfio se hincó de repente entre nosotros, separándonos, escindiendo la armonía anterior. Los celos surgieron cuando empezamos a romper unidades, agregándonos en binomios, abandonando polinomios.
Fue como volver a la tumba.
Qué ellos se acostaban juntos, quiero decir, solos, lo supe de casualidad. No me importó. Claro que no contaba con la posibilidad de que comenzaran a evitarme para hacerlo juntos. A escondidas. Yo también me esmeré para lograr que Elia frecuentara más mis muslos junto con mi boca, que los del hombre con quien convivíamos. Me di cuenta de las complicidades que surgían en el sexo compartido, cada vez menos de todos y más de ellos. Me negaban esa parte de confianza que yo necesitaba, ansiaba, rogaba. Alberto tiraba de sus hilos, nada le bastaba si no era el dueño absoluto. Ella se dejaba llevar, tal vez por desconocimiento, tal vez por inocencia. Me caía del Edén. Me lo robaba él de nuevo. Fue inútil, no había marcha atrás. A partir de ese momento, perdí la cabeza.
Comenzó una guerra abierta entre nosotros. Entre trincheras y guerrillas, cada vez más sucia en su planteamiento. Elia se me escapaba; inevitablemente, se iban, los dos, fuera de mí, lejos. Mis lágrimas no suelen quedar en los pliegues de mi rostro, secan mucho antes de nacer, son discretas y se confunden con facilidad con la acuosidad propia de los ojos. Unidas a mi voluntad fuerte, aquella que un día me hizo distinta, ideé la manera de liberar el nudo de mi estómago y el dolor de mi pecho. Que hubiera fallado mi matrimonio, vale, tenía un pase, pero que me sucediera por segunda vez, jamás. No sería yo la que saliese derrotada. Elia era mía. Levanté orgullosa mi cabeza y me dispuse a actuar.
Por eso, él agoniza en mis brazos. Por la misma razón, Elia se presenta como una proyección de chica de portada de revista. La reina de nuestras páginas centrales. Envenenarlo fue fácil, muchísimo más que no demostrar mis intenciones. No me siento culpable, sino aliviada, con un velo de tranquilidad que me impregna el futuro que me espera, junto a ella, a su ondulante cintura, a su morena piel, a su ritmo caribeño desatado de sus caderas.
Lejos de pensar en que la rutinaria calma de otra convivencia, sea de la naturaleza que sea, en este caso de mujer a mujer, desembocará inevitablemente en otras peticiones de ingresos humanos compartidos, tras recursos bien sabidos con truco, separaciones mentales y corporales, vídeos, intercambios esporádicos y vistazos rápidos a los anuncios de la sección de contactos, pienso en la alternativa. Antes de llamar a otro cuerpo, de dejarnos llevar por la desidia, antes de la época de hielo, vendrá la salvadora vejez.
Llegará poco a poco, ya incubamos su germen. En los cabellos de Alberto ya se instalara un aura blanca, pronto la flacidez en mi vientre, en los pechos adornados con cúspides provocadoras de Elia. En nosotras se acomodará, en la pasión, alejándola, borrándola y transformando sus empujes furiosos en tranquilidades cariñosas. Cuando a ráfagas se presente, sabremos cerrar los puños para dejarla pasar de largo, sin despertar su creciente letargo.
Alberto no se mueve ya. Se parece a él, pero ya no es mi Alberto, el que fue partícipe de una farsa grotesca que conseguimos convertir en obra maestra. Revela una expresión cansada, quizás asombrada. Ha quedado con los párpados abiertos, contemplando el nombre de Elia convertido en horizonte, cielo y camino. Delicada como una madre, poso mis dedos en sus ojos, recubriéndolos hasta la terminación de sus pestañas. Soy tierna, esta es la última vez, pero la primera que me apetece ayudarle a abandonar un proyecto, que ahora es el mío. No lo sabe, pero me ha dado la posibilidad de vivir un amor perfecto, esta vez sin su presencia.
Por ello, le estaré siempre agradecida.
Elia, Elia, Elia, amor… vuelvo a casa.
Comentarios
Abrazos!
Estupendo tu relato de hoy, dices en que "nuestro lenguaje habia sido compartido si que duele", excelente observacion, pues señal de una segura infidelida.
Un fuerte abrazo
SUSI QUERIDA, MI INFANCIA ESTÁ DURANDO MÁS QUE MI PROPIA VIDA...NOS VEMOS EN TU MIRADOR...BESO
Brindemos por el muerto que llevó la vida a la prota.
Un beso.
( Y emocionante...)
Un agradecido saludo!
Una de mis hijas se llama Elia, he tenido que sonreir al ver el alma de la tuya.
Un placer como siempre pasar.
Me ha encantado, leerte es todo un placer y pensar que hay personas con este don, para escribir con esta calidad, me anima a seguir aprendiendo... aunque con esto también se nace, no solo se hace.
saludos.
Los trionios tienen demasiadas esquinas oscuras donde se puede ocultar la clandestinidad del amor o la pasión. Es díficil trazarlos y más complicado aún, difuminarlos sin que una de sus aristas no acabe por rasgar la oscuridad de los suspiros.
Mi enhorabuena por esta obra de arte.
Un placer haberte encontrado.
Saludos.
Tarde o temprano le llegará su turno.
Mal asunto para ella.
Besos.
con una gran riqueza
de descripciones
donde es fácil
imaginar situaciones
y personajes.
Un trío de lujuria pleno
donde celos y egoísmos
andan por medio,con
un final inesperado.
Mis feicitaciones.
Un abrazo y besos
¡gran relato!
abrazo
Muchos besos.
Saludos y un abrazo.
y es difícil parar hasta el finál.
Como siempre tus recursos literarios son increibles.
Un abrazo Lasosita.
De dejeis vuestra impronta,también!
Buenos deseos para tod@s.
En fin, sigue escribiendo así de bien en tu isla gallega que trato de adivinar entre las habitadas, pero no lo consigo. Creo que todavía vive alguien en Ons. Porque la verdad es que no te figuro de pija en A Toxa, sobre todo porque el puente, igual que en la de Arousa, las estropeó al unirlas a la tierra.
Un beso
Un beso.
He leido tu texto. Genial.
Me voy a quedar un rato por aquí.
Un saludo.
"SIN LA PALABRA NO HABRÍA HISTORIA NI TAMPOCO AMOR; SERÍAMOS COMO EL RESTO DE LOS ANIMALES, MERA PERPETUACIÓN Y MERA SEXUALIDAD. EL HABLA NOS UNE COMO PAREJAS, COMO SOCIEDADES, COMO PUEBLO. HABLAMOS PORQUE SOMOS, PERO SOMOS PORQUE HABLAMOS". Julio Cortázar
gracias.
saludos.
Tengo que curiosear más pero me quedo si me dejas.
Besos y buen finde
gracias por tu comentario, es de lo más agradable.
saludos.
Las cosas son, sin más, no por ello malas o buenas, Son
Un saludo