AZOTE
¡Rompe el alba! ¡Que
comience la fiesta!
El empedrado se deja
pisotear, vejado por mi peso, cada imperfecto adoquín mostrando su visible
pecado.
¡Llega el amanecer!
Los aplasto con presteza,
rindiendo el impulso que provoca cada huella en la dirección correcta de mis
pies, jamás desviados.
¡Allá voy! El cielo
noctámbulo repliega tras mi espalda, mi ropaje pesado y grueso, de animal
poderoso que escoge el momento propicio para conseguir que el esquivo infinito
mute en luz. Es cera de una antorcha vomitando en su agonía, proyectando seres
alados pequeños que se funden en mi cabeza al sobrevolarme. Ellos rodean al que
azota la calle, hiriéndola con saña.
¡La negrura habita en
mí! La opacidad líquida que despierta el fetal día, atrayendo con mano férrea
los angostos muros; ésos que ocultan tras de sí, menores y despreciables
criaturas.
La rotura con noche
es una cicatriz supurante, cuyos bordes separo, con garras despiadadas mientras
recorro la pendiente húmeda, sonrío al pensar en el después; ¡rebosarán los
oropeles, el boato, las solemnidades, las reverencias! ¡Me sitúo en la vanidad, en la ostentación descarnada!
¡En
el ímpetu de una fusta que golpea!
¡No habita nadie ésta
conciencia inexistente!
La esquina
inquebrantable se postra humillada, vencida ante mi presencia. Intento
serenarme, acallando mi furia proyectiva, pues el edificio me esperaba,
aguardando cual doncella custodia con desgana, una virtud que nace para ser
mancillada.
Quiero, debo, procuro
e ingiero la pequeña distancia, esnifando el sudor que rezumo. El aire tiene
color bronce viejo. Se adhiere a mi cuerpo.
¡Hosanna!
La suspensión
temporal se percibe en este lugar, traspasando las fauces del monstruo que
devora sin raciocinio, triturando en círculos la dentada rueda, amoral e
insatisfecha que constituye el sucio lapso terrenal.
Giro el rostro hacia
atrás y constato el fluir del misticismo: el amanecer reverencia, saludando a
mi persona, la tiniebla nocturna se degüella, los revoloteos han cedido a unos
pájaros que mantengo en la lejanía.
No veo a nadie,
ninguna persona, pues no entran en valoración, las insignificantes y patéticas
figuras que se extienden aquí afuera, ansiosas por ser elegidas en compartir
juicio condenatorio.
Son cadáveres descalzos que respiran.
La crucifixión sobre
ellos no me place. Acaso las brasas candentes serán más propias.
¡Oh, almas pequeñas e
inútiles! ¡Copuláis igual que conejos, devorando podredumbre cual ratas!
¡Os desprecio!
¡Vuestro dios os desprecia!
¡Alguno de vosotros
se creerá salvado dentro de la jaula colgante, en el instante en que sus
huesos, carcomidos por la lluvia, el viento, los gusanos y el asco, comiencen a
caer contra el suelo!
Renuncio a someterme
a la quietud. Entro. Escucho.
Azotes rítmicos.
Gritos cantados en tonos y modulaciones imposibles de habitar otro lugar. La
sala abre su vientre de maternidades reventadas. El humo del fuego, el olor a
carne quemada, los ganchos que tiran de las extremidades, los pellejos
lacerados, la verdad desnuda del hombre, con lujuria insidiada en dolor ensanchado.
¡Música, música!
¡Fuego! ¡Venga,
fuego!
(Mi
éxtasis visiona el dorado de una piedra filosofal que es el sacrificio)
Saludo mostrando,
tras el replegado labial, los dientes al hombre de torso desnudo y herraje
metálico, sudoroso por el trajín. La nota adecuada a esta partitura del horror.
Muestra victorioso un hierro al rojo vivo y prosigue su tarea, que chilla, se
revuelca y se quema, igual que si estuviese viva.
Otro de los bárbaros
imbéciles a los que pago con carne, pues su envilecimiento no le permite
visitar burdeles. Tras asesinar a varias prostitutas que fueron descuartizadas
y ocultas convenientemente, pues la resolución es un arma directa, le otorgo el
último estremecimiento de las herejes condenadas; el canto vaginal del cisne.
Yo mismo lo he probado,
pero es mi suma inteligencia la que no permite derretir la humanidad física en
un cuerpo impuro. Si acaso, mi zona preferida son los ojos de las recién
capturadas.
¡Ahí existe siempre demoníaca
presencia!
Me temen si las contemplo pues descubren que les traspaso el alma,
apoderándome sin violación corpórea de todos sus pensamientos. Ellas son el
mejor juego, las poseo, las penetro y ése pasatiempo se voltea en plácida calma.
Las someto al exorcismo.
Azotan más allá, con
el sonido de un yunque que golpea, con brío.
¡Abjura! Grito
mientras mis ropas se llenan de poderío. ¡En el nombre de nuestro Señor,
abjura!
Carne de impuro que
se ahoga en su propio asado.
Mi voz no tiembla. Mi
mano no vacila.
¡Este olor! ¡Este
delirio! Me creo un Satán de éste infierno, paraíso propio, yo ciclópeo,
expansivo...
¡Adelante, por el cáliz
glorioso de Cristo!
¡Matad sin medida!
¡Dios excusa!
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