Sin cigüeñas.



Ella era ya la noticia del pueblo.
Una forastera en un espacio tiempo limitado por horas de luz y tañidos de campañas.
El cielo se le antojaba lejano, más si cabe, cuando recordaba lo cerca que había estado de la punta de sus dedos, aquel azul que la llevó a la torre más alta, de la más alta iglesia.
Veía como las tardes, plañideras de soles en el ocaso, discurrían lentas, pesadas, como gusanos perezosos, dejando un rastro de babas plateadas que movían los nombres de los días.
Se recortaba la silueta del campanario, bajo una nube eternamente instalada en su piedra más clave, y allí mismo, tras una de aquellas panzudas y maternales formas, soñaba que se encontraban los ojos que daban color al cielo que la rodeaba.
Las orondas matronas despertaban de sus quietudes, al ritmo que marcaban mareas inexistentes de lunas ocultas. Dependientes, aunque orgullosas, de sogas que, semejantes a cordones umbilicales, ataban la savia de un sonido a un movimiento reactivo en las casas, vencidos sus interiores a las sombras de la comunidad.
Jamás cigüeña alguna había anidado allí, y solo el hecho de que alguien se lo preguntara, un porqué de ausencia de alas enormes en un cobijo diametral de palos, barros y trozos de tela, hubiera sido una conmoción para unas gentes que, a su entender, no carecían de nada, no poseían ni codiciaban nada de lo que no existía.
Por eso ella jamás llegó a echar en falta el plumaje blanco y negro de unas aves que regían en otras torres el tiempo y las horas, los nacimientos y las defunciones, siendo el ejemplo perfecto de una monogamia habitual y escasamente productora de riñas.
La forastera, ella, fue la que atrajo la extrañeza a los bancos de la plaza.

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