HEDIONDO: Dícese de algo que desprende un aroma tan nauseabundo que se puede tildar de sumamente desagradable.

Bueno, ya he descrito a Herry. Era un tipo que hubiese ganado cualquier pelea por la simpatía entre una rata y algún escarabajo con dos cuernos. Roñento y miserable, Herry no tomaba té, era más de pinta de cerveza o brebajes extraños con igual base etílica. Herry no convenía a las éticas inmorales o sociales, muy al contrario, parece y disfrutaba pulverizando semejantes fantasías, decía, tan lejanas de la naturaleza salvaje, auténtica de la especie humana, y sobre todo en su caso, tremendamente animal. Herry era una desgracia o mil. Era un desastre como vecino, amigo, esposo, hijo, padre y amante. Lo sé por experiencia. Herry era mi progenitor, a raíz de la apariencia física que detesto. Un padre, el mío, con tan mala suerte que quizás continúe siéndolo.
Había sido un tipo peculiar, hasta que la fama le llegó en forma de una luna que se posó con rabia y mordisco, sobre la torre de la Catedral de nuestro pequeño pueblo. Herry el Hediondo habitaba en un pueblo de tejados picudos y mucho ladrillo, que había sustituido con buen tino a las de madera, al estilo español, de espadaña. Así fue cuándo y cómo mi padre salió dando tumbos, como siempre de una de las tabernas. El camino era farragoso, la acera pequeña y resbaladiza y la noche bastante oscura. Ni decir tiene que el hombre iba con todas sus atenciones en otros menesteres que no eran precisamente dirigir bien sus pasos, sino que éstos no le flaqueasen y verse con una mandíbula rota contra los sucios adoquines.
Pues cayó, desde luego, aunque resbalando y quedando boca arriba, que siempre es más interesante, más asqueroso ante los viandantes, desde el morboso peligro de ahogarse con sus propias babas. Trataría de levantarse, no lo dudo. Eso dice. Lo único que consiguió fue dirigir sus ojos hacia el cielo y tratar de aclarar su garganta para lograr decir algo audible.
Mi padre contempló un resplandor de fuego sobre el edificio, logró erguirse y caminar ya un poco menos vacilante, gritando alarma. Un puñado de compadres que a ésa hora retardaban la vuelta a sus hogares con igual estilo, se lanzaron hacia los casi cien metros de altura desde la base que poseía la torre de la Iglesia. Alborotados, el resto de los vecinos del pueblo fueron apareciendo con gran ruido y jaleo. Dicen, se llenó el aire.

- Quién lo ha dicho?
- Herry el Hediondo.
- Bah, tonterías de borracho.

Pero, tras mirar al cielo, si convenían en que aquello parecía grave y la gente marchaba hacia allí corriendo alarmada. Agarraban los más avispados calderos o grandes baldes. Los más disminuidos en hervores, portando trapos mojados o sudor en sus axilas. Así eran los que primero escuchaban al líder eternamente ebrio.
La rojez del cielo fue mutando a sangre junto con sonido del paso de los hombres, mientras calculaban los metros qué trepar y cómo y dónde colocarían sus pies. Llegados a la base, se lanzaron en una desorganizada lucha por alcanzar la cúspide que atacaba el cielo. Un centenar de metros por escalar en plena noche, fría y ventosa. La sorpresa fue el llegar hasta la cima, descubriendo que lo que en realidad contemplaban no era fuego, sino el reflejo rojizo de la luna. Nadie se percatara de la ausencia de humo. Engañados, su buena voluntad se transformó en vergüenza y rabia contra Herry, que yacia en el suelo maltrecho por la bebida ingerida. Decidieron, tras discusiones varias y darle un par de patadas, acallar lo sucedido para no convertirse en blanco del ridículo local. Aunque existen cosas imposibles de olvidar y secretos con labios, necesarios para que la historia de un pueblo cree su leyenda.
Herry continuó vivo, navegando en su complejidad simplona, tan adecuada a la sordera comunal. Nadie le invitó a una copa, ni le recogió del duelo perdido de ser un héroe.
Sólo ganó otro sobrenombre: Herry "El apagalunas", que se haría extensible a todos los habitantes del pueblo en años venideros. Él nuevamente nombrado no supo, ni pudo, hacerse vender en cuestión monetaria, aunque orgullosamente continuó fachendeando de su malograda proeza. Ni decir tiene que consideró subir a rango noble el liberarse de su primer apodo, concediéndose a partir de ése momento un baño gatuno cada semana. Aunque continuó siendo mi padre.
Lástima de luna.

(Flandes, Enero de 1687)

Susi DelaTorre. 

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