MERECIENDO
Ha vuelto a suceder. No puedo creerlo. He despertado de un
sueño profundo para descubrirme en una pesadilla, no por conocida, menos
traumática e irreal. Me pregunto que habré hecho esta vez. La última, hace
tanto tiempo que pensé olvidado, destrocé la casa de mi madre. Tiré
con la televisión regalada por mi hermano, con las fotos de la mesa, para
agarrar los cristales y rajarme una a una las venas que pillase en el
antebrazo. Así, verticalmente, dicen que es la mejor forma de diseccionarlas.
No se pueden recomponer y son más efectivas las heridas. Sangran, que es el
objetivo.
No me valió de nada la mirada suplicante de mi sobrina pequeña,
que sollozaba con los mocos a la altura del pecho, ni con los ojos abiertos de
mi cuñada que, ! Dios! ¡Son tan lindos!,
comenzaron a rimelarse en oscuro. Estaba preciosa, pero es la mujer de mi
hermano.
Hace un día que soy consciente de estar aquí. Encerrado de
nuevo en un hospital, una cárcel o un nicho. Igual que una alimaña. Dicen que
me lo merezco, pero no soy agresivo ni la mitad del tiempo que debería serlo.
Es algo que surge, yo que sé por qué. La cocaína, mi naturaleza, mi
testosterona, mis complejos…
Esencia de macho es lo que se me escapa entre los dedos.
Tenso mis brazos. Estoy muy orgulloso de ellos. Son fuertes,
de gran diámetro y rápidos, un giro y ya está montado el lío. Son más veloces
que los ojos, y por supuesto, que el pensamiento razonado. Estos bíceps eran
los que ella adora. A los que se agarra cuando la levanto en el aire, para
penetrarla mejor y más hondo. También la consuelan cuando la abrazo al
dormirnos.
Mujer concluida con hombre inconcluso.
Ahora, igual que antes, continúo por lo visto sin rematar.
Carezco de la terminación adecuada, y nadie sabe dármela, que es lo peor. Ella
quizás. Pero se ha marchado. Desde la última vez que le pisoteé el corazón,
culpándola de tantas cosas como no existen en el mundo. Me dejo llevar por el
pánico y lo visto de ferocidad. La arraso, grito, destruyo, lesiono ante sus
ojos la carne que sé que ama. No tengo control y sin embargo, que daría por un paso
a su lado.
La siento, obligándola a doblar las rodillas, cuando ya está
tan catatónica que ya no sabe argumentar y ha desistido en el enfrentamiento.
Si, exacto, para que no se caiga. Siempre en la esquina de la cama, y allí
queda, sostenida por las lágrimas y por un empalamiento verbal que mi boca
construye. Son mis acusaciones las que la marchitan, arrugándola entre las
paredes de nuestra casa. Mi forma de mirarla hace el resto. Ella siempre calla.
Cuando habla, no sabe lo que dice, no le escucho.
Yo soy un tío normal, ella es una mentirosa. Meto alguna raya
de coca de vez en cuando por la nariz, solo una, cada noche. No pierdo la
cabeza por eso, es polvo blanco y cuesta carísimo, prefiero gastarlo en mujeres
que sabes que no te mienten porque no les das oportunidad. Se lo digo y se echa
a llorar, no tiene ovarios. Una mala mujer, una falsa.
Cuando todo se calma, es la mejor, ella escucha y ríe. Su
sonrisa es capaz de provocar mi ingenio, sintiéndome engrandecido, lleno de
poder. Es en su seriedad cuando me aplana el alma y viajo brusco para
arrancarle a base de zarandeos ese veneno necesario que tanto preciso para
existir. Sin su beneplácito vuelve el miedo a no ser, a la nada, al abandono.
Dicen que soy yo, que el mal vive en mi y que es inútil echarle la culpa a otra
persona. Me dicen que tengo fantasmas girando en mi cabeza
aullando todo el rato, aunque no lo expresan así; escriben que tras el
revoltijo de pensamiento, se oculta una persona altamente vulnerable y capaz.
Mienten. No soy nadie. No soy nada.
Expío mis pecados verbales pegándome golpes contra la pared,
una silla, un cuadro. He destrozado todos sus lienzos, esos que ella, pobre,
intentaba guardar para que yo no los rajara. No lo hace mal, es una artista,
una bruja que modifica la realidad de todo lo que le rodea para hacerme parecer
mezquino, malicioso y un hombre dañino.
Yo la quiero. No hay duda. La quiero por su manera de encajar
mis puñetazos verbales, por suplicar bajo y con hermosas lágrimas, por gemir
callado en mi pelo cuando por fin, sosiego y le pido perdón sollozando. Por eso
no permito que nadie la mire, que no la toquen, que no la sonrían. Es mía.
Sé que volverá. Siempre vuelve. A por más de la felicidad que
le otorgo, que le compensa la infelicidad subsiguiente. No lo hago a propósito.
Sé que algún día aprenderé lo bastante para parecer como ella desea. Lo que ve en
el hombre que no consigo ser.
Duele esta cabeza. El cuerpo y el corazón también se quejan.
Los médicos no han llegado a tiempo de darme su diagnóstico. Grité en los
pasillos para que me escucharan pero fue inútil. Se esconden para no
enfrentarse con mis fríos ojos. Es ella la culpable, les ha contado las cosas
horrorosas que suelo hacer cuando me enciendo. Una sucia, es lo que es.
Y me mienten las enfermeras cada día. Están contaminadas.
Dicen que ella no vendrá a visitarme esta vez. Se miran entre sí mientras lo
dicen. Alguna baja la mirada. Seguro que se avergüenza de mentir. Aseguran al
cabo de un rato de incómodo silencio que, la última vez que fui a mi casa, a la
nuestra, de ella y mía, que perdí el control. Hacen luego una pausa y de sus
bocas compradas con mentiras, aseguran que la maté.
Es imposible. Jamás quise hacerle daño.
Se lo habrá merecido.
Comentarios
Como siempre a sus pies ¡artista!
Un beso
Saludito.
A veces pienso que lo bueno de tus letras llega más desde la realidad que de la ficción. Digo esto último porque cuántas veces, a cuántos, no nos ha sucedido despertar de un sueño para embarcarnos en una pesadilla y navegar un río que no sabe olvidar, o algo así.
Me gusta esta literatura que habita los pasillos, que duerme en nichos, que descansa sin paces... Esa forma de escribir que tienes, ya sabes, de narrar bajo la suavidad el peso de tu propio estilo...
Sí, lo que ya sabemos los que conocemos tus idas y venidas por el mundo de la letra...
Un saludo
Mario
Bicos.
Un abrazo