Hada del viento
Naim hace balancear los pies desnudos mientras traquetea el camino, pues el frescor
no le molesta. Juega a ser un hada que camina sobre el viento, mientras el sol
seduce la ventana de la noche para que
la luna le permita el paso. El mismo sol que después hará brillar con fuerza
sus cabellos rubios enmarañados alrededor de unas pálidas mejillas. Nadie la
peina, pero a la niña no le importa, odiaría que le recogieran el pelo
coartando su libertad. El encaje sucio de su enagua, antaño en forma de remate
lujoso, hoy en tenues ondas, se empeña en subir más de lo necesario el listón
no censurado de sus rodillas. Busca a
Joseba cuándo se ve apartada de su juego y ensoñación, pues la caravana aminora
su marcha y se escuchan voces dirigiendo la marcha de los caballos. Sabe que
han llegado al sitio designado. Le da pena dejar marchar la brisa, pero la
distrae rápido la visión del círculo que se forma con rapidez.
Aparece el sol,
Naim se peina con la mano.
De repente, los
carromatos se despreñan, reventando su interior al estancar sus ruedas en el
suelo. Los artistas bajan anónimos, sin dejar de gesticular al hablar, igual
que hormigas lenguaraces, demasiado atareadas en no escucharse. Todos saben su
cometido y la recompensa será encontrarse de nuevo instalados en la pereza de
un fuego, hacia la noche. Un día entero por delante para sacudir el viaje del
cuerpo, la ropa y la mala intención que promiscua la proximidad de lo oscuro.
Naim esperó,
sentada en el mismo tablón a que apareciera Jhoseba. Sin él no iría a ninguna
parte ni pronunciaría palabra alguna. No cediera ante amenazas de los mayores, cansados
ya de gritarle y perseguirla tratando de azotarla, tampoco frente al miedo de
que un día, Jhoseba no viniese a rescatarla de las acciones ruidosas,
aceleradas, aparentemente absurdas, que surgían inexplicables a su alrededor. Miró
con tranquilidad ante sí, con reserva inmutable.
Ella almacenaba porqués,
sin destruirlos jamás.
A la espera de
alguna explicación.
Encontrara a Jhoseba
una mañana, no sabría precisar dónde, sentado bajo un árbol con la cara entre
las manos. Dudó si aquel chico estaría llorando, pero no sollozaba, entonces
pensó que dormía, sin roncar, después, llevada por la curiosidad de su poca
edad, se sentó junto a él, dispuesta a dejar pasar el tiempo hasta cumplir mil
años o muchos más. No le preocupaban los desconocidos, a pesar de que su
chillona madre le gritase que se alejara de los barbudos que la mirasen
fijamente. Naim conociera a algunos individuos
de mala calaña, de quienes escapara, pero en este momento, su único impulso fue
acompañar al inmóvil desconocido hasta que decidiera salir de dónde estuviera. Parecía
que no ocupara junto a ella, aunque indudablemente, si estaba. Un ser que
respira con la cadencia de un oleaje, no puede constituir un peligro, creía la
pequeña. Algo la impulsó a encontrar calma, abriendo su ánimo hacia un infinito
agradable, hasta entonces desconocido. La tibieza del cuerpo, la confianza o la
pesada carga de la niñez, la hicieron quedarse adormilada al lado del extraño,
aún sin llegar a verle el rostro. Fue más tarde que, tras sentir un ligero
movimiento se encontró con unos ojos brillantes que le sonreían, ofreciendo una
mano delgada y blanca para ayudarla a levantarse.
Aquél fue el origen
del mundo de Naim. El chico se transformó en su hogar, desplazando a las
personas que se denominaban su familia, de las cuales, su madre era regañona y
brusca, pudiendo ser cualquiera de las demás mujeres, un padre que hacía lo
mismo que los demás hombres, secuenciando trabajo, bebida y otras hembras, o
por lo menos, el babeo constante por ellas. La ausencia de otros niños no la
condicionaba. Su juego era vivir en el circo, oscilando entre ser una molestia
entre los mayores, recordándoles con su presencia lo lejos que se hallaban ya
de la inocencia y celebrando las bondades que de vez en cuando aparecían.
Llevaba nota de éstos pequeños milagros en una cuadrada tablilla a la que
Jhoseba le grabara su nombre, con letras estilizadas igual que las pestañas del
chico. Le insistía al dibujarlo que provenía de un cuento sobre una princesa árabe muy hermosa.
Ella quería
creerlo, pese a no cuadrarle bien que sus padres conocieran ninguna historia de
princesas. La pizarra iba atada con una cuerdecilla a la cinturilla de la
falda, bien a mano por si era testigo repentino de buenas rarezas, dignas de ser
mencionadas. Al principio sus impresiones eran un garabato vertical, apretado
con una piedra hasta forjar un surco. No quería más porque sabía que lo
tendría.
Sabría después que
Jhoseba, igual que el rocío se sabe imprescindible en la hierba fresca, la
necesitaba a ella, a Naim, para agarrar su mano cuándo todo se volvía extraño,
nublando su mente. Era el asidero perfecto, con tacto de nube; manteniendo
constante su entereza, asegurándole que regresaría de nuevo.
Comentarios
Besos.
Caligrafia preciosa. Más para admirar que para usar en lectura digital :-)
Foto-imagen digna de Leonor de Aquitania.