Esquirlas agorafóbicas
El flanco de los escaparates, dentro de la mala situación, será el mejor refugio que pueda tener en este momento. Me muevo con rapidez, soy indómito y capaz. Una perfecta máquina. Mis ojos recorren todo el espacio para abarcar los peligros que acechan. Agarro fuertemente el arma que respira en el fondo del bolsillo. Es mi salvaguardia, mi pasaporte, mi seguro de vida. Aunque no se distingue, su presencia cambia todo el escenario que recorro de rodillas, con todas las precauciones que me conviven desde el adiestramiento.
Voy rozando la pared con el hombro. Mi espalda necesita la seguridad de que nadie me atacará por detrás. Es necesario ajustarse a los recovecos arquitectónicos, sean cuales sean. En este caso, cristales inmensos y enormes carteles, los que desprecio, parapetándome tras algún expositor coloreado, cuya imagen no me interesa lo más mínimo. Supongo que es propaganda armamentística. La marea humana, traspasando el terreno que se extiende ante mí, me parece numerosa, peligrosamente fiera; perfectos enemigos, los veo, así que empuño la pistola con ansia desbocada y furiosa. Salen de la puerta del cine desordenados, con movimientos bruscos en sus anatomías, que dan a sospechar si portan armas camufladas. Sus voces inundan mis oídos, impidiéndome pensar con claridad, me aturden, me anulan, me invalidan. Demasiado terreno para controlar. Mi sudor alcanza el centímetro de espesor, allí dónde más licuado debiera ser. Tengo que ir con cuidado. Soy un solo efectivo al frente de esta misión.
En determinado momento, me tiro rodando por el suelo, la baldosa está fría y asímismo me acoge. Puede haber minas o explosivos en cualquier zona. Siempre desconfío de las cajas de cartón que se amontonan en algunas esquinas. Alcanzo el atrincheramiento deseado, al otro lado de mi lugar original, tras un menú confeccionado con tiza.
Desde aquí tengo una visión del terreno rectilínea y capaz. Ningún contrario podría iniciar una aproximación sin mi detección inmediata. Respiro hondo. Trato de atenuar el galopado indómito de mis latidos, extrasístoles agrupadas que conllevan peligrosas alteraciones de los reflejos. Me tranquilizo con la terapia adquirida de una respiración constante, velada, serena, razonable.
Buena trinchera, soldado… buena trinchera.
Hoy amanecí con dolor de cabeza, dolor de metralla antigua. Hacía tiempo que las esquirlas no me vapuleaban el corazón, pero esta noche fue posible que comenzasen a agujerear de nuevo mi interior. Olvidé la medicación, olvidé que era necesario olvidar.
Ésa es uno de mis peores síntomas. Recordar olvidar. Mi sistema nervioso está fundido. Todo yo lo estoy.
Asomo apenas los ojos sobre el listón de madera, alguien me está mirando fijamente, lo sé, lo siento. Me pesa su mirada, quiero librarme de ella cuanto antes. No soporto que me miren.
Continúo agazapado mientras encuentro la trastienda de esas pupilas que me taladran. Allí. Localizado su origen. El incómodo acechante no es más que una niña apenas pequeña, con candideces adheridas a sus mejillas y curiosidades recién prendidas en gomas multicolores de sus coletas. Se sacudirá la inocencia para permitirse crecer tan pronto sea ella la autora de sus peinados adolescentes. Ahí terminará toda su felicidad. Descuido el atento camuflaje mientras la contemplo y constato que está sola, tal vez perdida. Arrugo los párpados y alcanzo a distinguir huellas de charcos salados en su rostro. Me recuerda a varias situaciones del pasado que obligaron a regresar al presente. Maldita hipnosis.
Desde que regresé de la guerra, nada ha ido correctamente, mi sargento. Tuvo usted suerte de quedarse allí, orgánico y biodegradable entre la hierba quemada y con el zumbido que produce la muerte cuando se la deja libre para bailar con su guadaña, mostrando su lado travieso, ése que agradece el sacrificio humano para encontrar justificaciones que no posee. En la terapia me ordenan demasiado, mi sargento, no soporto tanta disciplina.
Me salpican con frases cuyo significado se reseca, sin gotear, absorto como estoy por aguantar la inmovilidad en el charco asignado. Ahogo en mí palabras como “regresión” “post-traumático”, junto con lingüísticas amalgamas insulsas formadas por memeces tipo “equilibrio” “ayuda” y “armonía”. Se supone que soy yo el que demanda salvavidas, pero, en realidad no me interesa lo más mínimo atraparlas. Las ayudo a naufragar en chapoteos sucios sin prestarles la más mínima atención.
Mi sargento, no sabe usted que envidia le tengo. Esto es demasiado difícil, incluso peor que el más duro y brutal día de guerra. Porque no tiene fin, ni esperanza, ni bienvenida muerte, ni nadie te asegura que no te continuará sucediendo, como un mal sueño. Si mi alma ya no está conmigo, la dejé colgada de los compañeros, allí murió, en todas las vacuas pupilas de amigos y enemigos. Si no tengo alma, cómo voy a recuperarla…
Es un momento tranquilo, tras la desaparición de los cinéfilos. Los grandes centros comerciales tienen latidos, pulsaciones de voces y de gentes. Secuencias que me agitan ahora, pendiente de la pequeña, que ha decidido sentarse, agotada, en un suelo que sé indiferente e inhumano. A través de la fina tela de su vestido sus piernas estarán marmóleas, blanquecinas en pocos minutos. Su chaqueta tampoco es suficiente bajo el chorro injusto del aire acondicionado. Aquí no hay calidez para un ser de pocos años, aún en proyecto de vida.
Me mira y sé, conozco, debo saber que iniciará un llanto manso, atenuado, de catarata domada, deslizando el agua sin ruido de sollozo, sin agitación. Se mantendrá con el pensamiento hilvanado a la imagen que desea ver, la que vuelve a por ella, la que ha notado su ausencia como un alfiler que se clava hondo, muy hondo en las entrañas que un día la poseyeron.
Mientras, le lloverá dentro y fuera. Ella mirándome.
Echo un vistazo alrededor, evaluando la situación, me decido, ruedo a través de la inmensidad, que me zumba en los oídos mientras me mareo, la agarro por su cintura. Ella abandonada, dentro de aquel cuerpecillo de muñeca, y nos refugiamos de nuevo tras el menú de cuatro platos a elegir, con café, con postre, con pan, con vino.
Me mira. Ha dejado de llorar. Algo se me dilata en la parte humana que era hasta hace un momento del tamaño de un pequeño virus. Su proximidad despierta una sonrisa en su carita delgada, tan pequeña y transparente; tras mis hosquedades, las neuronas reflejo se vuelven obedientes a su trabajo más fácil.
Esto es una guerra, mi sargento. Continúa siendo una lucha sin tregua, tengo una rehén que estoy deseando entregar. Sé que me daría una palmada a la espalda, así, de ardor masculino y guerrillero. Me haré cargo de esta niña hasta que aparezca alguien a quien confiársela. Sé lo que es estar asustado, perdido, solo. Alguien puede aprovecharse de ella, de su llanto manantial y cristalino bajo coletas de colores. He visto alguna mirada infantil desaparecer entre los muslos de hombres llenos de temor pero feroces y depredadores de carnes tiernas, como queriendo extraer la que les falta, la que han perdido.
Será mi última misión. Para que luego digan en la consulta de psiquiatría que no he conseguido alcanzar el objetivo de recomponerme a mí mismo. Para que no me suelten más sermones sobre equilibrados triángulos y su necesidad de mantenerlos con las fuerzas que me faltan.
Y después, conclusa la misión, tendré que amigar este arma, sargento; por el presente cumplido y por el pasado incompleto. Por encontrarme en descanso, por cumplir sus órdenes y porque no soporto más el deshonor de permitir que trajinen en los residuos de mi mente, sin arreglarla jamás.
Para no volver a temer a enemigos en los espacios públicos, para dejar de sentir las esquirlas pesadas en la bolsa del corazón.
Mi sargento, cuando salve a esta niña, volveré, con la misión cumplida. Restablecida el alma.
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Comentarios
Qué ternura al final ese hombre herido y enfermo que encuentre acaso un agarradero en las lágrimas de una niña perdida o abandonada.
Mi corazón se dolió con ambos.
Bicos.
No me extraña que necesiten ayuda.
Además la incomprensión de los demás la tienen asegurada.
Cuantos hombres rotos para siempre.
Besos.
Un gran saludo!
Discúlpame Lasosita por interpretarlo así, es posible que tenga muchísimas lecturas estoy segura de ello.
Ahora mismo lo he sentido así.
Algo tambien que me ha parecido muy interesante es estas palabritas que suenan tan bonito, y lo son, armonia, equilibrio etc.
en traumas tan intensos, como realmente pueden sonar, ridículas, e incluso de mal gusto, porque la noche es tan negra, y el dolor tan profundo...que quizá en ese momento y aún despues de mucho tiempo...
Un abrazo amiguiña.
Pero el trabajo es la paz, la aspiración de todo ser humano.
Abrazos mientras me curo las esquirlas.
huella permanente,
colgadas de medicamentos
y demencias.
Has sabido ver las secuelas
de la guerra, pero peor aún son cuando la sufren los niños- soldados,como ocurre en
el Congo.
Me han venido a la mente un montón de escenas horrorosas que se ven en los medios de comunicación.
Ojalá que esta lacra se acabe cuanto antes.
Muy bien relatado y un buen
argumento.
Deseando verte pronto.
Abrazos y besos.
Es tremendamente cierto, que una guerra deja más muertos en vida que enterrados en el campo de batalla.
Ufff... hay que ver con que fuerza te pones en puntos enormente difíciles... para narrar.
Excelente.
Besiños.
Te decía, más bien, te felicitaba. Porque me ha impactado. A diferencia de las guerras, que un texto te impacte es bueno, buenísimo.
Aunque creo, te decía también que no hay antídoto, ni remedio, ni curación para los que salen con los cuerpos vivos, la cabeza loca, y el alma destrozada, de una guerra maldita.
Felicidades, entonces...
Un abrazo.
Besos
Y no hay como la inocencia, la infancia, para rescatar del dolor a "todo un hombre".
Un relato lleno de profundidad, Susi, de mucha expresividad y fuerza.
Un abrazo muy fuerte
Tati
Bicos.
Me recuerda vagamente la escena del monstruo de Frankestein acercándose a esa niña que juega y que acaba muerta entre sus manos.
Da la sensación de un director psicópata escondido y observando, preparado para liarse a tiros con todo aquel que critique mal su film.
¡Muy logrado! Un saludo
Bien. Buen texto. Buen hilván. Buena estructuración. Seduce.
(Es más difícil construir la paz que hacer la guerra)
Si en vez de nombrar continuamente al sargento, dijera, “mi coronel no siento las piernas dios mío, no siento las piernas”, parecería el primo hermano de Rambo. :)
Bromas aparte… me ha gustado la sensación de agobio, la reflexión post-trauma, la manera de camuflarse y sobre todo la eterna búsqueda del alma.
Un abrazo.
Saludos y un abrazo enorme.
Un fuerte abrazo
Tener que entregarse al olvido es una forma de morir, pero en este caso supone un renacer, a una vida nueva que deja atrás los traumas de un pasado demasiado duro como para poder ser recordado sin que duela y hiera en lo más profundo del alma.
Me has emocionado mucho con este texto Susi.. ¿Y de que me extraño... si siempre me sucede lo mismo?
Besitos mil, hadita!!
besos y abrazos de tu niña gallega
sara
BEIJOS.